Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
ENTRE SELVA Y PÁRAMO. VIVIENDO Y PENSANDO LA LUCHA INDIA
 

PRÓLOGO

Anthropology made in Colombia



Pues en la gran sabiduría hay gran pesar y el que aumente su saber aumentará su pena [...] ¿Pero quién puede saber lo que es bueno para el hombre, en esta vida? ¿Puede decir un hombre qué habrá después de él bajo el sol? Y con todo, cuanto haya hecho bajo el sol [...] todo tendrá que dejarlo a quien vendrá después de él. ¿Y quién sabe si ése será sabio o será necio? Y sea lo uno o lo otro, dispondrá de todo su trabajo, de lo que le costó estudio y fatiga debajo del sol. También esto es vanidad. (Eclesiastés, Siglo III a.C.)


Los textos reunidos en esta antología fueron redactados a lo largo de las últimas tres décadas por Luis Guillermo Vasco Uribe, antropólogo y profesor del Departamento de Antropología de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá. Son reflexiones nacidas, principalmente, de la relación académica y política sostenida con las continuas luchas de los embera-chamí, los guambianos y otros grupos como los arhuaco o ijka y los paeces o nasa. Han sido y son luchas persistentes, pero también irregulares, heterogéneas, imperfectas e inacabables. Gracias a esa inconformidad de largo aliento, hoy esos pueblos pueden aprovechar una relativa y frágil autonomía cultural, territorial y política que los convierte en “nacionalidades indígenas”, al decir de autores como Vasco. Y son esas nacionalidades surgidas del conflicto las que le dan parte de su fundamento pluricultural a la nación colombiana.

Estos escritos surgieron al acompañar en forma reflexiva el auge del movimiento indígena, pero también son el producto de largos debates y diálogos con sindicalistas, campesinos, académicos, estudiantes y uno de los fundadores del pensamiento antropológico, el norteamericano Lewis Henry Morgan. Lucha indígena, movimientos sociales y debate académico se entretejen a lo largo del libro, al comienzo de cada sección o entre un artículo y otro, en los comentarios y aclaraciones puestos por el profesor Vasco. Esos comentarios, la mayoría no publicados anteriormente, dan a conocer, desde la perspectiva del autor, parte del contexto académico, social y político en el que fueron producidos, discutidos o, en parte, revaluados. Es, en cierta forma, un libro paralelo de hallazgos y apuestas conjuntos entre un sector de la academia y parte de esa nación reconstruida y fallida de las últimas décadas.

En comparación con las toneladas de libros y revistas de antropología y ciencias sociales que anualmente se publican en la academia noratlántica o latinoamericana, los posibles aportes de este libro no se deben buscar sólo en lo que está escrito, o en la legitimidad conferida por los títulos de posgrado del autor (que no tiene), o en su distribución temática, sino en la forma en que fue concebido, paso a paso, durante varias décadas.

Los artículos reunidos en este texto han hecho un largo tránsito desde la época en que predominaban algunas certidumbres y afiliaciones doctrinarias (especialmente de izquierda) hasta el momento actual, en que el ambiente está cargado de escepticismo, la atomización política es la norma y hay “nuevas” certezas. Pero, sobre todo, es una época en la que parece que la historia se ha vuelto a detener, a repetirse a sí misma diariamente. Porque reproduce ese “nuevo orden” del que habló en su momento George Bush padre. Lo que está por fuera de ese orden, o sea, el “desorden”, son aquellas forma de convivencia que no se construyen a partir de los ideales de la democracia liberal occidental y la globalización. Ideales que, además, están respaldados por un deseo fundamentalista ilustrado (valga la contradicción): la disolución del Estado, el Estado-Nación y la realización plena de la sociedad por medio de individuos libres y autosuficientes. Nuestros reclamos o deseos se han de pensar desde la ciudadanía y las instituciones liberales, y se solucionarán en el libre mercado. En palabras del apocalíptico Eduardo Galeano, el objetivo de quienes, por el momento, están sacando el mejor partido de esa ordenada fiesta, es convencernos de que “nuestro futuro es el presente”.

Al profesor Vasco no le ha ido tan mal en la fiesta. El suscrito tampoco se puede quejar de haber recibido solo las boronas del pastel. De modo que, desde esa cómoda posición, uno diría que se vuelve antropólogo (o antiantropólogo, como en su momento le dijeron a Vasco), para continuar el festejo y, eventualmente, ser el centro de atención cuando el anfitrión o algunos invitados, piden datos sobre “esas poblaciones exóticas” que estudia la antropología (o sobre esos “fósiles y tesoros” que busca la arqueología): indios, negros, campesinos, en otras palabras, pre-ciudadanos o no-ciudadanos, que no hablan por ellos mismos. Necesitan traductor.

La antropología (y los antropólogos) nació (nacieron) para traducirnos a un vago “nosotros” ese desorden de los “otros” que están afuera de la fiesta o no asisten en calidad de invitados. Esos que producen y/o preparan la comida, construyen el club, la biblioteca o la oficina, se encargan de los autos en que nos movemos, hacen la ropa que nos ponemos, arreglan la cocina o la casa que habitamos o crean las “tradiciones” que denominamos “patrimonio”, “cultura popular” o bien “objeto de estudio”.

El profesor Vasco hace parte de una antiquísima tradición de aguafiestas (en conjunto con algunos indios, campesinos, estudiantes). De esos que ven en los “otros” alguien diferente por las particularidades que lo hacen un individuo, pero que también debe ser tratado como un igual pero en forma diferente, por encarnar otras culturas, otros derechos, otras necesidades, otra historia. No estamos todos en la fiesta por gusto ni la disfrutamos igual, aunque tengamos la cortesía de negarlo con una sonrisa. En la permanente autocelebración del orden burgués, la felicidad o la desgracia son vendidas como espectáculos públicos, cuando en realidad no pasan de ser tragedias o farsas en privado.

Esos torneos de celebridad (confirmada o malograda) no son el mejor espacio para reconocer que “los otros” son diferentes porque forman otros órdenes detrás del “desorden” no institucionalizado. Por eso, el problema no es acabar la juerga y hacer del anarquismo una alternativa de convivencia, sino hacer otra parranda, menos cínica, con los mismos asistentes, pero en condiciones que favorezcan una nación basada en la pluralidad. ¿Es posible?

Algunas respuestas afirmativas y nuevas preguntas que genera la incertidumbre se encuentran en el mar de palabras que contiene este libro, cuyas reflexiones pueden ayudar, una vez más, a comprender de diferentes maneras (a quien interese), desde la antropología, parte de la realidad colombiana, para transformarla. No para repetirla. Para reproducir lo que ya decían los textos clásicos de la disciplina.

Sin embargo, cuando uno está a la espera de milagros y resultados inmediatos, una antología de esta clase solo resulta válido hacerla en tanto se compruebe su fugaz vigencia: que sea revaluada por los hechos y no solo por las palabras. Porque si nos sigue describiendo la realidad como un espejo, se puede llegar a ver como una antología de historias fantásticas, que son las únicas que permanecen siempre jóvenes: lo que no ha ocurrido jamás, no envejece nunca.

Y esa es tal vez la diferencia entre la antropología “política” y la “normal”, objetiva y científica que no produce ronchas o alergias en el mercado académico o las políticas institucionales. La primera no solo describe y analiza cómo vive cierta gente, qué la diferencia e integra, qué procesos políticos, culturales o económicos la afectan, o qué motiva acciones y movilizaciones de los “sectores populares” y del mundo académico universitario. También plantea cómo deberían ser unos u otros. Hay una posición política explícita que condiciona la aceptación y construcción de los juicios y formas de pensar que, desde la antropología, nos permiten darle cierto orden a la realidad. O, dicho de otra manera, se trata de plantear problemas políticos en términos antropológicos, y viceversa.

Pero al hacer eso se corre el riesgo de escuchar un juicio similar al que hizo el califa Omar cuando justificó la quema de la biblioteca de Alejandría. Parafraseando su argumento, diríamos que si esos textos ayudaron a cambiar algo, ya no son necesarios, precisamente porque el panorama ha cambiado. Y si finalmente no pasan de ser reflexiones que se quedan en el papel, con mayor razón resulta vano volver a publicarlos, pues la historia ya no tendría una estructura inteligible desde las teorías y la experiencia que los inspiraron.

Si las reflexiones contenidas en este libro no se ven como una herramienta que necesita pulirse con la realidad (en la academia, en el “campo”), sino como un diccionario con términos y polémicas ya resueltas, puede convertirse en poco más que “literatura antropológica”. Eso derivaría en la paradoja de un texto que propugna por cambios y la crítica que es al mismo tiempo inmodificable e incuestionable. Pero la lectura no solo depende de lo que está escrito sino de los diferentes tipos de lectores. Echemos un vistazo a algunos de ellos.

DE LA PRAXIS, LOS DISCURSOS Y LAS CONSIGNAS



Para quien ya conozca algunos de los escritos reunidos aquí, o a Vasco, a secas, le puede parecer paradójico que el mismo Estado que es cuestionado en esta antología, el capitalismo que es vituperado a cada paso, e incluso la antropología institucional, criticada por su asepsia científica transnacional, sean los encargados de que, por intermedio del Instituto Colombiano de Antropología e Historia y la “mano invisible” del mercado libre, el texto sea patrocinado y puesto en circulación entre el público. Pero eso no revela tanto la tolerancia del Estado o las virtudes del mercado. Lo que demuestra es que el Estado, el Mercado o la Academia puede llegar a aceptar las críticas, y hasta las promueven. Otra cosa es que les hagan caso. Tal vez si se tratara de un texto de antropología, en su sentido colonialista clásico y convirtiera a la gente en cosas que se describen o indicadores que se cuantifican, hasta ayudaría a promover cambios políticos o económicos, a favor del sistema que sustenta esas relaciones coloniales.

