Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
JAIBANÁS. LOS VERDADEROS HOMBRES
 

VIII. EL DOCTOR DE INDIOS

Entre los múltiples poderes del Jaibaná, el de curar es el más acentuado en la actualidad; casi podría decirse que esta actividad, junto con la de hechizar, llena todo el quehacer de este hombre. En virtud de ello, sus gentes lo denominan con frecuencia doctor de indios. También casi exclusivamente desde esta óptica ha sido mirado por los autores que citamos. Me detendré, ahora, en la explicación de este poder curativo.

Del mito he desprendido la conclusión de que la condición de unidad, de conjunción, de identidad es, entre los dos lados de la realidad, el más importante, de ahí que sea el causal, el determinante.

Se piensa que este nivel, revelado por el mito, se confundía antes con la vida, la contenía. Luego, ambos aspectos se disociaron. La vida diaria adquirió su propia consistencia, definiendo sus distintos aspectos: mundo animal, mundo vegetal, mundo humano, hombre, agua, selva, mundo de arriba y mundo de abajo, etc., cerrándose las posibilidades de identidad entre ellos en la cotidianeidad, y cerrándose, también, la comunicación corriente entre ambos niveles. En la vida diaria los animales no son ni pueden ser al mismo tiempo hombres, ni el agua, selva, etc. Asumiendo cada aspecto su particularidad en forma exclusiva y excluyente. Pero aquel estado original, el de la identidad y la permutación, continúa existiendo aún hoy, separado y oculto, en la misma forma en que aparece en el mito, sin cambio. Y el soñar tiende puentes por los cuales el Jaibaná llega hasta él.

El orden normal de ese mundo lo constituyen la identidad en la unidad, la asociación, como el de este lo forman la oposición y la mediación. Si la disyunción, como lo muestra el mito, trastoca el orden primigenio, el actual estado de cosas es trastocado por la identidad, la conjunción, la asociación.

Es así como se produce la enfermedad según los embera. Un jai, por órdenes de un Jaibaná, penetra en el cuerpo de un hombre y lo enferma, papel cumplido generalmente por jais en forma de animales de presa. O también porque el jai esconde o come, es decir saca, el “alma”.

En ambos casos la enfermedad sobreviene por causa de la conjunción de lo que debe permanecer separado; tanto al penetrar a su cuerpo como al robar su energía vital (haure), los jais, seres del agua y del monte, se identifican con el ser humano, identidad prohibida en la vida diaria y, por lo tanto, disturbadora del orden natural de la misma. En consecuencia, produce la enfermedad.

El Jaibaná debe romper esta conjunción, separando lo que debe estar separado, sea expulsando los jais del cuerpo del enfermo, sea buscando su alma para restituirla. Cuando ésta ha sido comida, no pudiendo ser devuelta, habiendo ido a formar parte de la energía del jai, la curación no es posible y el enfermo debe morir.

Para curar, el curandero debe trasladarse al nivel no visible de la realidad y operar en él. Una vez allí y luego de haberlas conocido, visto, puede modificar las causas de la enfermedad. Su acción traslada a ese campo, al cual pertenece, la identidad imposible en este, restableciendo el equilibrio. Podría decirse que la enfermedad está dada por la irrupción del nivel de la condición causal en la vida diaria; el Jaibaná restablece el equilibrio entre los dos. Por eso es mediador.

De esta forma, el doctor de indios reconstituye humanidad expulsando los jais o arrebatándoles el alma del enfermo. Su actividad rompe la identidad, imposible en el mundo del devenir, entre el hombre y el animal.

Lo que pasa con la locura muestra que ello es así. Se dice que su causa es el contacto con Antumiá, y, durante la curación, el Jaibaná quita los vestidos al enfermo, lavándolos luego para volver a ponérselos, o sea que quita la contaminación y la devuelve al agua. Otra forma de curarla es poniendo al paciente un vestido hecho de maíz, el cual se quita después y se bota. No olvidemos que el maíz proviene del mundo de abajo y está ligado, por lo tanto, a los jais y dojuras.

Otra muestra de devolución de las causas de la enfermedad a su lugar bajo el agua, la suministra un procedimiento curativo poco aplicado. Se acerca a la boca del enfermo el corazón o el hígado de un animal de monte (jabalí, tatabra, zaino o guagua). El jai sale y lo muerde y, mientras lo está devorando, hígado o corazón es botado al río, rompiendo la conjunción o, más bien, trasladándola a donde debe darse.

