Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
JAIBANÁS. LOS VERDADEROS HOMBRES
 

IX. LA MUERTE DE LOS VERDADEROS HOMBRES

Se acabó; ya no queda maestros sabios
de antigua. Me da mucho tristeza los enfermos,
¿quién va a cantar por encima de ellos ahora?
Clemente Nengarabe



Después de haber comprendido en sus varias facetas la significación del Jaibaná, puede suponerse que su importancia dentro de la sociedad embera debió ser muy grande, no solo por su carácter de verdadera humanidad, sino también por su naturaleza de sabio; pero no de sabio contemplativo, limitado a ser el depositario de un conocimiento, al contrario, un hombre de acción, aquel que asegura a su sociedad el dominio de su universo y de los fenómenos que afectan su vida.

Pero su papel social no logra desbordar el carácter esencial de la organización de los embera, fundada en grupos de parientes por línea paterna y con vecindad territorial sobre un río o trayecto de río, grupos que algunos han denominado parentelas, pero que bien pueden ser linajes de tipo patrilineal o segmentos de ellos. Parece claro que durante la época conocida, como lo revelan tanto documentos del periodo colonial y otros más recientes como los resultados de las observaciones directas, cada grupo básico tiene su Jaibaná, es decir, que este existe y actúa dentro de un grupo de parientes, sin que por lo regular su influencia trascienda tales fronteras.

Sin embargo, hay excepciones. Se trata de los Jaibaná ara o Jaibaná troma (o droma), grandes Jaibanás con inmenso poder y prestigio, conocidos por fuera de su grupo de parientes y aun de su zona de habitación, y con los cuales vienen a aprender Jaibanás de regiones muy alejadas, constituyéndose así en polos de atracción cuya amplitud puede llegar a abarcar un número considerable de comunidades embera. En estos casos aun otros indígenas, cunas por ejemplo, y negros, vienen a estudiar con ellos.

Su poder curativo puede ampliarse de igual forma; y ser llamados a curar enfermos con los cuales no guardan relaciones de parentesco de ninguna clase.

Como ya señalé al comienzo de este trabajo, ninguna de las circunstancias anteriores los convierte en especialistas, eximiéndolos de participar en las actividades productivas y de otro tipo asignadas a los restantes miembros de su sociedad; aunque parece que su situación o nivel de subsistencia puede ser un tanto superior al de los demás, habida cuenta de que los enfermos que utilizan sus servicios, y probablemente también los aprendices, le traían regalos de variada índole, muchos de ellos alimenticios, o, como se da hoy, pagan por su actividad de curación o enseñanza.

Anota Reichel (1962: 180) que “en cada río en donde vive una agrupación numerosa, hay por lo menos un Jaibaná, con funciones que varían de un sitio a otro”. Cosa que he podido constatar en casi todos los sitios que he visitado, bien en forma directa, bien a través de las informaciones suministradas por los indígenas.

Hasta donde es posible confrontarlo, la situación no fue distinta en la antigüedad.

La presencia de varios Jaibanás en ejercicio en un mismo río o sector de río (territorio correspondiente a un grupo de parientes) es fuente de frecuentes conflictos entre ellos: mutuas acusaciones de brujería, intentos de despojarse de su poder, énfasis en los fracasos y limitaciones del oponente para tratar de desacreditarlo, etc., situación que envuelve a los parientes más allegados de cada uno. Cuando la contradicción se agudiza al máximo, lo más corriente es que uno de los Jaibanás emigre con sus parientes cercanos en busca de un nuevo lugar de asentamiento, no necesariamente muy alejado del anterior, muchas veces en la cabecera del mismo río, convirtiéndose en el núcleo de conformación de una nueva parentela o linaje. Es por medio de este proceso de segmentación como los embera pueden aumentar considerablemente en número, sin que ello se haga factor de modificación de su estructura social característica, antes bien, reproduciendo siempre nuevas unidades de base idénticas a la original. La relativa frecuencia de estas situaciones ha llevado a autores, como Stipeck (1976), a ver en ellas uno de los principales mecanismos de conservación social de los embera.

Es posible, con todo, que este fenómeno sea de ocurrencia reciente, ya que la mayor parte de estos fugitivos argumenta su huída alegando supuestas o reales amenazas para su vida, las cuales no es probable que se dieran antiguamente.

