Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
ENTRE SELVA Y PÁRAMO. VIVIENDO Y PENSANDO LA LUCHA INDIA
 

POR LAS RUTAS DEL COMPRENDER > "SI ME DEJARAN HABLAR"...: “EL HOMBRE NO TEJIÓ LAS TRAMAS DE LA VIDA, ÉL ES SÓLO UN HILO"

[Escrito en 1990. Publicado en Lecturas de la Cátedra Manuel Ancízar: Colombia Contemporánea, Vicerrectoría Académica-Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1995. El título de este artículo se compone de dos elementos: el primero se basa en el título de un libro sobre la minera indígena boliviana Domitila Chungara; el segundo retoma una de las afirmaciones del jefe Seathl, indio pielroja de los Estados Unidos]

Con constante insistencia, la antropología recae una y otra vez en afirmar la presencia de religión y de elementos de carácter sagrado, derivados de ella, en todas las sociedades que estudia, incluyendo aquellas aborígenes colombianas. Dentro de esta visión, muchos trabajos y publicaciones emplean en forma recurrente el concepto de “espacio sagrado”y "sitios sagrados" para referirse a algunos lugares de tales sociedades. Y esto sin que alguna vez queden completamente claras las ideas acerca de qué es lo sagrado de esos espacios, antes bien, cobijando bajo esa denominación lugares que, ostensiblemente, son muy diversos y de muy distintas significaciones y que además tienen incidencias que no son coincidentes de una sociedad a otra.

A mi manera de ver, aquello que se acostumbra caracterizar como sagrado en la geografía de los indígenas, constituye, al contrario, un conjunto de elementos de base natural, material, y cuyo interés e importancia devienen de los acontecimientos y personajes de la historia india, de los modos de apropiación del espacio por parte de esas sociedades y de los criterios con que ellas establecen y definen su territorialidad.

Es cierto que en algunos lugares del espacio geográfico ocupado por los indígenas se realizan actividades especiales que no se llevan a cabo en otros sitios, las que, quizá, sería posible definir como rituales —si es que esta palabra todavía tiene algún significado específico—, pero que en ningún caso, excepto en los de aquellas vinculadas con los ceremoniales cristianos, pueden considerarse comprobadamente como sagradas.

Tal sacralización de esos espacios y de las actividades que los indios realizan en ellos no resulta ser otra cosa que una proyección realizada por los antropólogos, quienes miran hacia las sociedades indias con unos ojos cubiertos por los lentes de la religiosidad, que sí es importante en sus sociedades de origen y ejercicio, los cuales colorean por completo todo lo que miran y llevan a interpretarlo como religión y sacralidad.

Por supuesto, si los antropólogos, malinterpretándolos y tergiversándolos de antemano y casi que por principio, definen como dioses a ciertos personajes importantes que aparecen en los mitos y en los relatos históricos indígenas, es apenas obvio que los sitios de origen y/o nacimiento de estos o aquellos donde efectuaron sus “hazañas” sean vistos como lugares sagrados, extendiendo hasta ellos, en un claro ejemplo de creencia en la magia contaminante, el atributo de la divinidad que arbitrariamente asignan a tales seres. O que los actos de los chamanes y los dirigentes de hoy, así como los lugares en que realizan sus trabajos, sean conceptualizados también bajo la óptica de lo religioso y lo sagrado solo porque se los mira, sin mayor fundamento, como sacerdotes, como activistas de cultos religiosos de diversa índole.

EL HOMBRE ES PARTE DE LA NATURALEZA

La base de este malentendimiento está en la más absoluta incomprensión acerca de lo que es la territorialidad de los indígenas y de la manera como ellos conciben “la tierra” y sus relaciones con ella. Para estos, el hombre es parte de la naturaleza, comparte con ella el mismo principio vital; por lo tanto, la tierra no le pertenece como una cosa extraña y cada porción de ella tiene que ver con la existencia misma del hombre.

El jefe indio norteamericano Seathl (1991) envía su respuesta al presidente norteamericano que le plantea la exigencia de vender las tierras de las tribus:
Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada aguja de pino brillante, cada grano de arena en las playas, cada rincón en el oscuro bosque, cada gota de rocío, cada claro entre los árboles y hasta el zumbido de cada insecto, son sagrados en la vida y en el pasado de mi pueblo. La savia que va por las venas de los árboles lleva consigo las memorias de los hombres pielroja (subrayado mío).