Esto se realiza en el espacio sagrado delimitado dentro del tambo por las casitas de madera o por los adornos tejidos de palma de iraca. Este espacio actúa, gracias al poder del Jaibaná, como el lugar en donde la parte esencial de la realidad y su parte vivida vuelven a estar unidas como en la situación primordial, eliminando así la anormalidad de la identidad entre hombre y jai o, si se quiere, desplazándola del nivel de lo cotidiano, en el cual no es posible sin causar trastorno, en este caso enfermedad, hasta el nivel en el cual ella constituye el orden normal de las cosas.

Si nos atenemos a la imagen de temporalidad dada por los antropólogos a partir de la visión espontánea de los indígenas, el espacio sagrado en donde actúa el Jaibaná funciona como una especie de maquina del tiempo, conjuntando en él, y mientras dura la ceremonia, el tiempo originario, mítico, con el tiempo presente, cotidiano. Se revive la condición original y, a partir de ella, el Jaibaná reemprende el proceso de humanización mediante la disyunción.

Pero si la identidad de lo que debe estar separado, opuesto, es factor de enfermedad, la oposición total de lo que en la vida diaria debe estar unido a través de una mediación es, también, causal de desorden y problemas. Si el orden humano y el animal se separan totalmente, el hambre es el resultado. Es lo que ocurre cuando, mediante la “brujería”, el Jaibaná consigue que se retiren los animales de cacería o los peces.

Es muy claro cómo esta concepción supera mucho la falsa dialéctica de los pares de oposición y las mediaciones imposibles; aquí lo único posible es la mediación, ya que la oposición irreductible y la identidad corresponden al orden mítico y no a la vida diaria de la gente.

De ahí la gran importancia de la idea de equilibrio en el pensamiento embera, como también en el de otros indígenas.

En el mito se ilustra a la perfección lo anterior por medio de una estructura frecuente: de la identidad se pasa a la total oposición para instaurarse luego, por medio de un orden en equilibrio, la situación de hoy, la de la vida indígena presente.

Unos ejemplos bastarán. De la carencia de agua en el mundo por su encierro en el jenené, se pasa a una gran inundación, exceso de agua, tras el derribo del árbol. Las aguas se van retirando lentamente y en forma parcial, originándose el actual orden de relación entre agua y tierra, selva y río, equilibrados excepto cuando intervienen los seres de abajo, los jais o los Jaibanás.

Jinopotabar vive en una tierra en la cual solo hay día pues la luna brilla demasiado de noche, como si fuera el sol. Sube por una guadua hasta alcanzarla y le araña la cara. Luego cae al mundo de abajo, en donde el sol brilla de noche y las gentes cazan y ejecutan sus actividades normales en ese periodo. Regresa a la tierra, mundo intermedio entre los otros, y en donde la oscuridad nocturna sobreviene por los arañazos en la cara lunar.

De otras regiones es el relato sobre el origen de la noche. Inicialmente no hay sino día, la oscuridad está guardada en una caja o bolsa; cuando escapa, la oscuridad total cae sobre el mundo y no se ve nada; luego se establece un orden de equilibrio con la sucesión del día y de la noche (Bourgue, 1976: 140-141).

El Jaibaná es, pues, mediador entre el nivel causal y el vivencial de la realidad. Humaniza cuando disyunta lo que anormalmente se ha unido. Crea mediación, equilibrio, cuando restablece los lazos entre lo que, también en forma anormal, se ha disyuntado completamente. Pero este es su papel como hombre plantado en el mundo de la experiencia vital. Cuando “hechiza” es señor del mundo de abajo, ser natural y por ello antihumano, está del lado de la oscuridad y de los jais, de la identidad. Pero son sus dos facetas, no puede dejar la una por la otra, no puede hacer primar ninguna de ellas; él mismo es el equilibrio, la mediación entre ambas condiciones y entre los mundos. Si antes dije que era el hombre-tigre, ahora se ve que es, igualmente, el hombre-serpiente, el hombre-río, el hombre-agua, el jai banía.1

SER SUBTERRÁNEO; SEÑOR DE LOS JAIS

El doble carácter del Jaibaná está presente durante todo el tiempo que dura la curación, ya que es en virtud del mismo que puede lograrla. Hombre de este mundo y hombre del mundo de abajo, en ello reside la razón de su eficacia; hombre del agua y hombre de la selva, por eso puede enfermar y sanar.