JAIBANÁS Y PODER POLÍTICO

No hay referencias documentadas sobre el hecho de que los Jaibanás hubieran conseguido poder político con base en sus capacidades de hombres de conocimiento. Es cierto que una informante me dijo que cuando un Jaibaná curaba, los demás lo trataban como un rey y le hacían regalos; pero el sentido de su afirmación tiende a señalar su papel central en las ceremonias curativas, en especial las de la tierra, y no a indicar una autoridad por encima de los miembros de su grupo.

Un misionero de Purembará anotaba en sus diarios de trabajo, que tuve oportunidad de examinar, que “Los Jaibanás tenían poder político mediante el temor”, pero sus explicaciones no están fundamentadas en hechos sino en apreciaciones personales, más bien basadas en su creencia de que toda sociedad debe tener una autoridad política institucionalizada para poder sobrevivir.

También Wassen (1935) plantea la hipótesis de un probable poder político de los Jaibanás en los pasados tiempos, extrayendo su conclusión de una circunstancia recogida en el mito. “En las luchas de los embera contra los cunas, los Jaibanás aparecen como los que logran adivinar los recursos del enemigo y recomendar la manera de ganar la batalla. Es probable entonces que en épocas anteriores, el Jaibaná haya tenido facultades y atribuciones hoy desaparecidas, ligadas a algún tipo de liderazgo en relación con alguna clase de organización política, dada sobre la base de sus condiciones migratorias y guerreras”.

Hasta donde se conoce, los embera no han tenido formas organizativas por encima del ya mencionado grupo de parientes y, en estos grupos, la autoridad no reviste una forma política institucionalizada sino que está basada en ese parentesco. Descansaba, y descansa aún en la mayor parte de las comunidades, en hombros del “mayor” o “mayoría”, el hombre de más edad dentro del grupo de parientes. Muchas veces este mayor es, igualmente, el Jaibaná de su grupo. De ahí que si no se tiene en cuenta el conjunto de las relaciones de parentesco, pueda dar la impresión de que el Jaibaná se convierte en autoridad política con base en su condición de tal.

Partiendo, entonces, de esta frecuente superposición de los papeles de Jaibaná y de mayor en la persona de un viejo, la conclusión de Wassen no es la única explicación posible del fenómeno que describe. Por otra parte, su afirmación parece referirse casi exclusivamente a Séver y a sus hijos, sin que pueda generalizarse a todos los Jaibanás.

Sin embargo, los embera libraron constantes guerras de guerrillas para resistir la penetración española en el Chocó; la destrucción, en varias ocasiones, de la población de Toro es solo uno de los episodios de esas luchas. No cabe duda de que para este fin, los indios deben haber establecido algún tipo de coordinación entre los grupos ribereños y, quizás, en ciertos casos, unificado sus fuerzas para algunos combates, como supone Wassen, bajo la conducción de los Jaibanás; pero esto no es confirmado por la información de que dispongo.

De todos modos, la narración sobre el Aribada de Caramanta, así como el mito sobre la destrucción de Cartago, imponen el desarrollo de las acciones de lucha, contra los españoles en el primer caso, contra las autoridades de Cartago en el segundo, sobre individuos y no sobre formas perceptibles de estructuración social.

En otra parte (Vasco, 1975: 113-118) he incluido un relato sobre la destrucción del pueblo de indios de San Juan de Chamí, históricamente confirmada por documentos de archivo como ocurrida a finales del siglo XVIII. En ella no se atribuye ningún papel al Jaibaná sino al cacique, aunque hay que tener en cuenta que el hecho corresponde a la etapa final de la Colonia, cuando los indígenas habían vivido en reducciones durante mucho tiempo y sufrido ya la considerable influencia de los misioneros a lo largo de ese lapso; la existencia misma del cacique es resultado de la imposición española.

En la eventualidad de que verdaderamente los Jaibanás hayan alcanzado preeminencia política por algún motivo y en alguna época, debió tratarse de una situación temporal y de ninguna manera introdujo modificaciones perdurables en la estructura socio-política embera.

Tampoco el temor que producía pudo haberlo colocado, como plantea el misionero, a la cabeza de su comunidad, pues este no se daba en los tiempos de antes. Así, los indígenas dicen que “antiguamente los Jaibanás eran buenos”, no habiendo razón para temerles. Su “conversión” en personajes malvados es reciente, y la presencia y la acción de los misioneros no es ajena a ella.