Es fácil comprender que cuando todas las cosas, la totalidad de los elementos que conforman un territorio, se ven como sagrados, la importancia del concepto pierde vigencia y, sobre todo, sentido.

Agrega el jefe Seathl (1991):
Somos parte de la tierra, así como ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas. El venado, el caballo, el águila majestuosa: estos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia (subrayados míos).
Entregar sus tierras implica para los indios la responsabilidad ineludible de añadir un consejo para los hombres blancos que han de recibirlas:
El agua cristalina que corre en los ríos y arroyuelos no es solamente agua, también representa la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos nuestras tierras deben recordar que son sagradas y deben enseñar a sus hijos que son sagradas, y que cada reflejo en las aguas claras de los lagos cuenta los sucesos y memorias de las vidas de nuestra gente. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre (Seathl 1991).
Este consejo es preciso en virtud de la relación estrecha entre el hombre pielroja y la tierra, relación que no está signada por lo sobrenatural, por la sacralidad en un sentido religioso, por la sumisión del hombre ante ella como ante un ser supremo o peligroso o supernatural, sino por el parentesco y la descendencia, relaciones que el hombre blanco no entiende de ese modo:
Los ríos son nuestros hermanos y calman nuestra sed, llevan nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos [...] El hombre blanco [...] trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el firmamento, como cosas que se compran, se explotan y se venden como si fueran ovejas o cuentas de colores. Su apetito devorará la tierra y dejará atrás solo un desierto.

El aire es valioso para el hombre pielroja, porque todos los seres compartimos la misma respiración... las bestias, los árboles y el hombre [...] El aire es de un valor inmenso para nosotros porque comparte su espíritu con la vida que mantiene. El viento que dio a nuestros abuelos el primer soplo de vida, también recibe sus últimos suspiros (Seathl 1991, subrayado mío).
Esta concepción india no aparece centrada en un conservacionismo ecologista según el cual el ser humano debe proteger a una naturaleza que domina, ni en una religiosidad panteísta que la sacraliza y que coloca al hombre bajo su poder, al contrario, se trata de una relación de profunda igualdad y semejanza, semejanza que se extiende aun al sentido moral, uno de los más profundamente humanos. La desaparición de los animales no es valorada solamente con el criterio utilitario de pérdida de un recurso alimenticio fundamental:
¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos fueran exterminados, el hombre también moriría de una gran soledad en el espíritu. Porque lo que le suceda a los animales también le sucederá a los hombres. Todas las cosas están relacionadas (Seathl 1991, subrayados míos).
Si la tierra es tan importante para los indios, si ellos la valoran tan intensamente, esto no se debe a que sea divina, sino a que en ella está incorporada la historia de generaciones y generaciones pasadas y futuras de las tribus, el suelo está hecho de los antepasados, de todos los antecesores y no solo de aquellos importantes; la tierra es ellos, su sangre, sus cenizas, su aliento vital. Y representa el patrimonio que asegura la vida de sus hijos, la continuidad de la existencia de las tribus indias.

LA NATURALEZA ES UN TODO

La preocupación del jefe Seathl se origina en su convencimiento sobre la profunda diferencia entre el modo indio de ligarse con la tierra y el de los blancos; por eso, estos:
Deben enseñar a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros abuelos. Hagan entender a sus hijos que la tierra que pisan está enriquecida con las vidas de nuestros hermanos, para que sepan respetarla. Enseñen a sus hijos, como nosotros hemos enseñado a los nuestros, que la tierra es nuestra madre. Todo lo que hiera a la tierra también herirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo se escupen a sí mismos (Seathl 1991, subrayados míos).
En el pensamiento indio, la naturaleza es un sistema, dentro del cual todos los elementos componentes están interrelacionados, por un lado, como los integrantes de una gran familia unida por los lazos del parentesco, por otro, porque todos ellos son manifestaciones de un mismo principio vital:
Esto sabemos: la tierra no pertenece al hombre, el hombre pertenece a la tierra. Esto sabemos: todo va enlazado, como la sangre que une a una familia. Todo va enlazado. Todo lo que le ocurra a la tierra, les ocurrirá a los hijos de la tierra. El hombre no tejió las tramas de la vida, él es solo un hilo. Lo que hace con la trama se lo hace a sí mismo (Seathl 1991).
El conocimiento indio acerca de lo que significa la territorialidad del blanco, enemiga de la tierra, permite profetizar:
Cuando todos los búfalos hayan sido sacrificados, todos los caballos salvajes amansados y los rincones secretos del bosque se llenen con el olor de muchos hombres y el paisaje de las hermosas colinas esté repleto de cables que hablan... ¿Dónde estará el matorral? Destruido. ¿Dónde estará el águila? Desaparecida. Se acabará la pradera, la planta que crece, el animal que corre veloz... se acabará la caza. Terminará la vida y empezará la desolación.

