Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
ENTRE SELVA Y PÁRAMO. VIVIENDO Y PENSANDO LA LUCHA INDIA
 

NACIONALIDADES INDÍGENAS Y ESTADO EN COLOMBIA > LA LUCHA POR LAS SIETE LLAVES

En 1996 había transcurrido ya un quinquenio desde la promulgación y entrada en vigencia de la nueva Constitución, y sus efectos negativos sobre la situación y el movimiento de las poblaciones indígenas, así como sobre otros grupos sociales, como los negros o afroamericanos, eran ya inocultables. Para muchos que creyeron en una nueva época de las relaciones entre la sociedad nacional colombiana, con su estado a la cabeza, y las nacionalidades indígenas, comenzaba el período de la decepción, que dura todavía sin alcanzar su clímax.

La situación de marginamiento de las nacionalidades indígenas, legalmente establecida con base en la Ley 89 de 1890 que declaraba que para ellas no regía la legislación colombiana, había terminado; la nueva Constitución determinó que en adelante ellas harían parte cabal de la sociedad colombiana y, por consiguiente, también sus territorios y recursos. Y era lo que estaba ocurriendo. La negociación que se esperaba entre iguales y como el mecanismo que podía regular la manera como los indígenas recibirían todo aquello que se les había “otorgado” había resultado siendo el espacio donde estos solo podían regatear la manera como las políticas y los proyectos oficiales se aplicarían en sus comunidades. Y, para vencer la oposición de algunos dirigentes, los recursos que se les transferían del presupuesto nacional y de otras procedencias eran razón suficiente para persuadirlos; como por lo demás ocurría también con las comunidades, absortas ante la lluvia de dinero que llegaba con los proyectos y que confundía las cabezas a la hora de decidir si se los aceptaba y en qué condiciones.

Una extensa conferencia que dicté en el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional de Colombia, completamente abarrotado por los asistentes a la Cátedra Manuel Ancízar, fue el espacio en el que expuse en forma más sistemática y amplia mis ideas sobre lo que realmente representa la nueva Constitución colombiana y las implicaciones esenciales de su “reconocimiento de la diferencia”, así como de los problemas y las prioridades que de ello se derivan si los indígenas quieren continuar avanzando por el camino por el que transitaron durante las dos décadas anteriores.

LA LUCHA POR LAS SIETE LLAVES

[Conferencia en la III Cátedra Manuel Ancízar: “Colombia contemporánea”, Universidad Nacional de Colombia, 1995. Publicada en Saúl Franco (ed.): Colombia contemporánea. ECOE-IEPRI, Bogotá, 1996, p. 237-266]

PRIMER RECORRIDO

Los indígenas paeces y guambianos del Cauca dicen que conocer es recorrer. Pero, no solo podemos recorrer con nuestros pies, sino que podemos recorrer también con nuestra mente. Para iniciar, entonces, vamos, con nuestro pensamiento, a hacer un rápido recorrido por lo que hoy, en este momento, constituye el territorio de la república de Colombia.

Al comenzar por los ardientes desiertos de la península Guajira, encontramos allí, asentada desde hace siglos, a la población wayúu, conformada por no menos de 300.000 personas repartidas entre Colombia y Venezuela.

Si continuamos avanzando hacia el sur, nos encontramos de repente con el gigantesco macizo de la Sierra Nevada, en el cual habitan poblaciones descendientes de los antiguos tayrona: los iku o arhuacos, los kogui, los wiwa y, ya en las vertientes, los kankuamos y los chimilas.

En el costado izquierdo de nuestro descenso, sobre la Serranía del Perijá y a ambos lados de la frontera, habitan los yupkas o yukos y los barí.

Y, si continuamos nuestro viaje, de norte a sur, de occidente a oriente, vemos que casi toda la geografía colombiana está ocupada por pueblos indígenas: los embera, en el sur de la Costa Atlántica y, junto con los waunaan, en la Costa Pacífica, no solamente de Colombia sino también de Panamá y Ecuador, y los tule-kuna del Caribe colombo-panameño.

Llenando la zona andina, muiscas de la sabana, guambianos, yanaconas y paeces del Cauca, pijaos en el Tolima, pastos, quillacingas, kamsá e ingas en las tierras altas del sur de Nariño y en el Alto Putumayo. En las estribaciones orientales del Cocuy, cobijados a la sombra de las nieves, los tunebos o uwas.

Y si continuamos, ya no por las cordilleras, con sus tierras templadas y frías, sino desbordándonos sobre los llanos y la selva, el número y variedad de estos grupos y de sus lenguas se multiplica. Los sikuani, cuivas y betoyes, los sálibas, makaguanes y piapokos en los llanos. Y, ya en la selva, los grupos que hablan lenguas arawak, aquellos que hablan tukano, los huitotos, sionas, kofanos, decenas que conforman el inmenso mosaico étnico que constituye la amazonía colombiana, y que se extiende más allá, por Brasil, Perú y Venezuela.

En su conjunto, no menos de 80 sociedades diferentes, que hablan cerca de 60 lenguas distintas.

No son solo los indígenas, sin embargo, los que conforman étnicamente a Colombia. Los grupos negros o afrocolombianos ocupan también, en un número más amplio, una gran parte de la geografía más cálida, más tórrida de nuestro país, en las costas, en los valles de los ríos Magdalena, Cauca y Patía. También, todavía en el silencio, como lo estuvieron hasta no hace mucho los indígenas y los afrocolombianos, otras minorías, como los gitanos, recorren o se sedentarizan dentro de las fronteras de este territorio.

Con la Constitución política aprobada en 1991, parecería que por primera vez en la historia de nuestro país, estos grupos han alcanzado un reconocimiento y un respeto.

SEGUNDO RECORRIDO

Para llegar allí y para entender si esto realmente es así, precisamos hacer otro recorrido. Un recorrido con nuestra palabra, a través del pensamiento. Para entender por qué, si cuando llegaron los españoles había varios centenares y, según algunos, miles de grupos aborígenes diferentes, con una población de más de 20 millones, encontramos ahora solo unos 80 grupos diferentes, con una población sobre cuyo número nadie logra ponerse de acuerdo. Algunos hablan de 300 mil, otros hablan de medio millón, otros más hablan hasta de un millón de indígenas.

Algo parecido ocurre con los afrocolombianos. Hay quienes, incluso, afirman que la tercera parte de la actual población colombiana es, al menos en su origen, afrocolombiana. Población que, además, ocupa, en forma creciente, espacios considerables en algunas de las principales ciudades del país.

Para entender también por qué estas poblaciones, indias y negras, han estado sometidas a un proceso que, sobre todo en el período republicano y so capa de los derechos del hombre de libertad, igualdad y fraternidad, pregonados por la revolución francesa y por nuestros dirigentes, han estado sometidas no solamente a un permanente proceso de despojo de sus territorios, de saqueo de sus riquezas y recursos humanos y naturales, de su fuerza de trabajo, sino también a un proceso persistente de negación de pensamiento y de cultura.

Para ello, no es necesario remontarnos a las discusiones de los grandes teólogos de los primeros años de la conquista y de la colonia para decidir si los indios y los negros eran gente, si tenían o no alma, para concluir, finalmente, en que los indios sí la tienen, pero que de los negros no se puede decir nada con seguridad.

Tampoco dilucidar si esto pertenece o no a la leyenda negra de la conquista y de la colonia, si solo fue algo de las primeras épocas o solo del oscurantismo colonial, y terminó con la luz de la libertad.

Quiero referirme, sí, en este recorrido por el pensamiento, a algunos de los fundadores de la Colombia moderna de este siglo, a los próceres de los partidos y las clases que todavía nos gobiernan, para entenderlos. Si mencionáramos, si nos encontráramos en nuestro recorrido con gente del siglo pasado, podría pensarse que nuestro país realmente se ha hecho moderno solo en este siglo y que no vale la pena recordar aquellos momentos de su infancia.