En consecuencia, creo que el prestigio de un Jaibaná queda circunscrito a su papel como tal, y es en ese campo en donde incide. Con este fundamento puede llegar a ser un Jaibaná ara o Jaibaná troma, un Jaibaná maestro que aporta en la difusión y desarrollo del jaibanismo y en la formación de nuevos y más poderosos Jaibanás; nada más, pero tampoco nada menos.

TRANSFORMACIÓN Y DECADENCIA

Las actividades jaibanísticas han sufrido las consecuencias de la incorporación paulatina de los embera a una economía de salario y de mercado. En nuestro primer encuentro, Clemente Nengarabe cuenta:
Aprendió a Jaibaná para curar a la gente y a mis familias. Alguien se enfermó de ataque y, con un traguito de aguardiente y cantando, me borraché; por la mañana un hijito estaba grave. Dije: “no va a morir, voy a salvarla porque canté anoche”. A los cuatro días se curó. Se levantó y almorzó sancocho de gallina. Se mejoró y alivió y se levantó.
Después:
Defendí a otro gente y compañero, cuando ya tenía prestigio más allá de su familia. Yo sí sé algo de curar. Otros venía a que los curara. Salvé otros niños a las cuatro de la tarde.
Venía la gente y le decía:
Venimos a cure este muchachito, se nos cure; haz favor por mí de noche.
Y él respondía:
¿Y, si no curo?
Ellos replicaban:
Hacé el favor.
Y él:
¿Y, cómo voy a curar?
Contestaban:
Aquí te traigo aguardientico.

Y en la noche, tomaba aguardientico y cantaba y caía por ai borracho en la mañana. Cantaba sentado en un banquito: “Cúrame ya. La Virgen me cura. Este muchacho está enfermo”. Y tomaba más trago. Al amanecer ya estaba curado; pero no cobraba. Se iban a la casa y el niño se curaba. Tenía fama de ser el mejor curandero. Más tarde no aprendió más porque ya valía 500 pesos.

Los procesos de dominación ideológica y despersonalización cultural han ido introduciendo cambios en los procesos curativos, desnaturalizándolos, incorporando en ellos elementos que antes les eran completamente extraños.

Entre estas modificaciones, son de importancia grande el reciente uso de yerbas medicinales y hasta medicinas occidentales, y la aplicación de procedimientos como los baños y emplastos, la succión y otros. Incluso se ha llegado hasta confundir al Jaibaná con el hombre-medicina o curandero y con el curandero de las mordeduras de culebra.

Se cuenta que dos hombres fueron a cazar y uno de ellos pisó y se enterró una flecha de cerbatana envenenada con leche de rana. Su compañero, que era un Jaibaná muy bueno, le abrió el dedo herido con un cuchillo, le sacó el virote y le raspó bien. Después lo bajó cargado hasta el rancho (campamento provisional que se construye para el tiempo que dura la cacería). Allí dijo que lo metieran en un charco del río hasta los hombros y durante dos horas (así el cuerpo se enfría y el veneno se va bajando). Y que le dieran colada de plátano maduro (se deslíe este en agua hasta que adquiere la consistencia de una sopa).

Lo sacaron una hora después y lo llevaron al rancho y el Jaibaná le trabajó y le sobó con el bordón. Otra vez lo metieron al agua dos horas, hasta que tiritaba de frío, y el Jaibaná le trabajó y le dieron más sopa. Al otro día lo bajaron a la casa en Jeguadas. Allí estaba bien por la mañana; cuando comía, de pronto caía con un ataque al suelo. El Jaibaná le trabajaba hasta que al fin se levantó.

En este relato, la causa de la enfermedad se presenta por el narrador como un accidente y no se asocia con los jais (aunque ya sabemos que el elemento activo del veneno es su jai). El trabajo del Jaibaná incluye, a más del canto, el enfriamiento por inmersión, cuyo objetivo es retardar la circulación del veneno dentro del organismo, y el suministro de abundante cantidad de plátano maduro, el cual obra como una especie de antídoto.

Lucena (1962: 139-140) establece una diferencia entre el verdadero Jaibaná y el tonguero. Este último se ve obligado a tomar borrachero para poder ver, y a tratar con yerbas y chupar para poder curar.