Cuando el último hombre pielroja haya desaparecido de la tierra y su memoria sea solamente la sombra de una nube cruzando la pradera, estas orillas arenosas y estas tierras aún albergarán el espíritu de mi pueblo, porque amamos estas tierras como el recién nacido ama el latido del corazón de su madre (Seathl 1991).
Es claro cómo, aunque el propio jefe Seathl emplee repetidamente la palabra “sagrada” para referirse a la tierra y a todo lo que existe sobre ella, esto no tiene nada que ver con religión ni con que se le asigne un carácter sobrenatural o divino; la actitud que se propone frente a ella es la del respeto, un respeto entre seres —cuyo conjunto es el cosmos— que comparten la misma vida, aunque ésta asuma formas muy diversas.

El mama de la Sierra Nevada de Santa Marta, Ramón Gil Barros (1989), explica que la relación entre el hombre y la tierra es una relación activa, de intercambio, de reciprocidad, en la cual cada uno tiene un papel particular y definido. Para que la naturaleza y el cosmos entero se mantengan, la tierra y los hombres deben actuar juntos; estos últimos deben llevar a cabo acciones de mantenimiento, intercambio y reproducción con sus “ofrendas”. Así lo ha entendido Gerardo Reichel-Dolmatoff (1975: 209):
Esta visión de un “todo” formado por innumerables componentes que constituyen algo coherente e integrado, bien puede considerarse como uno de los grandes logros del pensamiento kogui. Para ellos, la interrelación de las partes —sea a escala macrocósmica o microcósmica— es el modelo de la vida humana, no en un sentido de un mecanicismo automático, sino asignando al individuo gran responsabilidad personal por el funcionamiento del universo y sus componentes (subrayado mío).
NATURALEZA, VIDA Y ARQUEOLOGÍA

Gil Barros denuncia, al mismo tiempo, los obstáculos que los arqueólogos oponen a este trabajo, colocando en grave peligro la subsistencia del mundo con su permanente violación de los espacios “sagrados”, que lo son, no porque en ellos moren los dioses, sino, al contrario, porque allí se encuentran las raíces de los seres de la naturaleza y, entre ellas, las del hombre y su pensamiento:
Las terrazas de piedra de las ciudades antiguas son como corrales donde viven los animales en forma espiritual. Son los lugares sagrados de las dantas, los paujiles, los armadillos, los monos, las ranas y de todos los animales. Es desde allí que se cuidan y se protegen, donde se hace pagamento a los dueños de cada especie. La historia dice: “Los animales que tienen vida hay que respetarlos y así mismo las terrazas”. Cuando el gobierno dice que hay que cuidar la fauna nosotros pensamos: “Pero si han guaqueado todas las terrazas y se han llevado nuestros símbolos, sus Padres y sus Madres, ¿cómo vamos a cuidarlos?, ¿cómo los vamos a proteger? Se van a morir muchos animales porque ya no tienen su corral. Los arqueólogos, para estudiar, se han llevado los sapos, los pájaros de oro, luego echaron tierra y lo taparon todo”. Parece que quieren acabar con los animalitos; ellos también quieren vivir; cuando se acaben, también nosotros nos vamos a acabar (Gil Barros 1989: 19, subrayados míos).
Y explica la importancia de los objetos que los indios de la Sierra Nevada de Santa Marta han enterrado a lo largo de su vida y que, ahora, arqueólogos y guaqueros desentierran y se llevan:
En las terrazas están las tumas que son piedritas talladas. Las rojas son para la sangre [...] La tuma blanca es el agua. Nosotros tenemos agua y si la botamos podemos morir, igual que si botamos toda la sangre. La tuma blanca también sirve para que haya abundancia de agua y por eso están enterradas. Son las dueñas de todos los manantiales que nacen en la Sierra, son los ríos espirituales.