Pero supongamos que el lector concluye que este texto es “antiantropológico”, es decir, cuestiona las relaciones de poder que suponen la existencia de la disciplina. Puede asumir entonces que el problema es escribir y publicar textos que ataquen al Estado y el modelo económico que deja indios sin tierra o campesinos, indios y negros desplazados, sin casa o trabajo. Y entre más beligerante e incendiaria es esa “denuncia”, se pueden llegar a vender más ejemplares del texto o la revista y se ponen de moda ciertas frases o ideas. Eso que no sería malo si además de repetir y consumir cierta idea, el lector tuviera una comprensión de cómo surgió, cómo se usa, quiénes la acogen o rechazan, o en qué contexto llegan a tener resonancia esas denuncias.

Reducido este texto de antropología (o de cualquier otra “ciencia social”) a su forma literaria, es decir, a una imaginación desligada de la práctica, le permite al lector viajar a mundos soñados por los mitos de los indios de Colombia, o bien organizar indios en retrospectiva, darle comida y tierra a desplazados o recordarle al capitalismo que tiene los milenios contados. Al reducir la antropología política a una literatura (o a cualquier arte) que busca ser “comprometida” o “de protesta”, se vuelve inútil e inofensiva. E incluso dañina, porque existen los que creen (en el caso de que comparta las críticas o protestas del autor) que están haciendo algo por cambiar la realidad cuando lo hacen en su imaginación o en el papel (o en el monitor de un computador). El romanticismo, como fin en sí mismo, es el opio de la clase ilustrada.

Ahora bien, es posible que el texto resulte “exitoso”, es decir, se venden docenas o cientos o miles de ejemplares y hasta se traduce a otros idiomas (inglés, de preferencia, o a guambiano y embera, para ser políticamente correctos). Eso puede significar que, además de ser rentables para los editores, los planteamientos de Vasco se ponen de moda, resultan políticamente correctos o, dada su trayectoria, deja de ser un veterano antropólogo bogotano de origen paisa, con su canosa cola de caballo y su eterna mochila, y se convierte en una institución que invoca cierto gremio (o parte del mismo) como mito fundador o pensador fundamental.

Y eso es malo. O, por lo menos, no es una buena señal. Porque si bien el libro tiene su propio destino de acuerdo con cada lector, el sentido del mismo no es volver una celebridad académica al autor. Y dado que a medida que aumentan los practicantes de una disciplina disminuye la cantidad y calidad de ideas (e ideales) en discusión, los textos más conocidos (clásicos) tienden a ser los más citados (o reeditados) con frecuencia por el mercado gremial y editorial (nacional o internacional), porque son los menos leídos con beneficio de inventario: “si lo dijo Lévi-Strauss, o Geertz, o Sahlins, o Foucault, o Reichel... póngale la firma”.

Por otro lado, estos artículos no están de moda porque no hacen eco oficioso de los “nuevos temas” antropológicos, ni, por lo tanto, funcionan como punto de referencia obligado para debates académicos “globales”. Tampoco son utilizados por planificadores o funcionarios para sacar definiciones de “cultura”, “indio”, “tradición” o “modernidad” (aunque pueden llegar a hacerlo, a condición de amputarle su contexto teórico y político). No son políticamente correctos porque no pretenden quedar bien con (o legitimar académicamente todas las demandas de) los implicados en sus reflexiones: indios, negros, campesinos, académicos, instituciones públicas. Y, dados estos antecedentes, difícilmente se puede sostener que el autor sea una institución o un pensador visto como imprescindible por las nuevas generaciones de antropólogos y antropólogas, o la gente formada en otras disciplinas sociales (historia, economía, sociología, ¿arqueología?).

Esas nuevas generaciones de antropólog@s y arqueólog@s nos formamos académicamente en la última década, bajo la luz (y las sombras) de preocupaciones y modas intelectuales, políticas y culturales diferentes de las que estuvieron en boga las décadas de 1960 y 1970, época en que el autor de esta antología se formó académica y políticamente. Para unos, la ratificación que hace en sus artículos más recientes de algunos de los principios defendidos en esa época significará que se quedó estancado en el tiempo. Para otros, que tiene firmes convicciones. Y las dos cosas son ciertas, a mi modo de ver.

Porque esta época que algunos llaman “posmoderna” y que identifican con “el fin de las ideologías”, no se caracteriza por que haya más o menos convicciones buenas o malas que antes, sino por presumir que ya no son necesarias. Por lo menos en las toldas de los intelectuales que viven preocupados por ser humanos, o sea, erráticos y contradictorios. La mayor parte de la gente, por lo menos en un “país católico” como Colombia, vive tranquila con sus ilusiones, tradiciones y contradicciones “premodernas”.

El hombre moderno, en cambio, no necesita de Dios, según proclamó un estupefacto Federico Nietzsche a finales del siglo XIX. Y hace ya cuatro décadas un discípulo suyo, Michel Foucault, anunció la “muerte” de ese mismo hombre. Solo faltaba que estos anuncios tuvieran un referente material que fue ese derrumbe formal, a comienzos de la década de 1990, de la escenografía construida sobre otro Dios (el Estado) y los “hombres nuevos” del “socialismo realmente existente”.

A lo mejor los dioses de las religiones monoteístas y de las politeístas, si es que existen, se caracterizan más por su indiferencia que por su omnipotencia. Hasta es posible que, como proclama la legión de seguidores del calvo profesor de filosofía fallecido en París en 1984, el “humanismo” no tenga que ver tanto con cierta inocente y romántica idea de la “naturaleza humana”, sino con la “gubernamentalización”. Es decir, una clase de racionalidad que forma (o más bien esculpe) individuos disciplinados, modernos, que aceptan ser gobernados a nombre de ciertos principios supuestamente universales. La razón nos libera de Dios, a condición de poner nuestra libertad al servicio de discursos o causas “ajenas”: la nación, la etnia, la profesión, el partido, el ejército (cualquier ejército: de los boys scout a los marines pasando por la guerrilla o los paras), la clase, la academia, el capital, la empresa, el Estado o el hedonismo.

Si no estoy mal informado, creo que ese es el panorama conceptual que campea en la academia “posrevolucionaria”, al menos por el lado antropológico. Este panorama hace parte del “giro lingüístico” del que se habla en la filosofía desde, por lo menos, las primeras décadas del siglo XX. En su versión antropológica (postestructuralismo) se postula que “es a través del lenguaje y el discurso que la realidad llega a constituirse como tal”, y como “la significación es el elemento esencial de la vida misma [...] cambiar la ‘economía política de la verdad’ que subyace a toda construcción social [...] equivale a modificar la realidad misma, pues implica la transformación de prácticas concretas de hacer y conocer, de significar y de usar” (Escobar 1999: 21, 23).

La idea de praxis que se infiere de esta perspectiva resulta hasta cierto punto intraducible e incompatible con la que se encuentra en los textos que conforman el presente libro. En esa medida, un lector postestructuralista puede buscar en el texto de Vasco aquellas consignas que asumen realidades que él identificaría como discursivas y no como “objetivas”. Recordemos solo algunas: el Estado es la expresión represiva de los intereses de una clase social, los indios que luchan por su autonomía siguen siendo indios, los profesores o estudiantes que no son marxistas son reaccionarios, los estudiantes de las décadas de 1960 y 1970 eran revolucionarios y los de las décadas posteriores, apáticos, mediocres y solo quieren el título para conseguir puesto, la antropología que no está al servicio de sus “sujetos de estudio” es colonialismo disfrazado. Y el par de corolarios: el capitalismo es malo (aunque todos vivamos de eso) y el socialismo ha muerto, ¡pero viva el socialismo, carajo!

Para un antropólogo postestructural “Estado” se escribe estado, porque no existe como un aparato burocrático independiente de la sociedad, es principalmente una realidad cultural y lo que importa ahora es lo local y lo global, no la nación o el Estado (perdón, el estado). Las clases tampoco son observables (o dignas de mayor atención) porque la producción no determina la asociación de individuos, es la representación que se tiene de las múltiples pertenencias (identidades) de un sujeto. El marxismo no es revolucionario, es un metarelato totalitario que trata de imponer una visión del “ser humano” limitada y esencialista. La antropología colonialista ya no es un problema que se cristaliza en el “trabajo de campo”, sino de la forma como se escriben los textos, luego ese colonialismo se rebate en el papel o la escritura. Y el capitalismo es por supuesto malo, malísimo (“post” que se respete se reclama de “izquierda”), pero no es un metarelato como el socialismo, sino un cómodo nicho que permite la publicación (en papel o en internet) de toneladas de textos y revistas que deconstruyen esa realidad discursiva.