En 1907, Rafael Uribe Uribe, cuya importancia todos reconocen, miraba así el problema de los indígenas en Colombia. En una memoria significativamente titulada “Reducción de los salvajes”, escribía al Presidente de la República, al Congreso y a todas las altas autoridades del país, entre muchas otras cosas, la siguiente:
Como se ve, la población cristiana posee apenas una reducida porción de la parte central de esa enorme área llamada Colombia: casi toda la circunferencia está en poder del salvaje, que posee también las regiones más fértiles..... De manera que en la mayor porción del suelo patrio no pueden establecerse familias nacionales o extranjeras sin exponerse a los ataques de los bárbaros..... De donde se deduce que domesticarlos..... equivale a verificar la conquista de un territorio casi del tamaño de Europa y con certeza más rico..... Evidentemente, el hecho de la existencia de 300.000 bárbaros dominando la mayor parte del territorio colombiano, donde no puede penetrar la civilización, por el obstáculo que le oponen esos miles de salvajes, muchos de ellos aguerridos y que no entienden nuestra lengua, pudiendo hacer, como ya sucede, irrupción contra los cristianos, es un embarazo para el progreso y un peligro que crecerá en razón directa con la multiplicación de los indios...... Repito que la cuestión no versa únicamente sobre la utilidad que de ellos podemos sacar, sino también sobre los riesgos y gastos que se nos impondrán si no cuidamos de amansarlos desde ahora. Abandonados a su natural desenvolvimiento, no tardará el día en que tengamos que derramar su sangre y la nuestra para contenerlos (citado por Findji 1983: 500-501).
Y el mismo autor, cumbre ideológica del Partido Liberal y uno de los padres de la patria, agrega:
El constante testimonio de la Historia y de la experiencia contemporánea demuestran que dondequiera que una raza civilizada se pone en contacto con una raza bárbara, se plantea ipso facto este dilema: la primera se ve forzada a exterminar o esclavizar la segunda, o enseñarle su lengua (citado por Pineda Camacho 1984: 207).
Resulta sorprendente, si tenemos en cuenta lo que se nos ha solido enseñar y lo que constituye nuestro pensamiento común, que uno de los prohombres del Partido Liberal, nos cuente, en este siglo, que la conquista todavía no ha terminado y que Colombia tiene por conquistar unos territorios y una población más grandes y más ricos que Europa.

Sin embargo, todo parece indicar que, pese a las políticas que se pusieron en práctica para lograr eso (Uribe Uribe recomendaba un plan de “domesticación de los bárbaros” con la utilización simultánea de colonias militares, cuerpos de intérpretes y misioneros), los grupos indios no permitieron que terminara la conquista.

En los años 20, en un debate en el Senado, una de las “glorias nacionales”, el poeta payanés Guillermo Valencia, el mismo que acudió en 1917 al Puente del Humilladero en Popayán, con toda la clase dirigente, con sus políticos, terratenientes, poetas y obispos, a burlarse, insultar y escupir al indio Quintín Lame hecho prisionero, nos dice, en una forma no tan poética:
Las agrupaciones de la primera clase (indígenas en posesión de un territorio continuo subdividido en resguardos) tienen suma importancia para la vida nacional. Constitúyenlas restos de antiguas tribus bárbaras que conservan los instintos atávicos de crueldad, de desconfianza y odio al blanco. Las parcialidades de Tierradentro son modelo preciso de tal género. Descendientes de los antiguos paeces, mantienen su instinto guerrero y guardan siempre vivo el ímpetu de reconquista. Cerrados a todo influjo que provenga del blanco, solo la voz del sacerdote alcanza un poder limitado sobre ellos..... Es desalentadora la obra de asimilación que se intenta sobre ellos.....

Es menester que la República obre ya directamente sobre aquellos núcleos, sacando el problema del romanticismo palabrero al de la realidad sociológica. Es urgente la asimilación de aquellos grupos, su inserción en nuestra vida orgánica. Es menester acabar con aquellas costumbres ancestrales que paralizan en ellos toda iniciativa, que los llevan a borrar en sus hijos hasta las huellas de civilización que penosamente les imprimen en almas y cuerpos. Es menester transformar en colombianos aptos aquellos exponentes de inutilidad aborigen que se consumen en la desidia, el rencor y el desaliento. Para esto es indispensable ir con mano resuelta a la división de los resguardos.....

La República se sorprenderá cuando sepa de que es dueña en las mejores tierras del macizo andino, sobre todo en la Cordillera Central. Minas de oro, fuentes saladas, caleras, bosques preciosísimos, mantenidos hoy bajo siete llaves por quienes son incapaces de beneficiarlos y que se abrirán francos a la competencia nacional (Valencia 1924: 8-10).
Todavía, nos dice Guillermo Valencia, esta vez sin metro y sin rima, inmensas riquezas están en manos de los indios y Colombia está en mora de conquistarlas.

Pasan los años y nos encontramos, ya en los albores de la década del treinta, con quienes orientan el país y proponen sus programas de gobierno. Oigamos, porque la letra escrita lo permite, a Laureano Gómez en su conferencia de 1929 en el Teatro Municipal de Bogotá. No vamos a acompañarlo en todo su recorrido por la geografía patria, cuya idea central es la misma de Valencia que acabo de mencionar, pero ya no referida solo a los indios, sino a Colombia: somos un inmenso depósito de riquezas naturales que no somos capaces de aprovechar.

Miremos su análisis de nuestra población, de nosotros mismos, de este pueblo y este país que él gobernó y que sus descendientes, por parentesco o por pensamiento, han seguido gobernando y aspiran a gobernar. Después de pasar revista a nuestra herencia española, muy noble de sangre, muy regular de cultura, pues España sólo produce guerreros y santos, como él nos dice, pero no creadores de civilización ni de cultura, añade:
Nuestra raza proviene de la mezcla de españoles, de indios y de negros. Los dos últimos caudales de herencia son estigmas de completa inferioridad.....

Otros primitivos pobladores de nuestro territorio fueron los africanos, que los españoles trajeron para dominar con ellos la naturaleza áspera y huraña. El espíritu del negro, rudimentario e informe, como que permanece en una perpetua infantilidad. La bruma de una eterna ilusión lo envuelve y el prodigioso don de mentir es la manifestación de esa falsa imagen de las cosas, de la ofuscación que le produce el espectáculo del mundo, del terror de hallarse abandonado y disminuido en el concierto humano.

La otra raza salvaje, la raza indígena de la tierra americana, segundo de los elementos bárbaros de nuestra civilización, ha transmitido a sus descendientes el pavor de su vencimiento. En el rencor de la derrota, parece haberse refugiado en el disimulo taciturno y la cazurrería insincera y maliciosa. Afecta una completa indiferencia por las palpitaciones de la vida nacional, parece resignada a la miseria y a la insignificancia. Está narcotizada por la tristeza del desierto, embriagada con la melancolía de sus páramos y sus bosques (Gómez 1970: 44, 46-47).
Pero los políticos, y sobre todo cuando están en plan de dirigir un país, de fijar los derroteros que lo han de llevar hacia adelante, no solamente analizan, también concluyen, y esta es la conclusión de Laureano Gómez:
Bástenos con saber que ni por el origen español, ni por las influencias africana y americana, es la nuestra una raza privilegiada para el establecimiento de una cultura fundamental, ni la conquista de una civilización independiente y autóctona.....

El problema se llena de sombras cuando se considera que la situación de nuestro país en el globo terrestre establece una suerte de determinismo geográfico. La distribución del calor y de la humedad no hace apto nuestro territorio para el establecimiento de una buena organización social. Somos una especie de inmenso invernadero, un depósito de incalculables riquezas naturales, que no hemos podido disfrutar, porque la raza no está acondicionada para hacerlo. Pero en nuestra vecindad inmediata, encima del Trópico de Cáncer, hay una vasta sociedad humana, definitivamente constituida e industrializada, la que habita la América septentrional, o sea, en la zona templada y fría, que ambiciona y que necesita disfrutar del inmenso almacén de materias primas que se encuentra en nuestro suelo, y que posee todos los recursos y la técnica necesarios para aprovecharlos.