La tuma verde representa los árboles. Los hermanos menores quieren es hacer negocio con ellos y no se dan cuenta que sin árboles no se puede vivir. Nosotros somos árboles y los árboles son gente, también tienen vida. Por eso ahora todos deben aprender la historia (Gil Barros 1989, subrayado mío).
Pero no todo es material:
La tuma negra es para lo espiritual, para el pensamiento. Aunque uno esté aquí sentado, el espíritu trabaja, porque espiritualmente se construye todo lo que se va a hacer materialmente. ¿Cómo podremos trabajar si se llevan todas las tumas negras para hacer negocio? (Gil Barros 1989: 20).
Sin embargo, el problema no radica en la buena o mala voluntad de los blancos, estamos ante un caso de ignorancia:
Hermanito menor no tiene la vista para ver que hace mal, que hace daño, que destruye. Corta el cerro para hacer carretera y piensa que hace un bien para todos. Materialmente, puede que lo haga, pero espiritualmente está violando la ley, porque es como cortarle un pedazo de mano, mutilarla, y todo la Madre Tierra sufre (Gil Barros 1989, subrayado mío).

RELACION NATURALEZA-HUMANIDAD

En las líneas anteriores reaparece la misma profunda inquietud didáctica del jefe Seathl hacia los blancos, que somos incapaces de ver la realidad de lo que representa la tierra para el hombre, que no tenemos vista para ello y que, con profunda arrogancia, nos consideramos sus dueños y dominadores, los sabios que conocemos cómo son las cosas. En cambio, los indios pueden ver y, por eso, saben:
Nosotros somos primitivos, venimos desde el Nueve Profundo. Conocemos la sabiduría, el poder, la historia, leemos la tierra, la piedra, los árboles, las arenas, los colores... Sabemos leer todo (Gil Barros 1989: 22, subrayados míos).
Pero, al contrario de lo que ocurre entre nosotros, el conocimiento no es un poder que da dominio sino que, por el contrario, impone una responsabilidad especial —mayor— para aquellos que lo alcanzan:
Cuando dejemos de cuidar todo, será el final del mundo porque no habrá quien cuide los árboles, los animales, la fauna, la tierra, la brisa. Entonces Serankua dirá: “Hoy se acabaron todos los Hermanos mayores, los que cuidaban todo; hay que terminar el mundo”.

Porque nosotros somos árboles y los árboles son gente, nosotros somos agua y las aguas son personas, somos brisa y si no hay atmósfera podemos morir en un instante. Estamos gastando la atmósfera y si ella muere, nosotros también.

Porque si nuestro Hermanito menor no conoce la verdad profunda y quiere negociar con la Madre Tierra, de pronto puede sentir dolor, recibir un golpe en su pierna, en su cabeza, en sus ojos, en sus oídos, de pronto llorará por desobedecer, por maltratar a la Madre Tierra (Gil Barros 1989: 23-24, subrayado mío).
La importancia de esta madre para los koguis es expresada así por Reichel-Dolmatoff (1975: 205):
La Madre Universal, única poseedora del arte de hilar y tejer, tomó su inmenso huso y lo clavó verticalmente en la tierra recién creada. Lo puso en el centro de la Sierra Nevada, atravesó su pico más alto, y dijo: “¡Esto es kalvasánkua, el poste central del mundo!”. Al decir eso desprendió de la punta del huso una hebra de hilo de algodón y, con su extremo, trazó un círculo alrededor del eje vertical, declarando: “¡Ésta será la tierra de mis hijos!”. Ahora bien: el volante de huso que es plano discoide representa nuestra tierra, la tierra negra, la quinta en la secuencia de las nueve tierras.
Por eso, si el hombre blanco, aunque no pueda ver, está dispuesto a escuchar, a aprender, a trabajar en relación con la tierra en unión con los indios, “aún es tiempo porque el Sol todavía no se ha apagado, aún está vivo... Aún es tiempo de vivir” (Gil Barros 1989: 22-23).