En una curación presenciada por Torres de Araúz (1962: 63), los jais no curaron, sino que prescribieron un tratamiento a base de infusiones y de compresas en la frente con la medicina de patente llamada “maravilla curativa”. Además, la chicha de maíz fue reemplazada por gaseosa para las mujeres y los niños y por un trago (llamado “seco”), de origen industrial y alto contenido de alcohol, para el Jaibaná y los jais.

Otras informaciones indican, de manera similar, cómo en muchos casos el papel de los jais se ha reducido a recetar un tratamiento con yerbas o medicinas occidentales, y el del Jaibaná a aplicarlo para conseguir la curación del enfermo. Me parece obvio que en esos casos solamente quedan algunos elementos formales, pero que el núcleo del jaibanismo ha sido dejado de lado.

Para curar la mordedura de serpiente llegan a utilizarse hasta 11 yerbas diferentes según la gravedad de la misma, los síntomas del picado y el tipo de ofidio, incluso algunas sirven para diagnosticar el nivel de acción del veneno y dan base para seleccionar las que se van a emplear en el tratamiento. Este está orientado a conseguir la expulsión del veneno del organismo, pero también a neutralizarlo; así, los baños calientes para producir sudoración, las bebidas, vomitivos y purgantes son necesarios en casi todos los casos.

Durante el aprendizaje actual, cada yerba debe ser comprada al maestro por un precio particular; una vez pagada, este lleva al aprendiz al monte y le enseña dónde nace la yerba y cómo debe usarse.

Esta actividad es en todo ajena al jaibanismo; incluso, si la serpiente ha sido enviada por un Jaibaná, el tratamiento del curandero no es eficaz y debe utilizarse “el canto”. De ahí que sea incorrecta la asimilación del curandero con el Jaibaná. En su ignorancia, los misioneros llegaron hasta prohibir la actividad del primero, condenando a la muerte a todo indígena que sea mordido por una de las muy abundantes culebras venenosas de la región.

Pero, en ocasiones y para resistir la ofensiva contra él, un Jaibaná puede presentarse únicamente como curandero, como un recurso para subsistir tras la cobertura, menos comprometedora, que este oficio le brinda.

Las presiones en contra del jaibanismo han afectado también las canciones que le conciernen. Los indios cuentan que existían muchas canciones del Jaibaná pero que ya no se cantan.

En el Chamí, como entre los demás embera, el canto tiene la significación que ya vimos respecto al canto del Jaibaná. Cada canción tiene su historia pues acompaña, o acompañaba, casi todos los momentos de la vida, como dándoles una existencia verdadera y, sobre todo, una trascendencia hacia adelante. Los niños cantan mientras juegan y el contenido del canto describe el juego que están realizando; un hombre alaba la chicha de un sitio y lo hace con una canción; otro declara su amor a una mujer y una canción, muchas veces vuelta a cantar en el futuro, lo dice; en una reunión de indígenas de muchos lugares, particularmente fructífera en el proceso de organización, uno de los asistentes se despide regalando a los otros una canción cuyo contenido es el resumen del desarrollo y resultados de la reunión. Cuando ya no hay canciones, los acontecimientos pierden su vigencia temporal, su importancia como historia de la gente, se hacen efímeros, no dejan marca y como que se desvanecen arrastrados en el turbión del tiempo. Así se entiende mejor la significación de lo que ocurre con los cantos de Jaibanás.

Clemente me canta una de estas canciones que se va perdiendo. Y la traduce, es decir, me explica las circunstancias de su creación:
Leopoldino Caizales fue a aprender jai. A las cinco de la tarde comenzaron; en bancos ai y con aguardiente. En la mano una hoja de blanco. Y le dio aguardiente y el Jaibaná cantaba. El hombre puso 500 pesos y se emborrachó el doctor y la esposa y tomaba también y el doctor la abrazaba. A la media noche quedaron borrachos. Esa mujer vivía de noche de picardía con otro hombre y le gustó Leopoldino. Y le cantó al frente de Leopoldino. Y él dijo: “si estás borracho cantá a ver”. Cantó una canción que quiere decir que la señora estaba muy mala, haciendo picardía, y no respetaba siquiera ni casado. La canción dice que la señora era puta y le dice “puta estoy”; que ese cuerpo de él es puta y puta, bien puta.
Caudmont aporta el texto de una “canción de fiesta”, junto con la traducción realizada por él (1956: 74-75):

mú biu bu-má [yo borracho estoy]

itua dé-se [¡dame chicha!]