Su aspecto de hombre primordial le permite manejar la energía de las cosas, los jais o esencias, incluso puede incorporarla a su propia energía, a su propio poder; para reafirmarse en este aspecto de su ser se dedica a la ingestión permanente de la chicha de maíz o de chontaduro, bebida del mundo de abajo, bebida de los jais. Es por medio de ella que reivindica su identidad entre los seres primordiales y puede llamarlos, convidarlos y festejar con ellos (los informantes dicen que los jais vienen y que con ellos danza, canta, toca instrumentos). Y, como tal, accede al mundo de lo causal y se mueve en él, en donde el pasado continúa estando presente. Allá se encuentra con sus antiguos maestros, en los lugares en donde hace tiempo discurrieron juntos, y unen sus fuerzas para la curación. O se enfrenta con ellos si son los causantes de la enfermedad. En ese nivel de lo causal, todo el tiempo y todo el espacio se ponen a su disposición aquí y ahora. Tiempo y espacio confluyen en el lugar sagrado que ha delimitado dentro de la vivienda.

El bastón significa el jenené, lugar de la identidad primigenia entre los elementos, y, como he dicho, no actúa, está simplemente ahí. Por tal motivo puede prescindirse de él, ya que esa condición tiene realidad por sí misma, visible y habitable para el curandero. El bastón únicamente la materializa para los demás hombres. Está en la mano izquierda; no se mueve ni con él se actúa sobre el enfermo.

Y la pintura de la cara lo hace el hombre-tigre, el hombre-jaguar rojo, dueño por lo mismo de los animales de la selva, de sus jais, pero también hombre ancestral, no humanizado aún, viviente dentro del jenené, colocado del lado de la naturaleza y capaz de modificar las causas de la enfermedad, naturales como se ha visto.

Algunos autores diferencian dos tipos de jais de animales: los de presa, causantes de la enfermedad, y los otros, cuyo poder es curativo. Esto iría acorde con el mito sobre los carauta, unos convertidos en animales de presa por haberse enojado, los otros en animales pacíficos. De todos modos, y con referencia a unos y otros, el tigre es su señor, como Imamá era el jefe de todos los carauta.

VERDADERO HOMBRE; DADOR DE HUMANIDAD

Su lado plenamente humano, embera, está realizado también, durante todo el tiempo, por la palabra, a través del canto.

El mito ha recalcado muchas veces la cualidad plenamente humana de la palabra, separando o diferenciando los hombres actuales de otros hombres o seres según hablen o no. Hablar es comunicarse, salir fuera de uno mismo y establecer relación con los demás, abrirse a ellos. Y con el canto, el Jaibaná va relatando lo que ocurre en su paso por el mundo esencial: cuál es la causa de la enfermedad, quién la ha producido, a quién busca para ayudarle a curar. Y ratificando constantemente su condición de verdadero hombre.

Este, y no el de llamar a los jais, es el verdadero papel del canto. Sin él, el Jaibaná correría el peligro de hundirse en el otro mundo, de quedarse allí, de dejar primar en su ser su carácter primordial, perdiendo el de embera y, con este, su poder curativo. Cantar es hablar; y hablar es ser hombre.

Pero hablar es actuar. Mediante el canto se narra lo que ocurre en el nivel de realidad que los asistentes no perciben. Y, al mismo tiempo que se narra, ocurre. Porque se narra, sucede.

La palabra tiene un poder creador que no nos es extraño. Ya el evangelio de Juan nos plantea que “en el principio existía el verbo, ... y el Verbo era Dios”. En otra parte, la Biblia narra la creación del mundo mediante la palabra: “Y Dios dijo: hágase la luz; y la luz fue hecha...”, continuando así para todas las cosas.

La mitología embera reconoce este poder generador-creador de la palabra. La culebra jepá desciende el río San Juan, creando el territorio embera al nombrarlo. Carabí da origen a los diversos procesos de trabajo por medio de la palabra. Se encuentra con alguien que está trabajando y le pregunta: ¿qué estás haciendo?, le responde: sembrando maíz. Y él le dice: quedarás sembrando maíz. Jinopotabar se queda en la luna y, para poder bajar, dice: mompará, mompará (piedra), inmediatamente se hace pesado como las piedras y cae, rompiendo la tierra y cayendo al mundo de abajo.

O sea que, con su canto, el Jaibaná no se limita a reafirmar su humanidad sino que la crea. También es esa su forma de trabajar; con el canto expulsa a los jais, restableciendo la perdida humanidad del enfermo.

Durante horas, el Jaibaná canta... canta... canta... “Soy hombre” ... “Soy verdadero hombre”.


 
 
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