En otra parte (Vasco 1993: 132) he escrito, refiriéndome a la manera como los embera-chamí piensan los lugares situados hacia los nacimientos de los ríos:
Hacia arriba, hacia los nacimientos del agua, está el orden de la selva en todo su vigor; se trata de sitios peligrosos, temibles, que casi nunca se visitan, están de parte de lo salvaje, en ellos habita pakoré. Numerosos son los relatos que narran de gentes embera que alcanzaron un sitio de estos, donde encontraron montañas enteras de monstruosos uánganos, los cuales los persiguieron monte abajo hasta que lograron llegar a refugiarse en sus casas. Hacia abajo, hacia las bocanas está el lugar de los hombres, el espacio ya humanizado donde se puede vivir.
En este texto se observa una de las peculiaridades que se han atribuido a los llamados “espacios sagrados”, la peligrosidad. Pero ésta no deviene de ningún elemento que pueda considerarse sagrado, antes bien, las cabeceras son el lugar de lo puramente natural, el lugar que corresponde a seres que, aunque monstruosos, son vistos como naturales. Incluso, algunos embera que se han visto obligados a refugiarse en esos sitios, como ocurrió durante el proceso de la conquista española, siguen siendo vistos como embera, pero ahora marcados por lo salvaje, pues se vuelven caníbales y, por lo tanto, peligrosos; no dejan de ser hombres, pero entran a compartir el carácter de lo natural y se hacen “cimarrones”.

El carácter prohibido de estos sitios no presenta, pues, ninguna connotación verdaderamente sagrada ni vinculada con dioses, cultos u otros elementos religiosos. Se trata simplemente de una distribución del conjunto del espacio en territorios correspondientes a distintos “dueños” y que deben ser respetados. La invasión del territorio ajeno es lo que conlleva el peligro, como lo tiene el penetrar al de otros grupos humanos, los cuna, por ejemplo, con quienes los embera sostuvieron frecuentes y prolongados conflictos mediante los cuales definieron y delimitaron su territorialidad respectiva.

En el otro lado de Colombia, Ignacio Makuna (citado por Kaj Arhem 1993: 112), del río Comeña, cuenta:
Los peces son gente; son “gente pez” (wai masa). Ellos tienen casas como las nuestras. Hay peces que se alimentan de frutas, semillas e insectos que flotan en la superficie del río. Los árboles frutales que crecen en las riberas son sus chagras, las frutas son sus cultivos. Cuando las frutas y semillas caen en el río, los peces están recogiendo sus cosechas. Los peces tienen sus propios canastos en los que recogen su comida. Sin los canastos no podrían recoger comida...
Así expresa claramente la distribución de territorios diversos en el seno de un cosmos que hay que compartir entre seres distintos, los peces, los animales de cacería y otros, en la medida en que todos ellos son gente, aunque asumen múltiples formas, y tienen derechos a sus casas y demás espacios necesarios para desarrollar sus propias vidas plenamente.

Estos seres viven de manera que repite la de los hombres, en mundos que son paralelos al de estos:
En cada río hay casas de peces; casas en las que los peces nacen y dan vida a nuevas generaciones de peces, en las que bailan, se reproducen y multiplican, y a las que regresan sus espíritus al morir...

El río es un mundo diferente, un mundo en sí mismo con sus propias reglas. Los peces son su gente. Y allí viven anacondas y otros seres acuáticos como el hawa; ellos son los capitanes, los dueños del mundo del río. Para los peces el agua del río es como el aire; ellos respiran en el agua como si ella fuera aire. Pero el río mismo está vivo; respira y se mueve... Cuando la gente lo tapa con redes y muchas trampas, ellos lo estrangulan. Ellos lo matan y matan a la gente pez que vive ahí. El río muere; el mundo del río se vuelve vacío, estéril, sin vida... (Arhem 1993: 113-114, subrayados míos).
Todo es vivo, el conjunto todo de la naturaleza, incluido el hombre, es una gran cadena vital; todo está interrelacionado por la vida en una gran unidad.