Hallámosnos, pues, en presencia de un conflicto biológico. Las agrupaciones formadas en marcos naturales idóneos tienden a desbordarse sobre aquellas otras en que el hombre, peor instalado, no domina; antes, es dominado por la exuberante naturaleza, que al mimarlo, brindándole una vida fácil, aunque miserable..... lo reblandece y subordina a los que se fortalecieron en ásperas batallas por la conquista de un positivo bienestar y fueron además favorecidos por otras circunstancias como la sangre, la posición y los contactos con la cultura universal.

Horroriza pensar que el desenlace esté ya escrito en el libro del destino de América. ¿Seremos ineluctablemente presa de los americanos del Norte? (Gómez 1970: 49, 52-53).
Se trata, además, de un pensamiento consistente. Del mismo modo como Valencia mira los indios y su relación con la sociedad colombiana, Gómez nos mira a nosotros y nuestra relación con los Estados Unidos de América del Norte. Y las conclusiones son idénticas: así como nosotros necesitamos ser dueños de las riquezas de los indios, los Estados Unidos pueden y necesitan ser dueños de las nuestras.

Pero, se dirá, ese es el ideario de la derecha conservadora. Oigamos, entonces, en los años 40, a uno de los fundadores de la ciencia social colombiana, a uno de los precursores de la sociología, a una de las personas que como ministro de educación en el gobierno de Alfonso López Pumarejo tuvo mucho que ver con la existencia y desarrollo, con la modernización de la Universidad Nacional, Luis López de Mesa.

López se pasea por Colombia, recorre nuestro territorio, y éste hace surgir en su conciencia liberal los mismos sentimientos e idénticas reflexiones que provoca en la supuestamente antagónica mentalidad conservadora. No voy a extenderme contando cómo él mismo reconoce que la selva le produce pavor y le genera dudas acerca de cómo puede vivir el ser humano en ese inmenso caos que lo aprisiona, “en ese ambiente de lo inesperado, de la traición, de lo inextricable y sombrío”, donde la vista no tiene horizonte, donde los pies no pueden caminar en línea recta hacia adelante, donde el hombre se ofusca por los rigores del trópico (1970: 51). Voy a citar solamente dos pequeños apartes:
Este cuadro tiene aspectos excepcionales por ambos extremos. En las capas inferiores de predominio aborigen, tanto en ciudades como en regiones campesinas, se observa todavía la moral relajada de un pueblo ignorante y deprimido durante los siglos de la colonia, y tal vez no preparado nunca antes para las reacciones de una ética espiritual..... De ahí que sea notable todavía un comportamiento indeseable, tal el poco respeto por la propiedad ajena, la crueldad fría, casi torpe, de sus castigos y venganzas, la incuria en sus relaciones sexuales, que va hasta el incesto, la mentira y la falsedad en todas sus formas, la embriaguez que busca para alejarse de la realidad y como única expansión de ánimo o lenitivo a su alcance.

Sobre estas materias de la civilización de los aborígenes americanos la historia y la sociología tienen una palabra que añadir: y es que solo el cruzamiento con las razas superiores saca al indígena de su postración cultural y fisiológica. De ahí que el esfuerzo catequista de varios siglos en nuestras selvas del sur y en las estepas del oriente, con un gasto que ya monta a muchos millones desde el tiempo de la colonia hasta nuestros días, no está representado por nada, por absolutamente nada que no sea el relato anual de los inmensos sacrificios que hacen los misioneros en meterse en esas desoladas regiones de cuando en cuando para bautizar por la décima vez a los mismos salvajes que eternamente permanecen salvajes. Son cincuenta mil indios que allá viven, que allá han vivido, y cuya educación total en Oxford habría costado a la República menos tal vez que la secular tarea de evangelizarlos cada año nuevamente (López de Mesa 1970: 75, 113).
No es, por supuesto, con la población colombiana que hay que cruzarlos; no somos nosotros, los colombianos, quienes constituimos las razas superiores que podemos sacar a los indios de su postración y su miseria cruzándonos con ellos. Son, en el programa de López, los europeos, y su propuesta es estimular una gran emigración europea para que se cruce con los indios; y, aunque no lo dice, su análisis de lo que es la raza colombiana mestiza permite deducirlo, también con nosotros.

EL EXTERMINIO

Con esta clase de pensamiento campeando entre las clases dirigentes, podemos entender que a finales de los años 60, para mencionar solamente un caso, se produzca un acontecimiento que horrorizó a una parte del país en esa época, la llamada masacre de La Rubiera. Una comunidad de indios cuivas fue invitada a una hacienda ganadera a comer y, mientras lo hacían, 18 de sus 20 miembros, hombres, mujeres y niños, fueron masacrados a bala y machete; luego, arrastraron los cadáveres amarrados a la cola de los caballos hasta un lugar vecino y allí los rociaron con gasolina y los quemaron. Cuando fueron detenidos los asesinos, su defensa se basó en un argumento, que primero se creyó inventado y que luego resultó verdadero: no sabíamos que matar indios era malo, pensamos que los indios son como las fieras salvajes, como las plagas; no sabíamos que matar indios era malo.

Lo más golpeante es que el jurado acogió su tesis y los absolvió. Y se descubrió que existía, en una vasta región del país, el verbo guahibiar, que significaba salir de cacería a matar guahibos; y que no era extraño entre la población colona de los Llanos Orientales salir a pie o a caballo, con perros y fusiles, a cazar guahibos; que la masacre de La Rubiera no era solamente el caso patológico de una familia o un grupo de colonos que había asesinado a 18 indígenas, sino que era una práctica común y aceptada social y judicialmente en los Llanos.

Fue necesaria una vasta protesta nacional, un gran clamor de indignación, para que se declarara contraevidente el veredicto, se trasladara el juicio al centro del país y esos colonos, y sóolo ellos y no aquellos hacendados que durante decenas de años habían guahibiado, fueran juzgados y condenados.

Entendemos por qué se encuentran todavía comunidades en distintas regiones del país que puestos frente a los colombianos, frente a quienes orgullosamente expulsamos de nuestro territorio el dominio español, nos llaman, nos dicen: los españoles; comunidades indígenas en cuyo pensamiento, como resultado de la continuidad de sus condiciones de vida y de relación con la sociedad nacional, no han descubierto todavía que existió la independencia, no saben todavía que los españoles se fueron, y afirman, cuando se va a hablar con ellos, que la guerra de conquista continúa; y, cuando llegamos los orgullosos colombianos, nos dicen: ¡españoles!

LA ORGANIZACION Y LA LUCHA

Y comprendemos, entonces, por qué los salvajes, los bárbaros, los indios, —o los indígenas, como eufemísticamente queremos llamarlos ahora—, comenzaron a organizarse y a luchar otra vez a inicios de los años 70, a dar la pelea en esa guerra de conquista que Uribe Uribe nos recuerda que continúa, que Guillermo Valencia nos incita a continuar, y que los indígenas paeces de la época, víctimas de la violencia de los años 40, de la violencia de los años 50, de la violencia de los años 60, afirman, cuando comienzan la creación de su organización, que todavía no termina.

En ese trasfondo, en una visión de guerra de conquista y de guerra de reconquista, como lo alcanza a percibir Guillermo Valencia, o de resistencia, como otros la llaman, logramos entender el fenómeno que comienza a desarrollarse a comienzos de los años 70. Siguiendo la tradición de lucha de Quintín Lame en los años 20, continuando la tradición de lucha de la insurrección de los wayúu en la misma época, la de los tunebo en los años 30, los indígenas, primero los del Cauca y, luego, como un inmenso río, los de todo el país, comienzan a organizarse para recuperar, como ellos mismos lo dicen, su tierra, su autoridad y su cultura, con organizaciones específicamente indias.