La gente cuya realidad no está intelectualizada en forma de discursos deconstruibles (lo que sea que esta frase signifique), no anda muy enterada de que Dios (el judeocristiano) está muerto, ni de que “el hombre” es apenas una hipótesis y el Estado un fantasma. Se identificaría más con las consignas arriba citadas, que son simplificaciones de principios, fácilmente digeribles, pero no son el objetivo de una reflexión antropológica y política. Por eso, aunque “estemos pleno siglo XXI” las consignas que hoy se escuchan (si el lector o lectora se ha tropezado con alguna de las tantas marchas y paros que se hacen en este país cada año) se parecen bastante a las de hace dos o tres décadas. Porque son un medio, una herramienta retórica útil en las movilizaciones sociales.

El problema es que al volverse punto de partida y no de llegada, por obra y gracia de la pereza mental y el maniqueísmo político, se pueden transformar en puntos de referencia para una acción inmediatista desorganizada. La actitud contestataria, que es apenas un medio de expresión, pasa a ser la razón de ser y existir. Y lo que son símbolos de un conflicto (el agente “malo” del orden, el sujeto “bueno” que protesta), se convierten en los referentes materiales del mismo. Las reflexiones aportadas por este texto que pueden ayudar en la definición de objetivos se pierden en el activismo, el análisis se diluye en el lema, y la ausencia de un proyecto que supere la coyuntura se hace más que evidente.

Cuando la alternativa a las consignas liberales y politiqueras (“cerrar la brecha”, “alianza para el progreso”, “el salto social”) es un simple repetir o reciclar de consignas “izquierdistas”; el activismo, las consignas, la propaganda, el tropel o la pedrea en la universidad (pública, se entiende), reemplazan la fundamentación académica y política que le da contenido a la inconformidad, y no pasan de ser inofensivas interrupciones de la rutina diaria.

En esa medida, este libro puede ser usado pero difícilmente aprovechado en todo su potencial por quienes son militantes mesiánicos que viven de consignas y verdades reveladas, pero también por los y las que igualmente han resuelto todo a partir de estereotipos y prejuicios. Estos últimos pueden conocer algunos de los escritos de Vasco, o a él mismo, pero ni los han releído para desarmarlos y buscarles “el quiebre” o el aporte, ni han confrontado al autor. Desde la autosuficiencia que dan el autismo académico, la trivialidad ética y la candidez política, no faltará quien despache este libro, luego de ojearlo, por ser de un “maoísta”, un “mamerto”, un “marxista”, o porque “el evolucionismo de Morgan está revaluado” y el comunismo es solo un mal recuerdo (o al menos ese capitalismo de Estado que se hizo llamar comunismo).

Hoy resulta difícil no ser tachado de mamerto o marxista (que para un “realista” es lo mismo), cuando uno escucha a diario que esas “fallas” (esa gente no competitiva que sobra, esa fauna y flora improductivas que estorban) en el nuevo orden se deben a la presencia del Estado en el lugar equivocado. En vez de ponerle trabas al mercado, subsidiar gente no rentable o de oponerse a la mercantilización de parques naturales y resguardos, debería cumplir con su función básica: fortalecer el respeto a la ley y el orden. Pero no una ley y un orden basados en los derechos humanos “de la tercera generación”, o por lo menos en la Constitución Política. Más bien basados en la necesidad de que el Estado asegure la apertura económica, las privatizaciones, un riguroso manejo monetario, la favorabilidad a las inversiones, el ahorro, la seguridad jurídica para el capital, la libre competencia, y un mínimo de burocracia (profesores, médicos, ecologistas, madres comunitarias, bandas de música, reinsertados) o subsidios (a menos que sean bancos o empresas de monopolios). Y como esta antología va en contravía de esos sesudos diagnósticos y consecuentes soluciones, el “realista” puede concluir que el texto no es más que una antología de propaganda trasnochada de unas ideas pasadas de moda y caducas.

Pero que no están pasadas de moda y caducas porque los problemas que motivaron originalmente los escritos hayan desaparecido, sino porque en estos tiempos “posmodernos” los problemas que interesan a la academia y su clientela son otros. Tal vez por lo anterior no resulte sencillo percibir, por ejemplo, que este libro ha sido escrito por un antropólogo, etnógrafo y maestro.

Un antropólogo, que es una manera de llamar a aquel que se aventura a mantener un diálogo maduro con uno de los creadores de la disciplina, Lewis Morgan, y por ahí derecho un debate con toda la tradición académica de opositores a su enfoque. No el antropólogo en el sentido en que alimenta y se nutre, a la vez, de los textos y autores que mantienen la profesión, y surgen o desaparecen a la luz de las modas y las preocupaciones propias de la academia (la fiesta), ajena al mundo que se derrumba, reconstruye, cambia, agita o desaparece allende las murallas que protegen a catedráticos, discípulos y editores de libros.

En este libro hay algunos textos que abordan no “temas antropológicos” (la cultura guambiana, los jaibanás embera, la identidad étnica, la obra de Lewis Morgan, la historia del movimiento indígena, las técnicas etnográficas), sino una pregunta que los engloba y relaciona: cómo se percibe y estudia la naturaleza y condiciones históricas de existencia de la diferencia cultural desde la perspectiva de Lewis Henry Morgan, y sus coincidencias con la obra de Carlos Marx y Federico Engels. Es otra manera de hacer la pregunta de la antropología “tradicional” sobre lo que significa vivir (y quiénes viven) en contraste o al margen de la modernidad (los ideales del racionalismo ilustrado burgués) y la modernización (las variantes del modelo de economía liberal).

En cuanto a lo de etnógrafo, basta recordar que esa era (antes de la arremetida etnográfica “posmo”) la “marca de clase” de la antropología con respecto a otras disciplinas: el trabajo de campo, la grabadora, la entrevista, el diario de campo, la encuesta, la descripción de costumbres y “cultura material” exóticas para el observador, y luego para el lector de esas eventuales descripciones antropológicas. La etnografía realizada entre los embera-chamí y los guambianos, de la que hay una muestra en esta antología, permite reconocer al profesional que busca entender qué es un dato, cómo se construye, cómo se obtiene, compara, enlaza con otros, y finalmente (lo que es un decir, porque esto ocurre simultáneamente) se utiliza para aterrizar o corregir cierta teoría antropológica (o posición política). De todas maneras los artículos de este libro que hacen referencia al ejercicio etnográfico, son apenas una muestra de los textos y reseñas en donde el autor (y una pareja de intelectuales guambianos) profundiza(n) en esta combinación de teoría, crítica y práctica (Vasco 1975, 1985, 1986, 1987a-d, 1994, 1996b-d, 1997a-e, 1998a-b; Vasco et al. 1989, 1993, 1994; Dagua et al. 1998).

Aclaro que “intelectuales guambianos”, en este contexto, no es un término referido a personas que se dedican a producir antologías o a escribir prólogos de esas antologías, sino que además de ser guambianos “etnográficos” (agricultores, maestros de escuela, negociantes, amigos, taitas), sacan de su cotidianidad (material, onírica) los conceptos que les permiten pensar y vivir la tradición y el conflicto nacionalidad/nación en movimiento. No solo atienden lo que dice el académico solidario, sino que también le proponen formas de pensar y categorías para comprender su realidad, y los cambios de la misma. Y eso también se encuentra en esta antología. Conceptos que nacieron de la lucha, la vida cotidiana y la reflexión (personal, familiar, inducida por la academia, como grupo étnico o como movimiento indígena) y no solo de publicar o leer textos antropológicos como si de eso dependiera seguir respirando (lo que resulta parcialmente cierto para la academia como industria).

¿Y el maestro? Diríamos que, a diferencia de los “dictadores de clase” (y la figura no hubiera podido ser mejor escogida), Vasco no entró durante todos estos años a un salón a repetir lo que dicen unos libros. O situados en el contexto más reciente, a repetir lo que en un posgrado le hicieron creer que decían ciertos libros que luego, por allá lejos, utilizaba “en campo” para después “volver” (como si alguna vez hubiera salido de la academia) a producir otro libro y seguir su ciclo vital como profesional.

Al entender la etnografía como una relación social de poder que se expresa en el trabajo de campo y no solo en la escritura, los principios teóricos que Vasco fue acogiendo se aclimataron, al tiempo que se sucedían el conflicto agrario de los campesinos y la lucha por tierras de los indios en las décadas de 1970 y 1980. La lucha de los indios (su constitución en “sujetos históricos”, si todavía resulta válida la expresión) no dependía simplemente de que leyeran a Mao, Morgan o a Marx; era la comprensión del etnógrafo presente en esos procesos la que los necesitaba para, eventualmente, aportar esos conceptos al proceso organizativo.

Al estar presente en esos momentos, y en esos contextos, el etnógrafo pudo probarse como antropólogo y al mismo tiempo retar a los y las estudiantes, más allá de los parciales y la nota de 1 o 5. Confrontar lecturas y el papel de la antropología con lo que sucedía afuera del aula de clase, en la vida real, invitaba a cada estudiante a afrontar su propia indecisión profesional o la falta de vocación. De ese ir y venir entre la teoría, el conflicto y la docencia salieron algunas cosas: revistas, algún cine-club, varias tesis meritorias y laureadas de antropología (léase investigación de “pregrado” equivalente a lo que ahora sería una tesis de posgrado o maestría), foros, libros, alguna marcha, tal vez una ONG, agarrones verbales con los mismos indios, estudiantes y algunos académicos.