En el pasado, estos mundos no estaban separados entre sí, al contrario, los ancestros de los humanos compartieron las actividades rituales con los antepasados de los animales:
El río tiene memoria, tiene historia, está lleno de nombres que cuentan historias de tiempos antiguos, cuando los peces eran gente y los ancestros caminaban por los senderos que son los ríos de hoy. Los ancestros construyeron malocas, bailaron, se visitaron, bebieron yagé y mostraron los yuruparis a sus jóvenes como lo hacen los hombres hoy en día. Los sitios donde los ancestros y la gente pez tomaron yagé, tocaron los instrumentos de yuruparí y se pusieron sus distintivos de baile sagrados son llamados wai huna hori (“lugares-donde-los-peces-causan-dolor”). Está prohibido pescar en estos lugares y es peligroso comer pescados atrapados ahí, porque cuando los peces viajan hacia allí ellos reciben los poderes que contienen —el yagé ancestral, los potentes coca y tabaco... (Arhem 1993: 114, subrayado mío).
En el párrafo anterior se hace evidente que la peligrosidad de los sitios mismos o de pescar en ellos o de consumir los productos de la pesca no viene de ningún origen de tipo religioso ni hay en ello nada que tenga visos de sacralidad. Esto que ocurre con los peces sucede de igual forma con los animales del monte:
Los animales de caza son gente. Ellos tienen su propia mente (inaya keti oca) y sus propios pensamientos (inaya tuorise), lo mismo que los hombres. Su mente es incluso más fuerte que la de los hombres. Ellos pueden vernos y oírnos aun cuando nosotros no podemos verlos u oírlos a ellos. Ellos tienen malocas y comunidades, tienen sus propias danzas y su propia parafernalia ritual e instrumentos. Ellos tienen capitanes, chamanes, cantores, bailadores y sus propios trabajadores (josa) [...] Las colinas de las cabeceras de los ríos y caños son las casas de los animales de cacería. Para nosotros parecen selva o colinas rocosas, pero para los animales que las habitan son malocas como las nuestras, con techos de hoja tejida, paredes y el frente pintado. Cada clase de animal de caza tiene su propia casa, donde nació, donde crió nuevas generaciones de animales, y donde su alma retorna después de morir...

Esas casas contienen su coca y rapé, sus ollas de yagé y sus canoas de chicha, sus pinturas y ornamentos rituales (Arhem 1993: 116, subrayados míos).
Es importante recalcar cómo los makuna atribuyen a los animales no sólo una vida material similar a la de los humanos, sino también una vida ritual semejante, con los mismos ornamentos y actividades, es decir, una vida espiritual, intelectual, como la de los hombres:
Como los animales de cacería bailan y beben en sus malocas de baile toda estación del año, es peligroso matarlos y comer su carne; sus cuerpos contienen todas las sustancias poderosas que ellos han consumido, la pintura y los ornamentos rituales que visten. Todas esas sustancias y cosas nos enfermarían si comiéramos carne “no bendecida” (Arhem 1993: 117).
De esta actividad espiritual-ritual proviene, sin lugar a dudas, el peligro —pues así se plantea en forma explícita—; puede verse, entonces, qué lejos se está de cualquier noción de sacralidad o vinculación con seres divinos, así como de la realización de actividades que puedan asimilarse a cultos.

Lo único que puede conducir a dar la impresión de sacralidad o de sobrenaturaleza es la incapacidad de ver la esencia de las cosas, aquella que se oculta detrás de su apariencia cotidiana, aquella que todos vemos. Los indios disponen de sus sabios que pueden verla y, por ello, saben. No ocurre así con los antropólogos, no capacitados para ver y, por lo tanto, para apreciar el carácter natural que subyace a estos seres y sitios:
Lo que para nosotros es un salado de danta, lugar empantanado y embarrado lleno de moscas, a los ojos del chamán es una maloca grande, bellamente pintada, rodeada de árboles frutales alrededor de un patio de arena limpio y chagras donde la gente danta cultiva su alimento [...] Los salados, entonces, son lugares sagrados. Nuestros abuelos tenían mucho respeto por los salados; rara vez cazaban dantas en los salados, nunca construían malocas o tumbaban el monte para las huertas cerca de los salados. Ellos no querían molestar a la gente danta. Cuando ellos pasaban por un salado, paraban y agradecían a su dueño, le ofrecían coca y tabaco como muestra de su respeto por él (Arhem 1993: 118).
No hay ningún rastro de culto aquí; las dantas no son, entonces, los dioses de los makuna, tampoco seres sobrenaturales, divinos o peligrosos en sí mismos. Pero las relaciones con ellas están claramente delimitadas y signadas por el respeto y la reciprocidad, basados ambos en el conocimiento de que bajo sus vestidos de dantas ellas también son gente:
En nuestra visión las dantas se ven como animales, pero en la del chamán ellas son gente. Una danta es una persona vestida con piel de danta. En las casas de la gente danta, las pieles cuelgan a lo largo de las paredes como las camisas de los hombres blancos. Cuando una danta entra en su casa, ella se quita su camisa y se transforma en una persona. Dentro de sus casas los animales son gente como nosotros, ellos comen y beben, toman coca y rapé y bailan como lo hace la gente. Cuando dejan sus casas se ponen sus pieles y se convierten en animales (Arhem 1993: 119, subrayados míos).
Es muy obvio que no se trata de que las casas de las dantas —los salados— sean lugares sagrados de algún tipo, aunque sea ese el concepto que Ignacio emplea para expresarse en castellano. Se trata de un problema definitivamente territorial. Todos los animales son gente como los hombres, aunque, por supuesto, otra clase de gente. El espacio y sus recursos deben ser distribuidos entre esas diferentes gentes, incluyendo a los seres humanos; todas ellas tienen sus derechos y el territorio global debe ser delimitado internamente entre ellas. Hay lugares para las malocas y las chagras de los hombres, los hay para las de los peces, los hay para las de las dantas, etc. Y para que ellos y ellas realicen sus actividades cotidianas.