dátsyi-ra mú biú bu-má [nosotros y yo también borrachos estamos]

dátsui mú biu bu-ma [nosotros dos borrachos estamos]

a-uéna tsóke biu bu-má [la muchacha borracha está]

datsyi imo todai kará [ambos vamos a tomar (?)]

xaibaná biu bu-má [el curandero borracho está]

tsyi-man-dabalí biu bu-má [el capitán borracho está]

tsyora múca biu bu-má [¡viejo borracho soy!]

itua tesyora biu bu-má [de chicha, viejo borracho soy]

fa-ferasí biu pánu-má [(?)]

Todos estos fenómenos denotan una decadencia del jaibanismo, ya notada por Reichel (1962: 180-181) en el Chocó hace unos 20 años. “El río Docampadó parece ser el centro de mayor actividad, en otras partes la curación y la fiesta de la chicha son poco frecuentes; sólo se oficia por picadura de culebra o enfermedades muy graves. En el Saija vive Desiderio, Jaibaná de gran fama y a quien consultan indios del Bajo San Juan y otras zonas más alejadas; pero también allí hay poca actividad y ésta se limita a las ceremonias de pubertad de las muchachas o prácticas adivinatorias”.

“En el Bajo San Juan y en Juradó se encontraron tablillas con espinas envenenadas, que se guardan en cajillas de balso, ambas decoradas con figuras geométricas de bija y jagua. Se colocan en los caminos que llevan a los sembrados y se medio tapan con tierra y hojas. Tienen, fuera del veneno, un jai (poder mágico) y se hacen bajo instrucciones de un Jaibaná o por él mismo” (id.: 181-182).

A más del deterioro social que ilustra el hecho de que se tengan que defender los sembrados contra el robo, este tipo de trabajo cae por fuera de la actividad propiamente jaibanística.

Otros aspectos, ellos si tradicionales, comienzan a sufrir modificaciones. “En el río Siguirisúa, en una caja en un zarzo había una piedra con forma natural de pato. El dueño la encontró al ir de cacería a una zona muy solitaria y al verla supo en seguida que era su jai; la llevó a la casa y adornó el cuello del pato con un collar y le hace ofrendas de chicha y comida ocasionalmente” (id.: 182). En este caso, la obtención del jai deja por fuera la intervención necesaria del Jaibaná; es la única referencia a la materialización de un jai en una figura natural, diferente de los muñecos de madera tallada ya descritos; tampoco el lugar del encuentro corresponde al sitio “natural” de residencia de los jais.

LA MISIÓN: UN ETNOCIDIO

A su llegada, los misioneros encontraron en el Jaibaná (y en sus creencias) un rival formidable para sí y para su prédica religiosa. Rivalidad acentuada por la valoración del dios católico como el único, la cual dejaba para los jais su asimilación con los demonios, y para los practicantes del jaibanismo el sino de una inevitable condenación a los infiernos. De este modo, la difusión de la nueva creencia conllevó la lucha contra los verdaderos hombres.

Arosemena (1972: 18-19) ha entendido con particular acierto el por qué del irreductible conflicto entre el jaibanismo y la religión impuesta por los misioneros, pese a su idea de que se trata, por parte de los indios, de una actividad de tipo mágico. Según ella la magia es secular, la religión sobrenatural; el conjuro es lo contrario de la oración, si en el primero el papel del oficiante es de dominio, en la oración es de absoluta dependencia frente al ser superior; la finalidad de la chicha cantada es práctica e inmediata. Es extraño su llamado de atención sobre el carácter secular de la acción del Jaibaná y su caracterización de la misma como no sobrenatural, cosa que coloca a esta autora como una excepción dentro del concierto de quienes han escrito sobre el tema ligando al Jaibaná con lo sobrenatural; es lástima que no haya avanzado su análisis siguiendo por este camino.

Los misioneros afirman que los Jaibanás han dejado de serlo por convencimiento, mediante cursillos que les han dado. Ellos han entregado sus bastones y se han aplacado.