Mención aparte merece el hecho de que en esta antología se destaca cómo se puede entrecruzar la formación académica con los movimientos sociales, especialmente el indígena y el campesino, para construirse en conjunto. Es como esas relaciones de pareja en donde cada cual es diferente, pero si de verdad se necesitan, terminan por no parecerse a lo que eran o deberían ser, a gusto de terceros, sino a lo que pueden llegar a ser, en los términos construidos por esa pareja. Ni la idea que los indígenas (o campesinos, o estudiantes) tenían de sí mismos y sus luchas, ni la que tenían los académicos como Vasco de su compromiso y sus aportes conceptuales y políticos, permanecieron iguales a lo largo de esa relación. Un etnógrafo y un “sujeto de estudio” que se conservan fieles a lo que otros dicen que deben ser (el académico dedicado a sus libros, el indio a su tierra y sus mitos), puede que sean admirados en público, pero difícilmente se les respeta en privado. ¿Qué tipo de relación social es esa en donde cada cual es impermeable a los defectos y virtudes del otro? ¿No está ese supuesto de “contaminación” en la base del discurso sobre la globalización?

Esa relación de colaboración (etnógrafo/etnografiados) que no excluyó el cuestionamiento o la confrontación, tuvo como eje el “trabajo de campo” a la par de la reflexión escrita y docente, y se diferencia en gran medida de la formación académica centrada exclusivamente en el mundo libresco y retórico (los posgrados) cuya legitimidad proviene de la argumentación entre “pares” que no incluyen a los afectados por esa retórica. (No digo con esto que sea bueno o malo ese mundo libresco y retórico, solo planteo que si bien de manera informal se acepta que ese no es el único espacio válido para la construcción y el examen de argumentos letrados y políticos, formalmente implica esa “gubernamentalización” de la que hablan los “post” para las afueras de la academia y rara vez aplican dentro de sus murallas).

Esto implica que la etnografía no se reduce a la práctica de la profesión o el simple activismo político, sino a la puesta en escena de los conceptos y propuestas de los diferentes “autores” (antropólogos, indios, campesinos, estudiantes, profesores) que en uno u otro momento parece que iluminan mejor el camino en construcción. Ese “acompañamiento” de las contradicciones, avances, estancamientos y retrocesos de la lucha indígena, hecha en el páramo, la selva, las calles o las mismas aulas de clase, es lo que permite que la academia (presente en este libro) no se reduzca a consignas ni que las consignas hablen por la academia, y que la academia traspase sus murallas sin derrumbarlas. Pues no se trata de ir a estudiar “por allá” unas costumbres o luchas ajenas (al mejor estilo de Malinowski en Nueva Guinea, Lévi-Strauss en Brasil o Sahlins en Fidji), sino de ayudarnos a formar como nación, aquí, con otras nacionalidades (no sólo indígenas).

Esto último no es un proceso ni fácil, ni corto, ni necesariamente gratificante. Es un encuentro diario de encrucijadas que luego parecen caminos despejados y rectos. Ese camino azaroso, que no depende de la voluntad o suerte del autor, se puede rastrear en los comentarios que coloca Vasco entre algunos artículos o al comienzo de cada sección. Ese trabajo gris, que ha durado años y no se sabe qué rumbos nuevos pueda tomar luego de este texto y la jubilación como docente del autor; puede haber comenzado de nuevo, pero más adelante, como en la idea de tiempo de los embera o los guambianos, que va en espiral.

Pero reconocer que un antropólogo, etnógrafo y maestro, y no simplemente un contestatario o un predicador, es el autor de esta antología no quiere decir que tenga razón en todo lo que dice, como muchas veces se lo habrán dicho los mismos indios, otros profesores o los propios estudiantes. Tampoco significa que no se puedan cuestionar sus convicciones, objetivos, críticas o propuestas de tipo político y académico. La siguiente es apenas una tentativa pretensiosa por aventurar algunas críticas al maestro, al etnógrafo y al antropólogo. Y tal vez eso sea posible hacerlo porque no soy nada de eso (bueno, sí, tengo un título universitario: ¿y?). Juzgará el lector o lectora si vale la pena seguirme en estas aventuradas reflexiones o pasa (o devuelve) de una vez a la antología del profesor Vasco.

LA ACADEMIA: ENTRE EL DOGMATISMO Y LA TECNOCRACIA



El beligerante movimiento estudiantil de las décadas de 1960 y 1970 es recordado por Vasco (1989) y por otros anónimos sobrevivientes de esa época (Kabuya 1999a, 1999b), para contrastarlos con el espectáculo ofrecido por la despolitización del estudiantado en la universidad pública de la última década. Esto último ocurre al tiempo que se implantan planes de estudio de pregrado (o posgrado) destinados a formar tecnócratas, para quienes la antropología es solo una profesión de la que se vive y una herramienta útil para aplicar planes y programas de “modernización”, oficiales o privados.

Una antropología no muy diferente a la que se enseñaba a finales de la década de 1960. Aquella que el mismo Vasco cuestionó como integrante de la primera generación de estudiantes de antropología de la Nacional, hasta el punto de que colaboró en la modificación del plan de estudios vigente por aquel entonces (para el cual los estudiantes propusieron como eje los textos canónicos de Carlos Marx y Lewis Morgan), que una vez modificado, él mismo, por azares de la academia (Vasco 1989), terminó por ayudar a poner en práctica, con desigual fortuna, en la década de 1970.

Lo interesante es que eso no ocurrió solamente en antropología, en la Nacional o en Bogotá, sino a lo largo del continente, en muchas universidades y disciplinas, y en algunas partes de la academia europea. ¿Por qué tanta gente estuvo de acuerdo, en lugares tan diferentes y aparentemente disímiles, sobre la lectura y aplicación dogmática de los argumentos que servirían de base para una transformación de la realidad hacia una utopía de bienestar general? Ciertos textos se entendieron como fórmulas donde ya se encontraban descritas, explicadas y resueltas las contradicciones que conforman la realidad. Esas guías teóricas y los planes de estudio articulados en torno a ellas, más que una guía de pensamiento científicamente crítico y socialmente constructivo, se transformaron entonces en una fe acorde con su tiempo. Esa fe permitió que el deseo hiciera de juez de los acontecimientos del momento. Los triunfos atribuidos al “pueblo” (Cuba, China, Nicaragua, Vietnam, Salvador), le restaron importancia a hechos que ya no era posible leer en forma dialéctica, porque lo que indicaban era incoherencias en el “socialismo realmente existente” o malos augurios del porvenir: el stalinismo, la frustrada primavera de Praga, la intolerancia inserta en la revolución cultural de Mao, el ascenso de Reagan y Thatcher, el nacimiento del narcotráfico y su asociació con las guerrillas, la dependencia cubana del subsidio ruso, el clientelismo y la violencia como métodos de gobierno (o rebeldía) en Colombia.

El “marxismo”, convertido en fórmula y refractario a su debate, pasaba a ser una doctrina sobre el camino más corto para llegar al paraíso comunista (que no existía ni en los países comunistas). Claro que una cosa era definir sobre el papel un plan de estudios “marxista”, otra cosa eran sus posibilidades de puesta en práctica y otra, bien diferente, los resultados o el ejercicio profesional construido sobre esos fundamentos. La “nueva etnografía” propuesta por Lewis Morgan, o la rebeldía desde abajo retomada de Mao no nacían solo de los libros, era preciso construirlas y adaptarlas a las condiciones locales con “los otros”. Por eso era (o es) preciso comprender que una lectura militante y ligera del contexto en el que existen esos “otros” (campesinos, indígenas, mujeres, negros, es decir, las minorías que forman la mayoría con voz/derechos pero sin voto/capital) limitaba entonces (y limita hoy) el enriquecimiento de quienes buscan en la reflexión académica herramientas de organización y formación.

Era preciso entender (o lo sigue siendo) que la “inversión” de la reflexión académica en los movimientos sociales (o incluso en la reforma misma de las instituciones) es lo menos rentable que se pueda imaginar. Porque los resultados no son espectaculares ni a corto plazo. Pero puede que lleguen a producir unas pocas buenas bases para continuar la discusión, y para matizar los estereotipos sobre los lazos de solidaridad que pueden surgir en la práctica entre indios, campesinos, obreros, académicos, curas, ONGs, instituciones estatales, privadas o sindicatos. Y obviamente también los conflictos que surgen cuando tratamos de conjugar en un “nosotros” coherente toda esa diversidad. Esa experiencia y reflexión conjunta (en su doble sentido, de praxis y con otros autores y actores) puede vislumbrarse en los primeros artículos de Vasco que denuncian a la antropología como colonialismo disfrazado. En esos artículos está la semilla de lo que luego de años de trabajo con estudiantes, indios y otros sectores populares, se transformó en una etnografía alternativa, obviando el lugar común de desechar toda experiencia etnográfica por “colonialista”. Podemos estar o no de acuerdo, pero el caso es que vale la pena discutirla y evaluarla en la práctica.

Entender la teoría como el punto de llegada abre el espacio para cometer exabruptos académicos que luego clasifican para una antología del absurdo. En México, algunos arqueólogos “marxistas” concluyeron, durante el auge del credo, que la excavación horizontal era la única acorde con los postulados del materialismo histórico, sin que nunca se llegara a aclarar del todo cómo se excavaba en forma horizontal sin hacerlo verticalmente (Bate 1998: 235). Un historiador, que a la larga iba a renovar la visión que se tenía sobre la Colonia y el surgimiento del Estado-nación colombiano, recién llegado a la Universidad del Valle a comienzos de la década de 1970, ironizaba contra los que trataban de sustituir la investigación empírica de archivos con elucubraciones teóricas: “frente a la enorme tarea que representan archivos enteros inexplorados, se da lo que Bachelard hubiera identificado gustoso como un nuevo obstáculo epistemológico: la pereza” (Colmenares en Ordóñez 1994: 33).