TERRITORIO, HISTORIA Y VIDA

En la visión indígena makuna, las casas y lugares de las distintas gentes deben ser respetados y está mal que los hombres vayan a matar a las dantas, los peces y otros animales en sus propias casas. Sagrado únicamente significa, aquí, en este contexto, que se trata de los territorios de otras gentes y que estos deben ser respetados. Otro tanto sucede entre los kogui:
Los cerros, grandes y pequeños, de forma cónica son todos templos (nuhuá-xalda) y se agrupan en una gran población que es la Sierra Nevada. En cada una suponen que exista gran número de habitantes, sea la parentela del dueño de un fenómeno natural, o sea de ciertos animales. En la obscuridad de las entrañas de estas inmensas moradas están las personificaciones de los vientos y las enfermedades, de murciélagos, venados o armadillos, de una multitud de seres que viven allí su vida secreta pero a la vez tan parecida a la de los seres humanos (Reichel-Dolmatoff 1975: 205, subrayado mío).
Aunque Reichel-Dolmatoff, imbuido por la idea de la religiosidad de los kogui, llama templos y, por lo mismo, lugares sagrados a estos sitios de habitación de los animales o fenómenos de la naturaleza. Esto se aprecia mejor si consideramos las ideas koguis acerca del sol:
Es un hecho que los templos se construyen en posiciones tales que, en el curso del año, el sol alcanza a marcar en el suelo un rectángulo delimitado por los cuatro fogones. Es pues el mismo sol que define el espacio sagrado (Reichel-Dolmatoff 1975: 216, subrayado mío).
Quizá podría tratarse de un “espacio sagrado”, como lo afirma el autor, si el sol fuera considerado por los koguis como un dios, pero no es así en este caso; el sol es pensado como un mamo, un especialista kogui en el conocimiento, un sabio tradicional, quien sobresale, por otra parte, en el ejercicio de una actividad definitivamente “profana”, humana, el tejido:
El sol es un gran tejedor. Al imaginarse nuestra tierra como un inmenso telar alrededor del cual el sol se mueve en un movimiento espiral de vaivén, los kogui dicen que “el sol está tejiendo” (Reichel-Dolmatoff 1975: 221).
Entre los guambianos, el territorio está diferenciado, entre otros criterios, por la verticalidad. Arriba está el páramo, el lugar de lo natural, que no es sitio de residencia de los hombres sino de Pishimisak, ser que constituye la esencia del agua del páramo, de lo fresco, de quien los guambianos se dicen hijos. Pero es también el espacio de los orígenes, de las lagunas, especialmente la de Piendamó que es “como una matriz, como un corazón” (Vasco, Dagua y Aranda 1989: 1); de allá nace la cultura y los guambianos se consideran gente del agua.

Este espacio es peligroso, pero no sagrado. No es lugar de dioses, sino lugar lleno de sentidos que requieren hacia él y en él un comportamiento especial, expresión de una relación específica, diferente a aquella que se tiene hacia otros lugares. Es una relación de intercambio, de latá-lata, igual-igual pero teniendo en cuenta la diferencia. A cambio de sus dones, los hombres ofrecen refresco a Pishimisak y respetan su territorio, así como el de rayo, trueno, lluvia del páramo.

Según la historia, de las partes altas, nacidos de las aguas de las lagunas y los derrumbes, vinieron los caciques y cacicas que trajeron la cultura y jugaron un papel preponderante en la estructuración social de los guambianos como pueblo. Por eso son importantes los sitios donde nacen los caciques, pero también aquellos donde vivieron, como la planada de Nuyapale, sitio de residencia de mamá Manela Caramaya y de doña Teresita de la Estrella. Son sitios de respeto, impregnados aún por sus presencias, que no tuvieron ni tienen nada de divinas. Así mismo, son importantes los túneles que recorrió don Juan Tama y que comunican el territorio guambiano con el de los paeces, lugares misteriosos, pero no sagrados. Joanne Rappaport (1982: 16, 28) ha planteado, en referencia a los paeces:
Nasa Kiwe —País Páez—, este nombre significa muchas cosas a los habitantes de Tierradentro [...] Aunque el territorio trasciende el espacio físico, también lo comprende [...] Es evidente que no sólo se debe “ver” el territorio, sino que también es necesario caminarlo.