Pero no es eso lo que dicen los indígenas. Clemente dice que:
Luego llegaron los misioneros y me dijeron que si seguía cantando me condenaba y mi alma se iba al infierno; que lo dejara para salvarme. Y lo dejé para seguir el camino bueno.
Agustín Dozabia declara:
En los antigua los gente y los Jaibanás eran buenos y vivían en armonía; eran ricos todos en oro y en plata.
Y otro indígena añade:
Antes no matábamos a los Jaibanás, ahora sí porque se volvieron malos. Lanzan los vientos a que vayan a enfermar a la gente y clavan los bastones negros para que los niños se mueran.
Y un tercero:
Ya nadie quiere ser Jaibaná, porque si uno se vuelve Jaibaná lo matan los compañeros.
No bastó pues con el convencimiento. Los misioneros acudieron a la coacción y, finalmente, a propiciar la eliminación física de quienes persistieron en la creencia y en la práctica jaibanística. El razonamiento y la prohibición solamente lograron convertir en algo encubierto lo que antes había sido timbre de orgullo para los embera, y parte fundamental de su autoidentificación nacionalitaria.

Para conseguirlo, inculcaron en las mentes de quienes iban aceptando el catolicismo la convicción de que los Jaibanás eran los causantes de todo lo malo que ocurriera en la región, concentrando sobre ellos toda la acción del sistema de venganzas de sangre existente entre los indios. De este modo, uno a uno, hoy en un sitio y después en los demás, los verdaderos hombres van siendo asesinados.

Si fuera a incluir aquí los nombres de los Jaibanás muertos a machetazos por sus compañeros, estas páginas se harían interminables. Asesinatos que se cometen, dicen sus autores, para esquivar las venganzas y romper sus brujerías. Tal afirma el corregidor de San Antonio del Chamí, agregando que si un indígena mata a otro pueden imponerle hasta 20 años de cárcel por homicidio; si el muerto es un Jaibaná, la pena no pasa de los 9 o 12 meses. Al contarlo el corregidor, la autoridad blanca no oculta que esto constituye un estímulo, casi una incitación. Recordemos, también, el decreto del alcalde de Mistrató trascrito en el primer capítulo de este estudio.

Hay dolor en las voces de los indígenas que narran las diferencias entre la situación de hoy y la de antigua, y el papel desempeñado por los misioneros en ese cambio.

María Cuncia Mesa cuenta, casi llora:
El Jaibaná canta, llamando al demonio: ha venido ya, ha venido ya. Mi marido era Jaibaná y cantaba manizaleño para llamar al demonio. Curaba el dolor de corazón, de estómago y dolor, chupando la carne. Va al “doctor” y le dice que enseñe su achaque; “yo no tener achaque”. Estudió con varios doctores; tres le enseñaron. El padre misionero lo llamó y le dijo que ya no podía curar así porque lo castiga dios. Ya no puede curar nada.
En el corredor de su tambo y mientras contemplo jugar a su nietecito, preventivamente enjaguado contra la epidemia de sarampión que diezma a los niños desde hace ya varias semanas, Simón Guazorna me cuenta:
En una enfermedad veía como un viejito con sombrero llevando chiquito; y estaba echando era un veneno. Llamaban al Jaibaná y decía que si no cura yo echo de aquí. Los bastones de Jaibaná los recogió el padre misionero y se los llevó; otros los quemaron en el fuego. Ahora no puedo curar yo.
Y sus ojos, casi ocultos tras las arrugas de su cara, derraman amargas y abundantes lágrimas, mientras recuerda cómo ha debido ser testigo impotente de la muerte de tres de sus nietecitos:
En antigua los enfermos no necesitaban remedio, curaban por canto; por secreto sería.
La tremenda ofensiva de los misioneros ha alcanzado el alma misma del pensamiento indígena, como lo manifiestan sus vacilaciones y comentarios al narrar los mitos que se refieren a sus sabios.