Los claroscuros académicos y políticos de ese panorama, para el caso de la Nacional de Bogotá, se encuentran magistral(¿o doctoral?)mente sintetizados en una autocrítica y balance hechos por una mujer que fue estudiante y protagonista del movimiento estudiantil, y que llevó su militancia de la retórica del aula a la práctica fuera de ella. La primera mitad de la década de 1970 era
el tiempo del sectarismo. Cada grupo político se declaraba poseedor de la verdad absoluta. Se entronizó el discurso ideológico, pero no había discusión, sino pelea. Se trataba de acabar con el opositor. Para eso se acudía al macartismo, a la sátira, a tergiversar los argumentos y en últimas a cualquier método para desvirtuar lo que el otro decía, incluido chiflar y abuchear. Tanta era la división entre grupos de estudiantes, que en más de una ocasión, en plena pedrea contra la policía, dos grupos de tendencias distintas se trenzaron en pelea.

Las diferencias estaban marcadas por la caracterización de la sociedad colombiana y las formas de lucha para acceder a la toma del poder. Si Colombia era semi-colonial y semi-feudal, hacía falta una revolución de Nueva Democracia, para lo cual o se construía un ejército popular o se iba a elecciones, con una guerra prolongada o no y trabajando las masas legal o clandestinamente. Si este era un país capitalista dependiente, se requería de una revolución socialista: para ello, había que acudir bien a la lucha armada o bien a la legal, colaborando en esta con los sindicatos o con el campesinado. ¿Resultaba mejor combinar las distintas formas de lucha? ¿Cómo se hacía? ¿A través de un partido revolucionario de cuadros o uno de masas?

Era cosa de nunca acabar. Cada criterio era una sigla y cada sigla un grupo político distinto que no se entendía con los demás. La izquierda universitaria de los setenta se partía en pedacitos
(Vásquez 2001: 79).
A primera vista, citar este balance de una antropóloga todavía más desconocida en el mercado antropológico “global” que el mismo Vasco, lo que ya es mucho decir, no es más que hacer un ejercicio de anticuario. Una breve mirada a una época y a una gente idealista e idealizada que poco tiene que ver con el mundo actual. Hay que pasar la página y “seguir adelante, porque estamos en pleno siglo XXI, y el mundo ha cambiado”.

Pero no se trata de volver a vivir en las décadas de 1960, 1970 o 1980, cuando la universidad pública adquirió su “identidad contestataria” y su actitud de confrontación-dependencia del Estado, o algunas décadas antes, cuando la universidad pública vivía bajo la tutela del bipartidismo. Sino de reconocer que, a comienzos del siglo XXI occidental, nos encontramos en una situación muy parecida, si no idéntica, pues el problema es cómo llegar al paraíso liberal. Y la doctrina se propaga por campos, ciudades y universidades. Se escuchan entonces las homilías de boca de presidentes, gobernadores, alcaldes y rectores: debemos ser eficientes, competitivos, rentables, eficaces, internacionalizables, globales, hacer del conflicto y la creatividad cultural un problema de gestión y gerencia.

En este contexto, la academia enfrenta a un dilema descrito certeramente por Mafalda (otra impertinente pasada de moda): “lo urgente no deja tiempo para lo importante”. Y lo urgente es que quien ejerce la antropología debe responder a esos criterios que, en mayor o menor medida, condicionan la financiación de la investigación o el tipo de funciones que un profesional debe cumplir para poder ingresar a ciertas instituciones o empresas (oficiales o privadas).

Los requerimientos tanto académicos como económicos de muchas instituciones explicarían el hecho de que hoy se considere que el “compromiso” con los “sujetos de estudio” como eje de construcción de discursos académicos, institucionales y personales, es una anécdota del pasado y no una alternativa vigente.

Esto significa que el/la científic@ social, además de aprender a investigar (lo urgente) y entender para qué y para quién se investiga (lo importante), debe manejar y saber aprovechar las condiciones de trabajo impuestas en ese “nuevo orden mundial”. El funcionalismo y los requerimientos tecnocráticos expulsados hace tres décadas de las universidades deberían ser hoy parte de todo plan de estudios en antropología. No para volverse tecnócratas o funcionalistas, sino para entender que casi todo lo que se ve, oye, come o incluso la gente con la que nos relacionamos se organiza y administra de acuerdo con el “capitalismo realmente existente”. Ahora la revolución se llama “sostenibilidad”, y la organización social es un problema de managment.

Si se pretende que la antropología de pregrado o posgrado brinde respuestas al desafío “discursivo” de la sostenibilidad y el managment (para usar la jerga en boga), es preciso que se comprenda cómo se organiza “el sistema”, pues es factible tener un mejor panorama de cómo se reproduce, y en qué condiciones el egresado se inserta en ese sistema para sobrevivir (y eventualmente ayudar a desmontarlo desde adentro). Esto no es simplemente acomodarse a las circunstancias. Un latinoamericano no aprende inglés, o un embera el español para “triunfar” o ser aceptado en la “sociedad mayor” (o global) sino porque quienes hablan el idioma más hegemónico no suelen aprender los idiomas subordinados por gusto. Y además, porque no necesariamente es aislándose como se presenta una mejor resistencia (o contrapropuesta) a esa hegemonía. Tampoco se convierte en tecnócrata y obsecuente quien entiende una contabilidad o maneja la jerga de la “sostenibilidad” o del capitalismo flexible (trabajo en equipo, satisfacción al cliente, reducción de costos, calidad total, valor estratégico, ventaja competitiva). Para decirlo de otra manera, aprender a nadar no significa que uno quiera quedarse a vivir en el agua, sino que a veces es necesario utilizar otros medios para seguir avanzando, o no convertir un incidente pasajero en una tragedia o un obstáculo más infranqueable de lo que ya es.

Porque una cosa es que en 1968 o en el 2001 sea deseable, para algunos, un marco conceptual “coherente” para un plan de estudios de pregrado que tenga como ejes a ciertos autores, como Carlos Marx y Lewis Morgan; que comparten un proyecto de sociedad y una idea de la realidad como totalidad (o que la gente misma, desde su experiencia, reinvente formas de organización y relación no mediadas por el capital). Otra cosa es que ese enfoque, que hace comprensible la mayor parte de esa realidad (nacional, mundial), se tome como la doctrina que debe determinar la construcción actual, alternativa o futura de relaciones sociales “rentables”.

No estaría de más que el estudiante de pregrado o posgrado se preguntara si es posible que la formación académica pueda estar reproduciendo el statu quo a través de la educación-embudo. Por qué de los “millones” que entraron con el o ella a la primaria, solo unos miles entraron a una universidad (contando las universidades-garaje), y unos cientos se graduaron como profesionales, de los cuales, no más de una docena vive de la profesión que estudió. (Agradezco infinitamente al lector que me contradiga esta burda percepción con una realidad menos pesimista).

En lugar de quemar buses, recibos de pago o tirarle piedra a la policía (y de paso incrementar el trancón o el taco), desde la academia sería preciso reconocer que el pensamiento liberal es partidario de fomentar la educación superior. Pero lo hace porque asume que si los estados (de países subdesarrollados o no industrializados, alias, el Tercer Mundo) concentran sus escasos recursos en la formación de “capital social”, el gasto se vuelve inversión (preocupación liberal) y distribución (fantasma socialista) al mismo tiempo. A mediano plazo habrá crecimiento y disminuirá la pobreza significativamente porque los profesionales más capacitados podrán encajar mejor en el cambiante y tecnificado mercado laboral.

Los congresos o asambleas de estudiantes, en lugar de divagar sobre la “organización de las masas” o descargar homilías contra el neoliberalismo, deberían revisar si es cierto que la educación que a la larga se va a fomentar (o la docencia mejor pagada) es la que capacita a ese “capital social” en la innovación de bienes de exportación, que ayudan a competir al país en el mercado internacional, y si hay una alternativa o no ante ese reto. Porque la borrosa imagen que traen las noticias diarias es que de las ventajas comparativas en el campo (suelos, hidrología, mano de obra), se intenta pasar a la especialización en la producción de bienes en las ciudades. Para eso se requiere hacer atractivo el panorama a los empresarios que sobrevivan y se sucederán las reformas laborales y la importación de tecnología.

Con este telón de fondo se encuentra el “despolitizado” antropólogo formado en la última década, que termina, por ejemplo, como funcionario del Ministerio de la Cultura haciendo prólogos interminables o bien organizando eventos relacionados con las bellas artes o el folclore (la “cultura” en versión burguesa), que justifica con el argumento de que son rentables dado su “x” % de aporte al PIB (Osorio 2000; Kalmanovitz 2000). Y de repente recuerda ciertos incómodos comentarios que hacía un profesor Vasco en su clase, con respecto a la praxis y el sentido de formarse en una universidad pública y cosas de esas.