Y no es por ignorancia que se organizan como indígenas, pues han ensayado los sindicatos, han probado las ligas campesinas, uno de sus dirigentes, José Gonzalo Sánchez, estuvo afiliado al partido Comunista, viajó a la Unión Soviética y conoció su experiencia. Decantados todos los ensayos que tuvieron lugar entre los años 20 a 70, desde aquella lejana época en que Quintín Lame presidió la mesa directiva del primer congreso obrero nacional, a partir del cual comenzó a existir el movimiento obrero colombiano organizado a escala de todo el país, desde ese momento, los indígenas ensayaron sin resultado todas las formas de organización que les ofrecía nuestra sociedad, y entendieron una lección que los dirigentes arhuacos de la Sierra Nevada sintetizaban así: no queremos que nadie use autonomías sobre nuestra autonomía.

Decidieron, pues, organizarse como indios, con formas de organización nuevas, como lo era en ese momento el Consejo Regional Indígena del Cauca, un consejo de autoridades indígenas, relacionado con distintos sectores de la sociedad colombiana, pero propio. Y la semilla prendió. Por todo el país surgieron consejos regionales indígenas: del Vaupés, del Tolima, de Caldas y Risaralda, etc. ¿Para aislarse?, ¿para independizarse, como a veces se dijo? No; para tener en cuenta la desigualdad.

Luciano Quiguanás, uno de los dirigentes indígenas del Cauca en ese momento, sobreviviente de varias masacres realizadas por los pájaros al servicio de los terratenientes, nos da su idea de qué es la desigualdad. Lo dice así: “Todos no somos los mismos..... entiendo que todo no es igual” (citado por Bonilla 1978: 10).

Esta declaración, claramente contraria a los derechos del ciudadano individual proclamados por la revolución francesa, especialmente aquél de la igualdad, tiene una explicación. Uno razona: es cierto, indios y blancos no son iguales, Quiguanás tiene razón. Pero no es eso lo que él piensa. Oigamos su explicación:
Antes, los que eran blancos, todos eran al pie de los grandes terratenientes y, aún más, los indígenas mismos. Entonces era, pues, desigualdad. Y ahora, a través de la explotación misma, se ha abierto mucho dentro de la mente..... Ahora sí un poco se ve media parte igual.....

No conocían, no sentían la explotación, y eso era pues, que no había igualdad de conocimiento. Y todo el mundo, los explotados —tanto los indígenas y los blanquitos víctimas de la misma explotación— no sentían y no pensaban a luchar unidos. Entonces, eso era, pues, la desigualdad. Era los blancos entre los blancos y los indígenas entre los indígenas; entonces, eso era pues la desigualdad (ibid.).
No podría resumir aquí lo que significaron tres décadas de lucha indígena, de guerra indígena, porque los indígenas comprendieron que hay formas y variedades de guerra, que no solo con balas se libran las guerras, que no solo con balas se vive o se muere. En los momentos de ese comienzo, Trino Morales, guambiano, presidente del CRIC, que luego llegaría a ser el primer presidente de la Organización Nacional Indígena de Colombia, ONIC, decía:
No solo con balas nos acaban; no solamente con bayoneta nos matan. Nos pueden matar de hambre y nos pueden matar con sus ideas.

Se nos mata con las ideas cuando se nos destruye como indios. Cuando se hace creer a todo el mundo que el ser indio es ser animal ruin, perjudicial para la comunidad. Y se nos mata con ideas cuando a nosotros mismos nos meten en la cabeza que es vergonzoso seguir nuestra propia cultura, hablar nuestra propia lengua, vestir nuestros propios vestidos, comer ciertas cosas que la naturaleza nos da o que nosotros producimos (ANUC 1974: 13-14).
Reivindicaron entonces la recuperación y conservación de sus territorios, la recuperación de sus autoridades propias, de sus usos y costumbres, de su pensamiento y su cultura. Y en esa búsqueda y en esa lucha, muchos, muchos de esos participantes fueron víctimas de la guerra. No nos alcanzaría el espacio para nombrar aquí el inmenso rosario de muertos que tuvieron que desgranar entre sus manos los indígenas del Cauca, pioneros en ese movimiento, y los de todo el país; que se siguen desgranando; que se incluyen y se piensan como una parte más de esa pavorosa violencia que nos azota, y frente a los cuales habría que decir, como Luciano Quiguanás, no todo es igual, no todo tiene la misma significación.

Y se recuperaron tierras. En los dos primeros años de lucha indígena en el Cauca, mientras el INCORA entregó a regañadientes 12 mil hectáreas, la lucha recuperó 50 mil. Pese a la oposición de las autoridades locales y regionales, los cabildos extinguidos —pues en virtud de las medidas tomadas gracias a los consejos de estos dirigentes de las clases dominantes que hemos citado antes, muchos resguardos y muchos cabildos se extinguieron en el pasado— comenzaron un proceso de reconstitución de resguardos y cabildos, que se legitiman en virtud de lo que luego llamarían el Derecho Mayor, el derecho de ser legítimos americanos, el derecho de haber vivido y trabajado desde mucho adelante de los españoles en estas tierras.

Y, cuando uno oye hablar de Derecho Mayor, piensa inmediatamente que hay también un derecho menor. Ese es uno de los descubrimientos que es posible hacer cuando se consideran el pensamiento, la concepción y la vida indígena: que no todo es igual, que todos tienen derecho, pero no el mismo derecho, que hay derechos mayores y menores, según la circunstancias de la historia.

Esa idea está expresada en un concepto guambiano que quiere decir: “es para todos; esto es de nosotros y de ustedes también”; concepto que no se puede decir solo con la voz, que no se puede decir solo con el pensamiento, sino que hay que decirlo también con el cuerpo: “esto es de nosotros y de ustedes también” (Vasco, Dagua y Aranda 1993: 38-41).

Cuando se cuentan las historias de la conquista, cuando se habla de la conquista, el pensamiento indio nos da una versión de ella que nos parece extraña, pero que ojalá nos fuera familiar, que ojalá fuera la nuestra, la que orientara el pensamiento de este país, que no es la de borrar a los demás de la faz de la tierra para apropiarse de lo suyo y hacerlo nuestro, que no es la política que percibieron los aztecas con la llegada de los españoles y que se expresa en un poema nahuatl muy hermoso, que termina diciendo: “ellos vinieron a marchitar las flores, vinieron a marchitar nuestra flor para hacer que su flor floreciera”, visión de un derecho que se instituye como negación y desconocimiento del derecho del otro, pensamiento que se contrapone a aquel que dice: esto es de nosotros y de ustedes también.

En una versión guambiana de la conquista, que resumo, sus mayores hablan así: los españoles vinieron a ocupar nuestras tierras y nosotros estábamos dispuestos a compartirlas con ellos, pero ellos las querían todas para sí, por eso tuvimos que luchar, y luchamos durante siglos y fuimos derrotados y, cuando nos derrotaron, nosotros les dimos el derecho de ocupar estas tierras y, todavía hoy, las siguen queriendo todas para sí, no quieren compartirlas.

LA CONSTITUCIÓN DEL 91 Y EL DÍA DE HOY

Con esta base, con esta idea de pensamiento, entendemos las palabras de Lorenzo Muelas, exconstituyente y exterrajero, siervo, siervo feudal en pleno siglo XX, que se levantó con la lucha desde su servidumbre para venir ante el país en la Asamblea Nacional Constituyente para plantear su propósito y el de los indios, que no era únicamente el de reclamar sus derechos, que no era solo pedir lo propio allá encerrados, perdidos, refugiados en sus resguardos, en sus selvas, páramos o desiertos, sino un deseo de que su lucha fuera para ellos y para nosotros también.