Veamos solo un caso, el de Clemente Nengarabe en su relato sobre la jepá de Jeguadas (Vasco, 1975: 122-132). Él contaba:
En la noche, brujo venía el indio, sabía de curar, que llamaba Aba (el único) Bibisamá. Ese también era Jaibaná, me dicen; me decían: un Jaibaná; era muy salvaje, anteriormente que era muy... no sabía nada, ¿no?
Para afirmar hacia el final:
Bueno, entonces ese viejo, como el que les digo ahora, era sabio.
Nótese su interés en negar, en la primera parte, el carácter de hombre de conocimiento del Jaibaná, carácter que se ve obligado a aceptar y explicitar en el momento de contar sus acciones Sus dudas se hacen más patéticas en lo que sigue:
Quedó borracho, cantando. Y llamó, yo no sé, que... que... que llamó a todos los..-. que a Antumiá... parece, que anteriormente decía el diablo que llamaban Antumiá.
En otra versión, contada varios años después, dice:
Como a los diez días, que era gente sabia, parece, uno no sabe, que era doctor muy grande, era de antigua... Como a las 12 de la noche, llegó como 10 hombres como silbando, que no era como el cuerpo de uno, yo no sé cómo era esas cosas, como silbando llegó eso charco...
Ahora, las vacilaciones y las dudas han cedido, pero todavía el narrador agrega expresiones que salvan su responsabilidad en la calificación tanto del Jaibaná como de Antumiá.

Es posible, de todas maneras, adivinar una vuelta a las antiguas creencias.

Pasan otros años, los embera-chamí se han organizado para luchar por su territorio y también, poco a poco, la antigua creencia se afirma otra vez. Regreso de visita, voy a la casa de Clemente y descubro que éste se encuentra de regreso a la convicción propia: canta otra vez el jai.

La influencia relativa de los Jaibaná se mantiene, y también en esto los embera ganan pequeñas batallas cuando los misioneros se ven obligados a aceptarlo y tratar de usarlo en su beneficio. Han nombrado como gobernadores (hay uno en cada “vereda”) a algunos de los Jaibanás aparentemente retirados, tratando de conseguir el acatamiento de los indios a sus preceptos, transmitidos a través de tales gobernadores. Pero la lucha arranca a muchos de las garras misioneras, colocándolos al servicio de su pueblo.

Jinopotabar (el hijo de la pantorrilla, engendrado por una nutria) creó la noche al arañar la cara de la luna; antes sólo había día, pues la luna brillaba tanto como el sol, su hermano, según los embera-sinú (Campo, 1981: 30), y la gente no podía dormir. Con su hazaña abrió las puertas de la oscuridad y del sueño, haciendo posible la venida de los dojura y, con ellos, del jaibanismo. Tutruicá y Antumiá son los dueños de la noche, señores de la oscuridad, sus gentes ven y pueden hacer las cosas de noche, como el tigre, como el Jaibaná, son los seres de abajo.

Ahora los misioneros cumplen una tarea contraria a la de Jinopotabar; con sus prédicas religiosas cierran las puertas del sueño, expulsan a los seres de la oscuridad, erradican a los verdaderos hombres.

Es el advenimiento de una nueva civilización, de una nueva cultura, así como Carabí, produciendo una intensísima luz, permite que el jenené original pueda ser derribado (pues se recomponía de noche, borrando hasta las huellas del corte que los animales enviados por Carabí le hacían en el día). Pero si la primera ruptura, aquella que produce a los embera, se realiza a costa de la destrucción de los primeros hombres: Bibidí, Burumiá, Carautas (no del todo hombres, unidos todavía a lo animal-natural), la de hoy implica la destrucción de los embera (según los católicos no del todo hombres pues son paganos), de su civilización, de su cultura y, sobre todo, de los Jaibanás, de los más hombres entre los hombres, de los verdaderos hombres.

Hoy, la nueva creencia “implica un desarrollo que busca trascender la naturaleza, mientras los embera y el Jaibaná buscan ligarse a ella como con los orígenes del mundo” (Enciso, 1981: 34-35).

A veces, en la noche cerrada de la montaña, en donde las horas transcurren lentas hacia el amanecer, y la selva está aún ahí, al alcance de la mano desde el corredor del tambo, el viento trae las notas de un canto, del canto de un Jaibaná que desafía el peso de nuestra civilización opresora y etnocida. Sus ecos me despiertan y escucho: rompiendo la noche, los tambores de piel de membure (sapo de loma) de los Jaibanás retumban de una quebrada a otra, de un cerro a otro, de una vivienda a otra hasta despertarlas todas. Su tam-tam anuncia que todavía viven y trabajan los verdaderos hombres, por encima de la muerte que los amenaza, garantizando la identidad de sus gentes, la existencia de los embera: ¡LOS HOMBRES!


 
 
www.luguiva.net - 2010 ® contacto@luguiva.net
Bogotá - Colombia