En medio de este panorama donde el pensamiento liberal se respira con la misma naturalidad con la que ayer se asumía al materialismo histórico como un Dios que todo lo explica y a Carlos Marx como su profeta, es de esperar que el día de mañana encontremos (ojalá) la versión autocrítica del sectarismo de derecha, por cuenta de uno de sus impulsores actuales; pues lo tonto no es creer en el socialismo o el liberalismo, sino creer con la fe del converso en su absoluta coherencia e infalibilidad. Tal vez podamos leer, para desgracia de todos, si no hay una alternativa a la mano, algo como:
A comienzos del siglo XXI, cada grupo político de (centro) derecha se declaraba, cada cuatro años, poseedor de la verdad absoluta. Se entronizó el discurso ideológico. No había democracia participativa, sino un Estado dependiente de los organismos de comercio internacional o las entidades financieras. Se trataba de acabar con la oposición. Para eso se acudía al macartismo, a la sátira, a tergiversar los argumentos y en últimas a cualquier método para desvirtuar lo que el otro decía, incluido declarar los paros ilegales o pedirle a universidades públicas y los hospitales (pero nunca a las fuerzas armadas o los expresidentes) que fueran rentables. Las diferencias estaban marcadas por la caracterización de la sociedad colombiana y el tipo de apertura que permitiera el crecimiento económico y el acceso al desarrollo. Si Colombia tenía un Estado intervencionista, hacía falta modernizarlo, reducirlo a funciones de policía y fiscalización. Si era un país capitalista no competitivo, se requería de una revolución tecnológica: para ello, había que invertir en una educación que igualara los estándares internacionales, y era preciso convencer de esto a los sindicatos, el campesinado y los indígenas con sus tierras improductivas. ¿Resultaba mejor combinar las distintas formas de apertura? ¿Cómo se hacía? ¿A través de una dictadura del partido conserberal o del libervador? De todas maneras, no había mayores disputas porque lo que importaba no era cuál debía ser el modelo, sino quién lo pondría en práctica.
“¿Cuánto de pesadilla/quedará todavía?”, cantaba Silvio Rodríguez. Apenas comienza, parece, por ahora, ser la respuesta.

AUTORIDAD PROPIA Y SOLIDARIO EN LA LUCHA GUAMBIANA

“VIVIR AQUÍ (ALLÁ) Y ESCRIBIR ALLÁ (AQUÍ)”



A mediados de la década de 1960, la facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional, en Bogotá, perdió a un estudiante con acento paisa, más interesado en la gente que construye puentes o carreteras, que en los puentes mismos. Se inscribió como estudiante en Antropología. Lo que era (entre 1963 y 1965) una especialización que ofrecía la Facultad de Sociología y duraba 4 semestres, para 1966 era un nuevo pensum que duraba 4 años, al cabo de los cuales se recibía un título como licenciado en antropología. La antropología también fue institucionalizada durante la década de 1960 en la Universidad de los Andes, la de Antioquia y la del Cauca.

Los nuevos licenciados y luego profesionales (formalmente a partir de la década de 1980) tenían como parte de su plan de vida, ayudar a la implantación no traumática del “desarrollo” como meta del cambio social planificado. Pero al mismo tiempo se presentaba la descolonización de la fuente de materia prima para las teorías antropológicas (noratlánticas): el Tercer Mundo. África, partes de Asia y revoluciones en Latinoamérica cuestionaban el para qué de todo. Y no podía faltar la antropología a este desconcierto.

Ese “bochinche” no es muy recordado, era una cuestión política no académica. Tal vez por eso resultó toda una novedad el debate de la década de 1980, luego llamado “posmoderno”, en el que se cuestionaba la escritura etnográfica y el nivel de realidad de las descripciones allí consignadas.

Clifford Geertz fue uno de los que prendió la mecha que hizo reventar la “objetividad” como base de la observación del etnógrafo en campo. En forma tardía, sus hijos rebeldes posmodernos (la vanguardia de la vanguardia) se dieron cuenta de que la “pobreza” o el “subdesarrollo”, que aparecían mientras hacían etnografía, no eran parte del paisaje sino productos tanto históricos como “discursos” que aportaban un sentido interesado a ciertas construcciones sociales. Y digo “tardía” porque en el Tercer Mundo lo exótico era la estabilidad etnográfica dibujada con palabras por la academia. En medio del conflicto surgieron “nuevos” o “viejos” movimientos sociales, en demanda de derechos instrumentales (agua, luz, vivienda) o “simbólicos” (territorio, autonomía educativa, derecho a una lengua diferente), que transformaron las identidades coloniales hasta ese momento “estables”.

Y por otra parte, se presentó como novedad hace un par de décadas un (revaluado) problema denunciado por (“el primer”) Wittgenstein: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Los dilemas relacionados con la observación y descripción de una realidad cultural se asumieron como problemas de tipo lingüístico y de escritura. A esto se sumó la cuestión de cómo se construye el “sujeto informante”, para lo cual los posmodernos se apoyan en gran medida en el trabajo de Foucault, acerca de la subjetividad como un discurso creado a la par del antropocentrismo de la modernidad. Pero que igual pudieron haber discutido Frazer y Malinowski, si les hubiera dado por evaluar sus ideas acerca de la relación sujeto-objeto (de estudio) a la luz de lo que ya había dicho Nietzsche o estaban planteando Husserl, primero, y Heidegger después.

Vasco se planteó, a lo largo de su formación como estudiante y luego como antropólogo profesional, cuestiones análogas, pero no las abordó desde la fenomenología (Husserl, Heidegger) y el postestructuralismo (Foucault, Derrida, Deleuze), sino desde el problema práctico de que a los indios no les interesaba que les contaran en un libro, en una jerga que no entendían, lo que ellos vivían como rutina diaria. Había asuntos más relevantes en ese momento (y después): problemas de tenencia de tierra, proletarización, persecución religiosa de los sabios médico-espirituales (para el caso de los chamí), recuperación de la tierra por parte de los guambianos, y recuperación de la cultura guambiana (pero desde una idea de tiempo no lineal sino en espiral, y de espacio como mapa de la memoria). De eso salieron varios textos (Vasco 1975, 1985, 1987c; Vasco et al. 1989, 1994; Dagua et al. 1998), y se produjeron algunas pocas críticas (S. de Friedeman 1975; Jaramillo 1978; Miranda 1984; Pardo 1986; Torres 1988; Morales 1994; Ortíz 1996). Algunas de estas críticas son propias de su época o bien no profundizan posibles inconsistencias del autor, pero otras permiten, a mi modo de ver, confrontar los puntos de vista de Vasco con los de sus pares. Es el caso de las reseñas de Pardo (1986) y Torres (1988). A su turno, Turbay (1995) utiliza un enfoque alternativo al que emplea Vasco (1996a) para reseñar el mismo libro.

También es preciso anotar que el tipo de etnografía practicada entre los embera-chamí y entre los guambianos produjo textos y reflexiones diferentes. De la mano y el pensamiento de Mao que hacía de intérprete de lo que eran y debían ser los chamí, Vasco pasó a encontrar en Guambía a gente con la que redactó varios textos y aprendió algunas lecciones sobre lo que es conocer y transformarse a través de la cultura de otros. Esto va en contravía de algunos profesores que rinden culto al texto escrito como fuente primordial de reflexión (para el antropólogo y el “objeto de estudio”).

En las dos últimas secciones de este libro, Vasco consigna sus reflexiones sobre la observación etnográfica como un ejercicio que supera un problema de escritura o subjetividad. Por eso, las secciones finales serían “explícitamente” metodológicas, pero todas las demás muestran el producto de este tipo de enfoque ligado a la praxis.

Con estos artículos se hace el reconocimiento a nivel institucional al trabajo constante y de largo aliento de uno de los formadores de varias generaciones de antropólogos, algunos de los cuales laboran actualmente en el ICANH. Pero es también una forma de mostrar, a los viejos y nuevos visitantes o practicantes de la disciplina, que la “nueva etnografía” ya la había anunciado Lewis Morgan hace rato y que la reflexión antropológica no termina en las puertas de la universidad en donde recibe su formación de pregrado o posgrado. Es precisamente allí donde comienza, y la antropología se hace ciencia, pero no de las que da soluciones tranquilizadoras sino respuestas que aumentan las angustias. Porque como decía el monarca israelita “el que aumente su saber aumentará su pena”.

¿ANTHROPOLOGY MADE IN COLOMBIA?



Decía un español a mediados de la década de 1970:
Un nuevo tipo de antropología parece surgir en el llamado Tercer Mundo. Durante muchos años, estos países han experimentado lo que J. Galtung ha denominado “colonialismo científico”. El antropólogo del Tercer Mundo tiene que superar la extraña paradoja de ver que el centro de gravedad para la adquisición de conocimiento sobre su país está situado fuera de este, en algún lugar de Europa o de los Estados Unidos. Esto sucede de diversas formas. En primer lugar, los países desarrollados creen tener el derecho a obtener información ilimitada sobre los países del Tercer Mundo. En segundo lugar, los antropólogos del Tercer Mundo ven que a nivel de la información sucede lo mismo que con las materias primas: los datos son recogidos, enviados al mundo desarrollado, transformardos y finalmente convertidos en productos manufacturados (libros, informes, etc). En tercer lugar, la mayor parte de la información queda fuera del alcance físico del antropólogo del Tercer Mundo (a no ser que se desplace fuera de su país). En cuarto lugar, esta información no es “neutra”, sino que, en general, viene interpretada por alguna de las ideologías antropológicas (Llobera 1988: 382).
En estas líneas hay ciertos giros propios de una época en que a la “globalización” se le decía “imperialismo”, o viceversa; con tanto camaleónico reinsertado intelectual ya no se sabe muy bien con quién ni de qué se está hablando. Deben ser cosas de las culturas híbridas que caracterizan a América Latina, según el ubicuo transpostantropólogo Néstor García Canclini.