Así lo habló Lorenzo Muelas ante la Asamblea que tenía como tarea promulgar una nueva Constitución para este país:
Hay una ciencia guambiana, pero esa ciencia está oculta. Debemos sacarla a la luz. Y con ella, combinada con lo mejor de la ciencia occidental, debemos guiar a nuestros hijos para tener un futuro propio y para fortalecernos mejor.

Todo grupo étnico, sin su historia, no sabe de dónde viene, dónde está ni cuáles son sus metas. Es un orgullo existir después de 500 años de invasión y genocidio. Y lo es también conversar el propio idioma. El mundo evolucionó y no podemos ser estáticos, pero hay que evolucionar sobre las propias raíces y el propio pensamiento, afianzándolo con nuestra conciencia, de corazón y de cabeza.

Los indígenas hemos contribuido al nacimiento y al desarrollo de este país. Y queremos seguir contribuyendo. Y, si el gobierno nos niega hasta ese derecho, entonces no hay nada que hablar. Amamos a este país porque los indígenas más que nadie sabemos lo que es perder la patria, lo que es perder el territorio.

No hemos estado metidos en un hueco, no hemos estado encerrados, hemos andado, hemos aportado y queremos seguir aportando.

Desde afuera nos han olvidado, han dicho que estamos encerrados, pero no quieren vernos, nos han dado por escrito lo que tenemos que hacer, sin tener en cuenta que tenemos derecho a ver nuestros propios horizontes.

Si me matan, no importa, porque yo sé por qué muero.
No es entonces merced a los herederos y detentadores del pensamiento de nuestras clases dirigentes que los indígenas llegaron a la Asamblea Nacional Constituyente a dar su pelea, una pelea que, en mi criterio, perdieron. Aunque la visión que se ha dado por parte del gobierno, de los medios de comunicación y, en un primer momento de entusiasmo, por los indígenas, ha dejado en la opinión pública la idea de que fue un gran logro.

Voy a relatar aquí, para comenzar a ilustrar mi afirmación anterior, un pequeño episodio de la historia secreta y prohibida de la Asamblea Nacional Constituyente. Después de meses de trabajo, con base en las propuestas de los movimientos indígenas representados en la Asamblea, se aprobó una propuesta que recogía el reconocimiento de los indígenas como pueblos, que recogía una reivindicación sentida de reconstrucción económica y social. Y, cuando se llegó a las maratónicas sesiones de los últimos días, cuando se daba la segunda vuelta, la segunda votación que se precisaba para que las cosas quedaran aprobadas, el entonces Ministro de Gobierno, hoy Vicepresidente de este país, Humberto de la Calle Lombana, apareció ante la plenaria y dijo: el gobierno se opone a la aprobación en segunda vuelta de la propuesta que se aprobó en la primera, porque implicaría el desmembramiento del país. Y esa constituyente, en ese caso como en otros, después de meses de trabajo y de reflexión, echó por la borda sus propias conclusiones ante el ultimátum oficial y sus miembros votaron en contra la propuesta.

¿Qué había que hacer, entonces? De la Calle expresó que no había que volver a negociar en las sesiones de la Asamblea, que la nueva negociación era con el gobierno. Y designó a uno de sus viceministros para que negociara con el movimiento indígena. Sobre la marcha, en 24 horas se hizo una nueva propuesta. Y, cuando de la Calle la conoció, no estuvo de acuerdo, desautorizó a su viceministro y dijo que ahora debían discutir con él. De esa confrontación y con el criterio de “del ahogado el sombrero”, surgió lo que plasmó la nueva carta política: una propuesta claramente integracionista, que incorpora los territorios, las autoridades, los usos y costumbres, la educación y el pensamiento indígenas a los de Colombia.

Pero no en vano habían transcurrido 30 años de lucha. Las cosas ya no podían formularse con los planes y el lenguaje asimilacionistas de los anteriores dirigentes de este país; era necesario un nuevo discurso. Por eso, se establece que los territorios indígenas se incorporan a la estructura político-administrativa del país en virtud de la Constitución; que las autoridades indígenas entran a hacer parte de la estructura de autoridad nacional, lo que no era así antes de la carta del 91; los recursos naturales de los territorios indígenas pasan a ser recursos de este país. En general, se decreta por la Constitución lo que en 1924 proponía Guillermo Valencia. El régimen liberal logra sacar adelante la propuesta conservadora frente al problema indígena.

En estos tres años, los indígenas han descubierto que detrás del reconocimiento constitucional de sus territorios ha venido una andanada de leyes que los niegan. Se les niega el derecho al subsuelo y sus recursos; son de la nación. Se les niega la propiedad de los recursos no renovables, como el agua y el bosque, el petróleo, el oro, de todas esas riquezas que enumeraba Guillermo Valencia; son de la nación. Al aire, a la atmósfera, tampoco tienen derecho, Colombia se los reserva para colocar satélites, establecer ondas de radio o de televisión, etc. Entonces, ¿sobre qué territorio quedan parados los indígenas?, ¿cuál es el derecho que se les reconoce? Relativamente delgado: 150 hojas de papel de la Constitución o una delgada capa de tierra con la cual pueden hacer lo que quieran, menos excavarla, regarla, lanzarla al aire o cortar sus árboles, sacar su oro o no sacarlo, explotar su petróleo o no explotarlo, pues nada de lo que esté sobre ella o bajo ella les pertenece.

LA TERRITORIALIDAD

Por eso, en la actualidad, para referirme sólo al territorio, la ley de reordenamiento territorial ha corrido la misma suerte de la reforma constitucional. Durante tres años, en la Comisión de Reordenamiento Territorial, los indígenas aportaron y discutieron, sostuvieron y confrontaron sus propuestas y tuvieron que hacer decenas de concesiones. Y cuando la Comisión aprobó una propuesta vacilante y restringida, en la cual, en mi criterio, los indígenas apelaron al mismo criterio que en la Asamblea Nacional Constituyente: “del ahogado el sombrero”, el gobierno la desconoció y presentó ante el Congreso una propia, en la cual no solamente no reconoce nada nuevo, sino que desconoce lo que estaba aceptado antes de la nueva Constitución, pues, hasta ella, los resguardos se reconocían como territorios indígenas, ahora se plantea una serie de onerosas condiciones, muchas de ellas casi imposibles de cumplir, para validar esa territorialidad.

La Constitución acepta que existen unos territorios indígenas. De acuerdo con la Ley 89 de 1890, las tierras habitadas por indígenas no eran consideradas realmente como parte del territorio colombiano; tanto es así que, en ese momento, el gobierno celebró con el estado Vaticano, un estado extranjero, no solo el Concordato sino también el Convenio de Misiones, que establecen que en las regiones donde viven indios la ley y la autoridad no reposan en el estado colombiano sino en el estado Vaticano, a través de los misioneros, y que les dan autoridad, inclusive, para que legislen, para que veten y hagan cambiar los funcionarios colombianos que no les gusten (Roldán y Gómez 1994: 65-71).

La Constitución del 91, al mismo tiempo que renueva el reconocimiento de esos territorios indígenas, decide que ahora hacen parte de la división político-administrativa del país, en forma similar a un departamento o un municipio. Es decir, que hay en ella un doble contenido: esas tierras se incorporan jurídicamente —la realidad no cambió al otro día de aprobada la Constitución— al territorio colombiano y sus autoridades, los Cabildos, a la línea y escala de autoridad colombianas, al tiempo que las reconoce como indias. Sin embargo, si los movimientos y las comunidades indígenas se organizan y luchan, pueden encontrar en ese artículo constitucional una base para fortalecer y desarrollar sus territorios, como la encontraron en la ley 89, ley que no se había cumplido sino en aquellas partes que decían que se podían disolver los resguardos y parcelarlos, ley que la lucha indígena obligó a respetar.