Es decir que se trata de un territorio para los hombres, para que estos lo enfrenten activamente mediante su hacer.

El territorio indio es, pues, un global, como ellos mismos dicen; en él se concentran todos los elementos que constituyen la vida de una sociedad en un momento dado, pero también su historia, un espacio que se prolonga en el tiempo: Kiwe une lo económico con lo político-ideológico. También expresa la continuidad entre el individuo y la comunidad” (Rappaport 1982: 29).

Esta unidad de diversos niveles de la vida social en la territorialidad es la base de la “ceguera” que sufren los antropólogos. Ante los ojos de estos, los espacios aparecen demasiado cargados de sentidos que no logran captar, y lo expresan con el concepto de sacralidad. Por eso, cualquier intento válido de comprender el sentido de un “espacio sagrado” exige analizarlo en los contextos social, político, económico, ideológico, histórico, etc. De otra manera, se acabará por asimilarlo, como casi siempre se hace, a una sacralidad de origen religioso que no existió entre los indios. La misma Rappaport (1982: 262) es víctima de esta confusión cuando considera los lugares de observación astronómica, básicos para la fijación del calendario agrícola, como sitios sagrados.

Avanzando en esta dirección, hay que entender que un territorio no es una cosa ni es algo dado, es un conjunto de relaciones mediante las cuales una sociedad se apropia de un espacio y de sus recursos y, por supuesto, incluye tal espacio. Entre los guambianos del Cauca, su lengua expresa este contenido; la palabra que emplean para territorio es pirau, y su sentido comprende no solo el espacio dentro del cual viven, sino también a la gente que lo habita y la manera de relacionarse con él; para ellos es impensable, inconcebible, tratar de imaginar el territorio aparte de la gente.

Pero la apropiación de un espacio de la geografía, la creación de tal sistema de relaciones, es un proceso histórico que, además, no termina ni se consolida definitivamente, sino que se encuentra en permanente proceso de cambio, es decir, que es por completo fluido.

El hecho de esta producción del territorio en y por la historia del grupo social hace que tal historia quede “impresa”, deje marcadas sus huellas sobre el espacio apropiado. Sobre él, los indios distinguen los lugares de ocurrencia de esa historia: sitios de emergencia y origen, límites, lugares asociados con los personajes importantes, sitios de diversos acontecimientos de peso en la vida de la sociedad, caminos y recorridos, etc. En esto radica la importancia del estudio de la toponimia, del conjunto de los nombres dados por una sociedad a su espacio, que es clave en este sentido. Así ocurre en la vida cotidiana tradicional de las sociedades indígenas: para los niños y jóvenes, el aprendizaje de la toponimia es un elemento fundamental en su aprendizaje global de la manera de aprehender el mundo e, incluso, de aprender a vivir en él de una manera determinada, de acuerdo con una cultura específica, la de su sociedad.

Pero el significado histórico no puede confundirse con una sacralidad. A menos que la historia sea una historia sagrada, que no es el caso de los indios. Este espacio es, pues, un espacio histórico, que contiene la historia, lo que es diferente de sagrado. Historia que debe poderse leer para servir de base a la solución de los problemas de hoy, a las luchas de hoy.

El territorio es visto como un espacio humanizado cuando hay la conciencia de que ha sido “hecho con las propias manos”, apropiado a través de la actividad del propio grupo. Solo cuando se lo supone surgido de la actividad de dioses que dejaron su impronta sobre él, se lo sacraliza. Por supuesto, si el grupo social no tiene conciencia del carácter natural del espacio y de sus elementos, si no tiene claridad acerca del proceso mediante el cual hizo suya una determinada geografía, es decir, si no logra descubrir en la conformación territorial lo que ha puesto en ella de sí mismo, es posible que atribuya la producción de este carácter a un dios y lea como divinizado, como sacralizado, lo que sólo está humanizado.

El problema es, pues, el conocimiento acerca de quién ha organizado y organiza el espacio en el cual se vive. Y cómo se interpreta el hecho de que los valores culturales están incorporados dentro de la topografía.


 
 
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