El caso es que a esa época corresponde una hoy poco recordada resolución del entonces llamado Instituto Colombiano de Antropología, la Resolución 626 Bis de 1973, que trataba de reglamentar las “expediciones” extranjeras de tipo antropológico. Esa norma puso condiciones excepcionales para que investigadores extranjeros, en primer lugar, “obtuvieran información ilimitada sobre los grupos indígenas de esta parte del Tercer Mundo”, en segundo lugar, “recogieran los datos, los enviaran al mundo desarrollado, los transformaran” y finalmente los convirtieran en libros y artículos a los que difícilmente se tenía acceso en el país.

Hasta el presente se sigue de vez en cuando abogando por una “ciencia propia”, y se habla de rechazar el colonialismo intelectual. El problema con la nacionalización (o regionalización) de una disciplina científica (en este caso la antropología) es que se confunde con un problema de “identidad” o “ser” únicos con respecto al resto del mundo. Lo que interesa es la forma como han sido acogidas, aplicadas y transformadas las teorías antropológicas en esta provincia, así como el papel que han tenido en la construcción de la percepción de un presente “pluricultural y multiétnico”.

Porque una cosa es el uso de la razón (la lógica) ajena a una Resolución o el sentimiento nacional. Otra son los hechos objetivos, es decir, aquellos cuya realidad no depende de que sean predicados emitidos por un sujeto: guerra, altos costos de matrículas, hospitales que cierran, cultivos que se pudren porque no hay quien los compre, empleados despedidos por la reestructuración de las empresas. Y otra cosa bien diferente es la valoración que uno le da a esos hechos: “es inevitable, la educación o los hospitales deben ser rentables”, o, “es un crimen, el modelo económico y político no está pensado para construir una nación pluricultural”.

Al confundir las tres cosas se trata de ajustar a nivel de predicados (teoría) lo que puede ser un requerimiento político. Surge entonces la creencia de que debe existir algo así como la “biología colombiana”, la “epistemología tolimense”, la “química bugueña”. O para el caso de la teoría antropológica: el “estructuralismo andino”, el “marxismo de la Nacional”, el “multivocalismo caucano”, o la “ecología política paisa”.

Que se relacione un problema epistemológico con uno político no quiere decir que no se puedan o deban diferenciar en la práctica. Mezclarlos lleva a la confusión política y a la aridez teórica. Se resuelve con la retórica lo que requiere acciones, y se asume que ciertas acciones cambian ciertas arraigadas concepciones. Al entender los espacios en que se mueve la razón y la acción, las primeras generaciones de antropólogos(as) en Colombia pudieron ir más allá de la definición de su objeto de estudio: la descripción de los indios sobrevivientes y su vida primitiva. Los fundadores de la disciplina en Colombia, egresados del Instituto Etnológico, fueron la base humana que en la década de 1950 permitió la aparición del Instituto Indigenista Colombiano, más comprometido con la reivindicación de los derechos de los indios que con su simple descripción. Antes de eso ya habían ocurrido las peleas de Gregorio Hernández de Alba con los misioneros y se habían presentado ambigüedades del mismo Paul Rivet al confrontar a los etnocidas/informantes de lingüística. Y décadas después, los egresados de las universidades, encararon al Instituto Lingüístico de Verano.

El conflicto entre misioneros laicos y piadosos (pues el antropólogo “comprometido” tiene algo de eso) comenzó casi desde la época en que no se necesitaban antropólogos en el Nuevo Mundo: la Conquista. Fray Bartolomé de Las Casas hizo todo un ejercicio de tipo antropológico para refutar a Juan Ginés de Sepúlveda y su idea de que los indios podían y debían ser esclavos de los conquistadores. Pero como ninguna buena acción se queda impune, los que pagaron la cuenta de la lucidez del cura de Chiapas (el subcomandante Marcos de aquel tiempo) fueron los negros de la costa africana. Los indios eran iguales a los españoles, por lo que no podía esclavizarse a un igual. Los negros en cambio...

Lo que interesa de esta “anécdota” es que cualquier teoría se hace a partir de la crítica de otra y en un contexto histórico particular. Las Casas y otros curas de su tiempo utilizaban la lógica para legitimar la conquista y, a la vez, hablar de los derechos de los indios. Una teoría no nace de la inspiración de algún iluminado, sino de la confrontación con sus predecesores o contemporáneos en torno a la construcción de ciertos juicios. Por esto, las citas que se hacen en los textos no son simplemente una muestra de erudición sino pistas que se dan para mostrar que generalmente “no hay nada nuevo bajo el sol”.

Eso es en parte una de las denuncias más recientes de Vasco, que se encuentran en varios de los textos publicados en la década de 1990. Cuestiona algunos de los supuestos aportes de la llamada antropología posmoderna, categorías como la de “culturas híbridas”, la neutralidad de la noción de globalización, la jerga postestructuralista utilizada para decir que no hay identidades fijas, que son relacionales; o que la organización indígena no ha ganado nada del otro mundo con la legislación derivada de la Constitución Política de 1991. Eso por el lado netamente “académico”, porque desde el lado de la práctica unida a la lucha indígena, también surgió el cuestionamiento de otros conceptos o ideas que reñían con el fundamento “legítimo” y oficial de la diversidad cultural y las razones del conflicto derivado de la misma (la noción de propiedad de la tierra, o la concepción cultural del territorio, para citar dos ejemplos).

La exasperación que le producen al autor las “aguas tibias” vendidas como novedad por la academia noratlántica, y recicladas por algunos antropólogos o funcionarios culturales del Tercer Mundo, puede hacer creer al lector, partidario del “vasquismo” (que es hacer eco, como salones vacíos, de lo que dice el maestro), que todo lo que no sea inspirado en Marx, Morgan, Mariátegui o la profecía del jefe Sealth (Seattle) está condenado.

Eso no lo cree ni el mismo Vasco, puesto que su trabajo al lado del movimiento indígena y los años de cátedra le mostraron tanto los posibles aportes del pensamiento de Marx o Morgan a la lucha indígena, como también sus limitaciones. Autores como Paul Rabinow, Clifford Geertz, Dennis Tedlock, Michael Taussig, Stephen Tyler, Renato Rosaldo, James Clifford, George Marcus, Edward Said o el veterano Marshall Sahlins no son simplemente nombres que aparecen en textos traducidos al español y citados con insistencia en la década de 1990 (en detrimento de otros autores como Boas, Malinowski, Kroeber, Benedict, Radcliffe-Brown, Linton, Lévi-Strauss, Steward o Evans-Pritchard, que los más jóvenes egresados ni siquiera han escuchado mentar). Son los nombres de colegas que alimentan los argumentos “post” (estructurales, modernos) que desembocan en textos de autores colombianos criticados y no simplemente estigmatizados por el autor (cfr. Vasco 1996d, 1998b). De igual manera, son confrontados en varios artículos incluidos en esta antología que tocan el problema de la etnografía como escritura, y proponen que el trabajo de campo (con los paeces, guambianos) tiene un estatus que supera ese espacio de discusión.

Pero más allá del debate centrado en el problema de la etnografía como oficio, o de la antropología como una disciplina que interpreta tradiciones locales y no que busca generalizaciones universales, el caso es que la praxis basada en Morgan o Marx (o Mao) siempre es posible que se anquilose. Pues tal y como los actores que participan en los movimientos sociales no son perfectos ni héroes ni mártires que buscan una convivencia armónica por encima de los intereses individuales o de grupo, la razón ilustrada de la que son fieles representantes Marx y Morgan presenta limitaciones inherentes a su ejercicio. Necesita ponerse en contexto, actualizarse con respecto a los cambios vividos por la gente y por el pensamiento.

Y también es preciso cuestionar los enfoques alternativos, pero no con supuestos políticos (“deben servir para cambiar condiciones políticas o económicas aquí y ahora”), sino con argumentos lógicos que tomen en cuenta ciertas condiciones políticas. No se trata de echarse en brazos del eclecticismo, sino de vigilar que los autores que son fuente de preguntas y respuestas parciales no se conviertan en un vademecun de fórmulas y soluciones finales. Desde los toldos de la historia, y ante una crisis disciplinaria que ha cuestionado la posibilidad misma de conocer la genealogía del presente por medio del pasado (Archila 1999), no falta quien afirme que:
Ha llegado quizá el momento de volver a reconocer que la teoría no está separada de la realidad concreta, a reivindicar una vez más la praxis del conocimiento. No sobraría que la teoría de sistemas hable de los desplazados de la violencia, que la arqueología del saber anteceda al análisis de las políticas públicas, que la hermenéutica potencie el trabajo participativo, que la crítica literaria traduzca los discursos burocráticos y sobre todo que la filosofía informe de nuevo a la historia, para empezar a reconstruir no solo las ciencias sino la identidad regional misma. Para saltar por encima de la propia sombra, tal vez sea pertinente apagar la luz del viejo conocimiento por un rato (Flórez 2000: 33).
Inspirados en versiones alternativas sobre la forma como se hace inteligible la realidad (no a partir de nociones como el Modo de Producción o “el hombre” como sujeto histórico), se encuentran trabajos que apuntan para el mismo lado: construir una antropología no solo en Colombia sino para los problemas que tienen residencia (aunque no raíces) aquí. Es el caso del trabajo de Arturo Escobar (1998) que pone al desnudo los supuestos que sustentan cierta idea de desarrollo, y un diccionario sobre las categorías “apolíticas” (necesidad, planeación, medio ambiente) asociadas a la de desarrollo (Sachs 1996), que ayudan a aguzar el juicio cuando se trate de implementar programas de “sostenibilidad” estatales o de ONGs. Este tipo de textos analíticos ayudan a reconocer el eclectisismo conceptual (e incoherencias programáticas) de que hacen gala las entidades públicas (Unesco, Mincultura, Museos, Municipios) o privadas (Radio, Prensa, Petroleras, Cervecerías, ONGs, donantes particulares) cuando se meten a “apoyar la cultura” que ven separada del “desarrollo”. (Esta coherencia entre el dicho y el hecho es, obviamente, otro deseo idealista del prologuista, pero si fuera “realista” creo que no me importaría criticar incoherencia alguna).