En los años 70, una de las reivindicaciones y de las bases de lucha de los indígenas fue hacer cumplir la ley 89 de 1890. La gente organizada y en lucha, como se llamó en un momento determinado el movimiento al proclamar: “El CRIC somos las comunidades organizadas y en lucha”, logró recoger el aspecto positivo de la ley, aquel que le daba una base legal y jurídica a esa reivindicación. Con mayor razón podrían tenerlo ahora en el articulado de la Constitución que reconoce esos territorios y que plantea las Entidades Territoriales Indígenas, ETI, pero solamente, de eso estoy profundamente convencido después de la experiencia de estos cuatro años, si la gente retoma su organización y sus luchas y no a través de la negociación, no a través de la concertación, no a través de los remedos de participación. La Constitución, sin organización y lucha indígena, sólo significa apertura y penetración. Para que no sea así, se requiere de la organización para la lucha.

Todos creyeron, al aprobarse las ETI, que habían cogido el cielo con las manos. Después del guayabo, como suele decirse, la gente descubrió que, desde el punto de vista del gobierno, una ETI era solo una jurisdicción político-administrativa, que no iba a darle tierras a nadie, que con ella ninguna sociedad indígena iba a recuperar un sólo centímetro de tierra.

¿Qué hacer? Hay que luchar para que el criterio de los indígenas de que la ETI es una territorialidad y no meramente una jurisdicción se imponga. Eso hay que pelearlo, pues el resultado de la negociación ya se ha visto: ahí está la ley de reordenamiento empantanada.

Las ETI abren una inmensa posibilidad si se entienden y crean como territorios. Las sociedades indígenas fueron descompuestas, atomizadas, divididas, parceladas desde la época de la colonia y así ha continuado siendo, inclusive ahora con la creación de los resguardos, para poderlas dominar. Por eso surgió, y todavía se maneja, el concepto de parcialidad; dividieron las sociedades indígenas en partes. Las ETI dan la posibilidad de iniciar procesos de reconstitución de sociedades; de que esas decenas, y para el caso de algunas sociedades indígenas, centenas de comunidades que la dominación separó y aisló de las otras de su propio pueblo, comiencen a establecer de nuevo lazos y a reconstituirse de nuevo como sociedades completas.

Una ETI, entendida a la manera indígena y no como el gobierno la interpreta, da esa posibilidad si la gente se organiza y pelea por unirse de nuevo, por dejar de ser comunidades dispersas y, a veces, enfrentadas, y ser de nuevo pueblos. Esto es así para todas las sociedades indias. Pero, para que esta posibilidad se haga realidad, hay que conseguir primero una reglamentación que la permita en lugar de anularla, y que la gente esté organizada y desarrollando la lucha para lograrlo; y eso es lo que no existe ahora.

A cuatro años de vigencia de la Constitución del 91, lo que se observa es que ese movimiento indígena que creció y floreció durante 30 años, especialmente a partir de los años 70, que logró llevar dos representantes a la Asamblea Nacional Constituyente y luego al Senado, ha desaparecido en lo fundamental. Las organizaciones indígenas quedan; tienen sus oficinas en Bogotá y en las principales capitales, tienen personerías jurídicas, etc.; pero el movimiento de los indígenas, la lucha india de las comunidades por sus derechos, desapareció.

Una lucha que logró atravesar el auge y decadencia del movimiento campesino de los años 60 y 70, el auge del movimiento obrero y estudiantil de los años 70, que logró perdurar durante dos décadas y media, se ha derrumbado en los cuatro años de vigencia de la nueva Constitución, porque estamos en el régimen de la concertación y no en el de la lucha, porque sus dirigentes han aceptado que ya no es preciso luchar sino tener muchos representantes para negociar, y presentar muchos proyectos para que, por medio de la concertación, llueva el dinero.

Fundamentalmente, el punto que se ha cumplido con mayor fidelidad después de la Constitución, es el de las llamadas transferencias de fondos del presupuesto nacional a los grupos indígenas; comparativamente, porque tampoco es una gran fortuna, una inusitada lluvia de dinero ha fluido hacia las comunidades y sabemos, como ya lo había visto Colón, que “poderoso caballero es Don Dinero y con él se abren las puertas del cielo”.

Con él, en mi criterio, se han abierto esas puertas de los resguardos, de los territorios indios, que Guillermo Valencia sentía cerradas bajo siete llaves; por esas puertas fluyen a borbotones los proyectos de toda índole. Y esos proyectos deben estar de acuerdo, porque así lo establece la Constitución, con los criterios del Plan Nacional de Desarrollo, que determina, así lo decía la introducción a su primera versión —versión que cambió ante las fuertes protestas de los indios y otras personas, pero cuyo espíritu se mantuvo—, que en Colombia hay una sola línea de desarrollo. Es decir, se permite que los indios se vinculen a su manera con esa línea de desarrollo, pero no pueden tener una propia diferente.

Además, existen otros mecanismos, otros caminos para conseguir tal adecuación. Veamos un ejemplo de ello. El gobierno celebró, con el acuerdo de la ONIC, un contrato con la Escuela Superior de Administración Pública, ESAP, para capacitar a dirigentes indígenas en reordenamiento territorial. Y yo pregunto: ¿qué quiere decir que hay que capacitar a los indígenas para que sepan qué es una territorialidad, cómo hay que organizarla y cómo hay que desarrollarla; y más cuando los territorios indígenas existen en este momento y desde siempre?

Mi respuesta es que no trata de capacitación; se trata de conseguir que ahora los indígenas organicen sus formas de territorialidad a la manera de la sociedad nacional. Porque ellos saben cómo es eso de la territorialidad; la prueba es que la tienen y han logrado mantenerla durante los últimos 500 años, pese a los constantes intentos por arrebatársela. Entonces, ¿para qué los van a capacitar? Para que hagan territorialidades que se adecuen a los intereses de las clases dirigentes de este país.

Si en los últimos 25 años no han dejado de expresar en todos los términos cómo es su territorio, cuáles sus límites, cómo hay que trabajarlo, en qué forma hay que ocuparlo, cómo lo conciben, qué recursos tiene y qué necesitan, ¿cuál es la capacitación que deben recibir en este campo? Parecería un absurdo que gente de universidades nacionales vaya a enseñar a los indígenas cómo es una territorialidad indígena. Entonces, se dice que es un problema de manejo. Sí, es cierto, es un problema de manejo. Cuando a un indígena o a un grupo o a una vereda o a una comunidad que ha venido planteando a su manera cuáles son sus reivindicaciones y lo que quiere, ahora, en la época de la apertura y la concertación, le dicen que presente un proyecto, ninguna puede presentarlo con los parámetros y criterios de Planeación Nacional o del Banco Mundial, pues se trata de otro pensamiento, otra estrategia de vida, otro propósito. ¿Qué hay que hacer? Darle capacitación para que “sepa hacer proyectos”.

Y la gente hace el proyecto y, en ese proceso de traducción, su idea, su pensamiento, su objetivo, su estrategia de vida y los resultados que esperaba obtener se cambian, porque no se trata de un problema técnico. Lo menos técnico son las técnicas; son lo más profundamente político, porque allí, en ellas, es donde la política se vuelve operativa, actúa directamente sobre cada persona, sobre cada grupo, y lo domestica, lo incluye dentro de los parámetros y los criterios de quienes fijan cómo debe ser un proyecto y cuáles son los medios que hay que emplear para desarrollarlo.

Hace años, llegué a Guambía para trabajar con una persona designada por la autoridad guambiana para ello, con alguien que se preciaba de ser un arquitecto de la comunidad, que tenía en su casa un diploma del Cabildo donde lo reconocía como tal y que la gente llamaba para que ayudara a construir casas, puentes, escuelas, y él los construía. Una persona con quinto de primaria.

Pasado un tiempo, después que él y su gente habían construido una escuela para su vereda, quisieron ampliarla y solicitaron un auxilio, y les dijeron: pasen un proyecto. Hicieron el proyecto con sus ideas propias y para adelantarlo entre todos. Les dijeron que era algo muy pequeño, que había que tener criterios más amplios y darle una perspectiva dentro de un plan de desarrollo. Entonces, recibieron una asesoría externa para adecuar y crecer el proyecto, y se los aprobaron.

Cuando volví, mi amigo estaba sentado en la cocina de su casa y me contó que ya se estaba adelantando el proyecto. Me extrañé, entonces, de que se encontrara allí. Me explicó que, cuando aprobaron el proyecto, la auditoria dijo que los guambianos no sabían construir y entonces mandaron un arquitecto de Popayán y trajeron obreros de Popayán, Cali y Piendamó. Sí, se estaba ejecutando la ampliación de la escuela, pero ya no como ellos la querían, no eran ya los guambianos los arquitectos y constructores, ya no contaban con una base propia, ya les había llegado la dirección del trabajo por escrito, como afirma Lorenzo Muelas.

Así, bajo la capa del reconocimiento, se están aplicando nuevas formas de penetración, dominación y negación de los indígenas. Para decirlo claramente, en esta sociedad a veces es bueno tener las cosas encerradas bajo siete llaves, como decía Guillermo Valencia acerca de las riquezas de las sociedades indígenas.

APERTURA DE LAS SIETE LLAVES

De este modo, frente al petróleo de los u’wa en la Tunebia, los intereses del desarrollo colombiano dictan que hay que explotarlo, no importa si los u’wa consideran que no solo con bala sino con la explotación de petróleo los matan, o amenazan con suicidarse en forma masiva; aun así, se acaba de dar licencia para que continúe la exploración del petróleo en su territorio. Otro tanto ocurre con el oro del Inírida, el petróleo del Amazonas, del pie de monte o de los Llanos, el carbón de los wayúu, la madera del Chocó, con todas las riquezas de los territorios indígenas. Colombia ha hecho suyas por constitución y por ley esas riquezas que codiciaba Guillermo Valencia.

Porque el programa de Valencia frente a los indígenas era claro: hay que romper con las siete llaves con las que tienen cerrados esos territorios a su explotación, hay que abrirlos a la nación; y se han abierto y se están abriendo y se abrirán cada vez más. Con algunas pequeñas concesiones, por supuesto.

Ahora se plantea reglamentar que los grandes laboratorios internacionales de la industria farmacéutica, las ONG y otras agrupaciones puedan patentar los conocimientos de uso de animales, plantas y minerales con propósitos curativos, incluyendo aquellos creados por los grupos indígenas, negros y campesinos. Pero tienen que hacer concesiones. Se propone que no cobren regalías a quienes detentan ahora tales conocimientos, si ellos desean seguirlos empleando; que incluyan el nombre de la comunidad o de uno de sus miembros en la patente; que den a aquélla una parte de sus ingresos, seguramente mínima, etc.

Y, como ya se hizo, se expropia y explota el carbón de los wayúu, pero se acepta que estos tienen el derecho de convertirse en obreros en las minas y en sirvientes de los trabajadores de las carboneras, o de la exploración petrolera que avanza en su territorio.

O, como ocurre con el plan para la explotación del oro en el Inírida, cualquier comunidad indígena tiene derecho prioritario, si presenta un propuesta de explotación en gran escala; si no la presenta, cualquier empresa tiene ese derecho, que es lo que empieza a ocurrir.

Y, así, se podrían multiplicar los ejemplos que muestran que el programa de apertura de los territorios indios que plantearon las clases dirigentes en los años veinte consiguió ahora su objetivo. No es de extrañar, entonces, que la reforma constitucional del 91 haya sido hecha por un gobierno cuya consigna era la apertura.

Sin embargo, podría pensarse si no sería mejor explotar esos recursos para bienestar de todo el país. Sí, quizá fuera posible hacerlo así si fuera en realidad para beneficio de todo el país. Pero, ¿quién está explotando los recursos naturales de las zonas indígenas, negras, campesinas y obreras de Colombia?, ¿se hace para el crecimiento y el fortalecimiento de Colombia?, ¿es para que crezcamos juntos colombianos, indígenas y negros que esas riquezas se están extrayendo?, ¿acaso no son las empresas transnacionales y extranjeras las que lo hacen?, ¿no son ellas las que se enriquecen y aprovechan esos recursos?, ¿no nos miran solamente, como decía Laureano Gómez, como un inmenso depósito de riquezas que ellas pueden y necesitan explotar? ¿Progresará Colombia con que las petroleras se lleven el petróleo del territorio tunebo? ¿Lo hace con el carbón de los wayúu? Colombia es socia del Cerrejón. Durante sus primeros años, esta empresa ha producido pérdidas y Colombia, como socia, ha asumido su parte de ellas; ahora, cuando las proyecciones dicen que a partir del año entrante va a comenzar a producir ganancias, Colombia planea vender sus acciones. Entonces, ¿estamos creciendo?

Es la misma situación que se presenta en la relación entre negros e indios en el Chocó. En el Bajo Atrato, el negro compra al indio un racimo de plátanos casi regalado, en un contexto que lleva a que el indio se lo venda. Allí, el negro es el que tiene la movilidad, la conexión con la ciudad, el que recoge el plátano de todos los indios. El indio reflexiona: puedo ir a Quibdó y vender mi racimo en 300 pesos, y, ¿cuánto me vale el flete para salir desde el Bajo Atrato hasta Quibdó?; entonces, le vende al negro, que además es su compadre. Pero, ¿se está enriqueciendo el negro?, ¿es él quien se va a lucrar? No; es el intermediario, a través del cual aquellos que se están enriqueciendo, aquellos que sí se están lucrando y desde hace mucho tiempo, van a seguir engordando; él es una ficha más, una víctima más de ese sistema.

A escala de la relación entre sociedades más amplias, es lo mismo que pasa con la nuestra; por eso mencioné todo ese pensamiento de las clases dirigentes, porque es una globalidad; por eso anotaba las coincidencias; los colombianos necesitamos las riquezas de los indios, nos dice Guillermo Valencia, pero Laureano Gómez agrega: para dárselas a los gringos que las necesitan, como se las dio cuando fue presidente.

Estoy seguro de que la idea de las poblaciones indígenas sigue siendo esa: este oro es de nosotros y de ustedes también, este petróleo es de nosotros y de ustedes también, esta agua es de nosotros y de ustedes también; pero no es solo de ustedes ni es solo para que la entreguen a otros y ni siquiera sea de ustedes. Ahí radica el problema. No podemos seguir siendo un depósito de recursos para otros. El pensamiento de Lorenzo Muelas nos dice: venimos aquí para que nos dejen participar en la construcción de este país, porque hemos participado y queremos seguir participando, no solo con nuestro pensamiento, no solo con nuestro trabajo, sino también con nuestros recursos, pero bajo ese criterio: esto es de nosotros y de ustedes también; no con el criterio de: es solo de ustedes, y menos aún cuando ustedes ni siquiera son ustedes.

LOS DERECHOS DE LOS NEGROS

En cuanto a la situación y derechos de los grupos negros en la nueva Constitución, es sabido que en la Asamblea Nacional Constituyente no hubo representantes de estos grupos, aunque sí tuvieron candidatos. Y no los hubo porque, como ellos mismos han reconocido, la mayor parte de la población negra votó por los candidatos de los partidos políticos colombianos y no por los propios.