En un nivel de análisis similar se puede ubicar la evaluación epistemológica que hace Eduardo Restrepo (2001) de los discursos que sostienen las políticas de la etnicidad, específicamente, la relacionada con los “grupos negros” o “afrocolombianos”. Usar los conceptos como si fueran ropa prestada y no anteojos con los que se lee la realidad puede llevar a que el reconocimiento de derechos resulte contraproducente para sus promotores. Un ejercicio etnográfico análogo, pero desde una perspectiva menos “arqueológica”, ya había sido realizado por el inglés Peter Wade (1997), o se puede hallar en el trabajo del francés Christian Gros (2000). Estas lecturas ayudan a evaluar la pertinencia y fortaleza de los conceptos con los que Vasco acompañó la formalización del movimiento indígena, y el tipo de lectura que se puede hacer de las variables o fuerzas que inciden en los cíclicos auges o declives de luchas que defienden la “identidad étnica”.

Otra revisión conceptual es la que hace Zandra Pedraza (1999) sobre los planes y programas oficiales de educación y salud, y aquellos naturalizados por los medios de comunicación, que hacen eco de ciertas maneras de construir nuestra percepción sobre el cuerpo normal, bello o sano. Esta preocupación hermenéutica puede complementar las críticas hechas por Vasco en algunos artículos a los planes oficiales que fomentan la “autonomía cultural”, la “diversidad” o la “creatividad”.

Encontramos también la revaluación de la idea que tenemos sobre la “realidad” del Amazonas y sus pobladores: la historia natural involucra la de los grupos humanos que la han modificado por siglos de acuerdo con ciertos modelos de pensamiento mítico (Mora 2000a, 2000b), como es el caso de los nukak, que a su vez también se transforman en grados desiguales a medida que rechazan, asimilan o se adaptan a un modo de vida sedentario y occidental (Cabrera et al. 1999; Franky 2000). Esta cercana vinculación entre la gente y su territorio, el aprovechamiento e identificación heterogénea y discontinua con el mismo, es abordado por Vasco desde la perspectiva de la construcción de memoria entre los guambianos, embera y paeces.

La lectura que hace Vasco sobre la organización, alcance y encrucijadas del movimiento indígena y el alcance problemático que tiene la noción de “nacionalidad indígena”, se puede contrastar, y eventualmente complementar, con una reciente compilación que reflexiona en forma crítica sobre de los movimientos sociales. Tanto los llamados “nuevos” movimientos sociales, en la década de 1980, que giran alrededor de reivindicaciones no “materialistas” y conflictos generados por las reformas de la legislación constitucional (no hay mal que por bien no venga), como los “viejos” movimientos sociales que se organizan en torno a la resolución de problemas “no idealistas” de vieja data (luz, agua, casa, carreteras, subsidios agrícolas) que siguen sin resolverse (Archila y Pardo 2001; cfr. Archila 1998).

Si revisa o averigua la lectora o el lector las referencias bibliográficas que acabo de dar, se percatará de que en muchas de ellas está metida la mano del instituto donde trabajo. Lo más seguro es que eso sea una prueba de nepotismo académico (y de centralismo, por ser casi todas editadas en Bogotá, y de monolingüismo, por estar casi todas en español, y etc.). Otra posibilidad es que la institución realmente esté abogando, como política de trabajo, por la construcción de una antropología colombiana (no por la nacionalidad o el lugar de origen de las ideas, sino por su contenido y relación con los problemas y el contexto histórico local). También es factible que se trate de una acumulación fortuita de antologías de autores ya maduros (P. Wade, A. Escobar, C. Gros, L. Vasco). Y lo interesante es leer entre líneas hasta dónde y a qué nivel, desde esa madurez, se reconocen los lugares comunes y clichés académicos que inevitablemente surgen de la confianza en un enfoque (marxismo, estructuralismo, postetc, ecología histórica, cualquiera).

Pero el caso es que hay cierta esperanza de que se estén superando, a punta de trabajo e investigación de largo plazo, las predicciones de muchas de las evaluaciones o balances realizados sobre la antropología colombiana y sus practicantes que, con contadas excepciones, han asumido que la misma se puede evaluar en términos de la división del trabajo burgués y liberal, con criterios de calidad calcados de las ciencias naturales: objetivos, hipótesis, metodología, resultados; retomando los criterios de lo que está “de moda” en otras partes o adaptándose a los requerimientos del plan de desarrollo de turno (Arocha 1984; Miranda 1984; Uribe 1980, 1981; Pineda 1981; Gómez, 1981; S. de Friedeman 1987; Oostra 1991; Jimeno et al. 1993; Pardo et al. 1997; Pineda 1999; Barragán 2001). Muchas de estas evaluaciones se hicieron pensando en que, al ver el camino recorrido y las encrucijadas, se podía planear el (o los) camino(s) por seguir. Pero problemas de presupuesto, falta de continuidad en las investigaciones y una tragicómica combinación de atraso, modas intelectuales y la fragilidad misma de la profesión han hecho que cada cuatro o cinco años se tenga que reinventar (o deconstruir) la rueda.

La antropología made in Colombia, aventuro a creer, puede tener algo que mostrar a la academia noratlántica (en términos de aporte conceptual), si además de poner al descubierto los predicamentos del sujeto moderno, muestra cómo toman su coloración particular en el ámbito local (de reinas, narcos, politiqueros, indios, delfines, selvas y nevados). En los autores arriba citados, y en los textos de Vasco, estarían, quizá, las semillas de las reflexiones que nos ayuden a conciliar principios diversos y, hasta cierto punto, contradictorios con los que hemos buscado en vano, hasta el momento, la construcción de relaciones sociales (que incluyen la base material que les permite existir) no mediadas por la racionalidad del capitalismo liberal (¿dónde habrá escuchado eso antes el lector o lectora?, ¿se equivocó el prologuista y esta antología de siglo?, ¿estaré pensando con el deseo?). Vivimos en medio de la utopía liberal. Se trata de reproducir en lo que fue el Tercer Mundo (que incluye a los países exsocialistas) los patrones de producción y consumo del Primero.

Esta es la más reciente versión de normalidad pregonada por los contradictorios ideales de Occidente: conformidad y rebelión, diversidad y reglamentación universal, ciencia y colonialismo, libertad y justicia, socialismo y barbarie. El surgimiento y naturalización de esos principios nos ha dejado en herencia descripciones de diferentes épocas: de los bárbaros de la antigua Roma imperial; de los buenos salvajes, descubiertos por los racionalistas profetas de la Ilustración; de los primitivos, mirados con curiosidad y lástima durante la revolución industrial, y de los indígenas y las etnias “sostenibles”, eufemismo académico y técnico burocrático de reciente acogida, y, finalmente, un reciente auge de descripciones de negros, gitanos, gays, los que de frente parece que están de lado, los que acaban de romper el jarrón y demás Otros “no incluidos en esta clasificación”, de interés antropológico.

Queda a juicio de los lectores (el impresor, el corrector de estilo, la directora del Instituto, los discípulos de Vasco, los indios y demás colombianos de todas las pelambres) juzgar si el maestro, el etnógrafo y el antropólogo ofrece, con este texto y su trabajo, bases y herramientas con las que se pueda construir una alternativa a esa descripción del presente (¿nuestro futuro?) que hizo ese otro maestro, antropólogo y etnógrafo panameño de apellido Blades, y que decía:
Era una nación de plástico
De esas que no quiero ver
De edificios cancerosos
Y un corazón de oropel
Donde en vez de un sol
Amanece un dólar
Donde nadie ríe
Donde nadie llora
Con gente de rostros de poliéster
Que se chatean sin conocer
Y miran sin ver
Gente que vendió por comodidad
Su razón de ser
Y su libertad

F. R. Flórez Fuya Profesional UNiversitario Grado 13 Instituto Colombiano de Antropología e Historia

Agradecimientos: a Mauricio Pardo y al profesor Luis Guillermo Vasco por los comentarios críticos a este prólogo y la tolerancia ante los equívocos y ligerezas que insisto en cometer por escrito. Al compa Dustano Rojas, por aterrizarme un poco en parte de la historia académica que trato de recrear. Y a mi Ángel de la Guarda, por el azar de la compañía.


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