Sin embargo, en Bogotá hubo un acompañamiento de dirigentes negros durante la Asamblea en forma permanente y se presentaron propuestas que llegaron a ella, sobre todo a través de los representantes indígenas; pero la Asamblea no discutió los derechos de los negros. El último día, en esa maratónica votación a pupitrazos, por presión de los representantes indígenas se aprobó el Artículo transitorio 55, que establece que, en un plazo máximo de dos años, el gobierno creará una ley
que les reconozca a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción, el derecho a la propiedad colectiva sobre las áreas que habrá de demarcar la misma ley. [Además, la ley] establecerá mecanismos para la protección de la identidad cultural y los derechos de estas comunidades, y para el fomento de su desarrollo económico y social (Asamblea Nacional Constituyente 1991: 162-163).
Todo lo cual podría aplicarse a comunidades de otras regiones del país que presenten similares condiciones. Nada más quedó consagrado para ellos en la Constitución del 91.

De acuerdo con lo anterior, dos años después, al final de su gobierno, el Presidente Gaviria refrendó la ley 70 que aprobó el congreso y que se ha quedado en el papel y no se ha reglamentado. Ella reconoce la propiedad colectiva de sus tierras a las comunidades negras en los términos de la constitución, y establece que habrá unos consejos encargados de definir la delimitación y creación de esos espacios. En algunas regiones, las comunidades han venido trabajando para que esos consejos se reconozcan como autoridades propias, pero nada concreto ni definitivo han logrado hasta el momento.

PROBLEMAS INTERNOS POR RESOLVER

Entre los grupos étnicos mismos existen problemas y contradicciones. Se presentan dentro de las sociedades indígenas; los hay entre comunidades indígenas; en algunas regiones del país, especialmente en el Chocó, hay dificultades en la relación entre negros e indígenas embera y waunaan. Por supuesto, son problemas cuya base y desarrollo están claramente determinados por las políticas de dominación sobre esas regiones y esas poblaciones, pero no quiere decir, por eso, que no existan. Hay conflictos de tierras y problemas por el manejo de los recursos naturales, en especial la madera, pero también el oro, la pesca y la cacería; y se dan también conflictos de autoridad y de explotación económica; existen, así mismo, formas de relación y de colaboración que se han establecido a lo largo del tiempo. Hay una búsqueda por vivir juntos en paz, pero se presentan igualmente unas condiciones de vida que impiden u obstaculizan esa convivencia.

No creo que la solución de las contradicciones que se presentan entre la población negra y la población indígena en el Chocó puedan resolverse, primero, ignorándolas, y, en segundo lugar, por sí mismas, conversando solo entre indígenas y negros, porque ambos sectores están movidos por unas fuerzas que no responden a su propia dinámica y que vienen de lo que ellos mismos llaman “la colonización paisa”, es decir, de la penetración de la sociedad nacional colombiana como un todo en el Chocó y que ahora, con la “apertura hacia el Pacífico”, se va a agudizar todavía más; pero esta agudización implica al mismo tiempo que va a ampliarse la base para que se puedan relacionar, porque tendrán que enfrentar juntos esa apertura.

Otro problema tiene que ver tanto con la población negra como con la indígena. En ambas sociedades y en ambos movimientos hay muchas contradicciones, hay gran divergencia de intereses y políticas; situación que es más fuerte dentro de los negros, cosa explicable si se tiene en cuenta que se trata de un movimiento que ha cobrado fuerza en un momento más reciente.

En el movimiento indígena se dan posiciones que siguen una línea de integración a la sociedad colombiana; también las hay en cada sociedad y comunidad indígena. Hay un sector que, como lo dice Lorenzo Muelas, quiere desarrollarse sobre la base de sus propias raíces, y otro sector que es partidario de la apertura, de la modernización. Esto se refleja en los distintos niveles de organización, hasta llegar al nivel nacional, constituido por la ONIC, Organización Nacional Indígena de Colombia, el Movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia, el Movimiento Indígena Colombiano y la Alianza Social Indígena.

Recordemos que no todo en la constituyente fue agua de rosas entre los indígenas; hubo contradicciones entre los dos representantes y los dos movimientos a los cuales correspondían. Y lo mismo ha ocurrido en el Senado. Es un problema que vamos a encontrar durante mucho tiempo, porque las sociedades indígenas, y pienso que también algunas comunidades negras de hoy, tienen un doble carácter; por un lado, son nacionalidades, grupos que tienen una especificidad, con una larga historia que viene de siglos, pero, al mismo tiempo y como resultado de esas políticas de integración y de asimilación, están también integradas parcialmente a la sociedad colombiana y hacen parte de su estructura de clases.

Siempre habrá en cada sociedad dominada, explotada y negada, en cada autoridad de los dominados, explotados y negados, en cada organización suya, en la mente de cada uno de ellos, una lucha entre esos dos principios, entre ser ellos mismos y negarse a sí mismos. Como decía Frantz Fanon (1970: 6) para el caso de los negros africanos, “piel negra, máscaras blancas”. Y eso representa una lucha. Una lucha que fluctúa y se mueve en un espectro muy amplio, según los lugares, las circunstancias y las personas. Eso implica diferencias en la política, en las propuestas, en la manera de proceder frente las decisiones del gobierno y la legislación. En este dilema se tiene que mover el movimiento; y no se puede prever en un momento determinado cuál es la fuerza que va a predominar. Siempre hay altibajos.

Doy un ejemplo cercano. Hace unos años, los miembros del resguardo de Cota, en la sabana, consideraron que ellos no eran indígenas, que la mayoría de los jóvenes y adultos vivía en Bogotá, que eran estudiantes, trabajadores, profesionales algunos; entonces, ¿para qué resguardo y para qué cabildo? Argumentaban que perdían tiempo y plata cada año al tener que ir a sembrar una tierra que nos les interesaba, solo por mantener vivos su resguardo y su cabildo. Pidieron su disolución y el gobierno los disolvió. Hace poco, dieron marcha atrás; reivindicaron de nuevo su diferencia y su derecho y reconstituyeron el resguardo y el cabildo.

Entonces, ese doble carácter y esa ambigüedad están y van a seguir estando presentes. Se van a reflejar, ya se están reflejando, en los niveles de organización: hay varias organizaciones, no se ponen de acuerdo. Los vamos a encontrar todavía por mucho tiempo.

Todo ello tiene que ver con otro tema que está implícito en algunos de los planteamientos indígenas citados antes. La diferencia no debe ser motivo ni base para la división y el enfrentamiento, al contrario, es un factor de riqueza. Decir que la población negra, la población indígena y otras poblaciones son distintas no quiere decir que tengan que enfrentarse y no puedan reunirse. La verdadera desigualdad, ya lo decía Quiguanás, es no unirse entre explotados. Lo que él llamaba la desigualdad era estar blancos con blancos, indios con indios y, podríamos agregar, negros con negros, solo por el color, por la raza o por el grupo étnico. Pero la igualdad no es decir: todo es igual. Quiguanás nos dice: no todo es igual. La igualdad es poderse unir con base en unos criterios, no a pesar de las diferencias, sino enriqueciéndose con esas diferencias, nutriéndose de ellas para crecer.

El camino de no tocar las diferencias porque se cree que constituyen un posible motivo de división ya está ensayado, no es un mero postulado teórico. En el movimiento indígena hubo esa discusión y un sector dijo: no hablemos de las diferencias de cultura, de lengua, etc., porque eso nos separa; unámonos como explotados y como campesinos y lo otro lo dejamos para después; cuando haya un gobierno amigo, hablaremos de las diferencias, que son específicas (Vasco 1981). Ese camino se ensayó durante años y fracasó. Las diferencias existen, son parte de la realidad y no se resuelven ignorándolas, se resuelven enfrentándolas, encontrando un mecanismo para crecer en diferencia y para enriquecerse mutuamente.

DE NUEVO A LA LUCHA

Tengo el convencimiento, la plena certeza de que las cosas no se quedarán como están ahora, que los indios de todo el país, y los negros, se levantarán de nuevo para reanudar su lucha. Por eso, quiero terminar recordando estas palabras de Lorenzo Muelas: Si me matan, no me importa, porque yo se por qué muero. Pero no quiero que allí, muerto, mi cadáver se tenga que avergonzar por no haber luchado”.


 
 
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