Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
JAIBANÁS. LOS VERDADEROS HOMBRES
 

VII. EL JAIBANÁ: HOMBRE DE CONOCIMIENTO

Aquí quiero hacer una recapitulación de la concepción embera relacionada de alguna manera con el Jaibaná, o que ayuda para definirlo y comprenderlo. No todos estos puntos de vista los he expuesto antes en forma explícita, pero todos ellos pueden desprenderse del contenido y enfoque de los capítulos anteriores y, por supuesto, están respaldados por la información dada en ellos. Algunas cosas no parecerán suficientemente claras, y esto es así no por deficiencias en su presentación, sino porque no están todavía completamente aclaradas para mí. Incluso opino que un fenómeno como el jaibanismo, tan complejo como malinterpretado hasta ahora y, sobre todo, tan fuertemente reprimido que amenaza con desaparecer, no podrá ya ser esclarecido en una forma completamente satisfactoria para un modo de pensar como el nuestro.

Del conjunto de esta concepción derivaré la idea del Jaibaná como hombre de conocimiento, es decir, de sabio, como lo reconocen los propios indígenas.

UNIDAD Y DIVERSIDAD

El centro del pensamiento embera es la idea de una gran unidad originaria, primordial, como se manifiesta, bien en el gran jenené, bien en el mundo de abajo, bien en otros apartes del mito, unidad en la cual están conjuntados, identificados, aspectos diversos. De ella hacen parte los más importantes elementos de la vida indígena: el agua (orden del río) con los peces, los Antumiá y los Dojura, el árbol (orden de la selva) con el tigre (señor de los animales de presa), el jaibanismo y sus elementos asociados, los antecesores de los humanos, no humanizados aún por causa de su identidad con la naturaleza, por su mezquindad de antropófagos e incestuosos. Unidad primigenia de donde deriva todo lo existente en la actualidad, siendo, por tanto, su causa original, la esencia primordial (Ver Gráfico Nº 1).

Esta es la realidad existente en el tiempo del mito; pero sin representar, como siempre se ha creído, un pasado, un primer momento de la historia, el punto de partida de ella, sino un nivel de realidad presente en esta durante todo el tiempo, siendo, por eso, ahistórico en el sentido occidental.

Esa unidad primaria se disyunta, sus componentes se separan, se desidentifican, haciendo resaltar su diferencia, y se oponen, dando así la impresión de un pensamiento que los concibe como pares de oposición ya no identificables y entre los cuales no cabe ya mediación alguna (Ver Gráfico Nº 2).


La disyunción y oposición tienen como resultado la humanidad del embera y el transcurrir de su vida diaria, de su cotidianeidad. Y, claro está, el ambiente complejo y diferenciado en donde este hombre se mueve y vive su vida.

La identidad primera, esencial, sigue primando sin embargo. Al contrario de lo que piensa Levi-Strauss, los opuestos tienden siempre a la identidad, al equilibrio. Y esta doble situación se manifiesta por medio de la dinámica espacial que he analizado, conjunto de direcciones, de movimientos y transformaciones que mantienen ligados, comunicados, fluidos a los opuestos. Y ello por ser la disyunción ese doble proceso: caer-salir, por lo cual no es total ni esencial, sólo parcial y aparente (Ver Gráficos Nos. 3 y 4).

Es la cara visible de la realidad, y no un presente por oposición a un tiempo mítico pasado. Unidad y oposición conforman una sola realidad, la del mundo, en la cual existen dos niveles o dos caras, la primera esencial-causal, no visible pero que el mito revela; la segunda manifiesta-causada que conforma la cotidianeidad vivida (Ver Gráfico Nº 5).

En el mito, la presencia de la oposición trastorna su estado, engendrando la dinámica de los movimientos y las direcciones, generatriz no en el sentido de origen sino de causa y determinación. En la vida diaria, la identidad produce su trastocamiento, alterando su normalidad; y haciendo necesario el operar en ambos niveles si se quiere restablecer la situación inicial, pero principalmente en el mítico ya que es el causal.

La unidad y diferencia entre agua y selva, jepá y tigre, ocupan un lugar central en este pensamiento y hacen del embera un hombre más acuático que selvático, desde el punto de vista de sus concepciones.

Los lugares principales del diario acontecer, selva (tierra) y río, así como el mundo subterráneo (a la vez bajo el agua y la tierra) y el cielo (a la vez tierra y agua), aparecen netamente diferenciados y caracterizados, pero el conjunto de los movimientos los une en su diferencia, los hace partes de una unidad de lo múltiple, como unidad de lo diverso es, también, el embera.

El tiempo o, mejor aún, el estado de identidad, no es algo del pasado, posible solamente de recordar. Al constituir la esencia, el contenido fundamental de la vida manifiesta, vivida, está allí todo el tiempo, circundándola, determinándola, oculto tras ella pero actuante; si es la causa de lo existente cotidiano, es también lo que determina el destino por venir y, por supuesto, los diarios sucesos de la vida del indio. Es, en este sentido y desde este punto de vista, un eterno presente, un invariable manifiesto a través de la variedad, una permanente identidad manifiesta en la oposición y mediación de sus componentes.

Existiendo estos en su concreción como mundo humano, mundo de y hedeko, mundo de los dojura, selva, río, nacimiento, bocana y otros que he precisado ya, es decir, dados como espacio diferenciado, la dinámica de sus necesarias mediaciones aparece como movimiento, como desplazamiento espacial, en el cual los aspectos naturales del entorno que gozan de mayor movilidad, serpiente, río, rayo, etc., asumen el peso principal de su representatividad (Ver Gráfico Nº 6).

La historia no es, entonces, cambio a través de la duración, del fluir del tiempo, sino movimiento espacial; de ahí la importancia de la territorialidad, pues ella suministra el espacio, en el doble sentido, para el correr de la historia. Recorrer el territorio, caminarlo, es hacer historia; tal Quintín Lame, “el indio que bajó de las montañas al valle de la civilización”.

EL HOMBRE QUE SUEÑA

Cuando planteo que los embera conciben una realidad dual pero una, con un nivel manifiesto, el de la vida cotidiana, y otro oculto, el de las causas-esencias que determinan el primero, no quiero significar que esto es aceptado así en forma explícita por los indígenas. Al contrario, para el hombre común el único mundo al alcance de su conciencia y de su acción es el de la vida diaria, el de las manifestaciones fenoménicas; el mundo de las esencias se le aparece, en el mito, como un mundo anterior, como la condición de “los antigua”, como una forma de vida que ya no existe, completamente separada y distinta de la forma actual, como si entre ellas no hubiera ninguna relación presente. Y que sólo por el rito pudiera recordarse, revivirse.

No capta, pues, la conexión entre el mundo de la apariencia y el de la esencia; no capta que el primero expresa el segundo, lo concretiza y lo pone de manifiesto; para él se trata de dos realidades diferentes y relega la de la esencia a un pasado originario que se pierde en la noche de los tiempos, expresando la diferencia entre ambos niveles en una forma temporal.

Y a este nivel de captación lo han recogido los antropólogos, hablando del mito como de un pasado, como del tiempo de los orígenes.

No así el Jaibaná. Este es un hombre de conocimiento. Es un sabio, como lo denominan los propios indígenas; es un doctor de indios. Trasciende con su aprendizaje y con su acción el nivel de la conciencia espontánea y la acción ciega del hombre ordinario. Por esto es, una vez más, el verdadero hombre, el hombre completo ligado con la realidad en su complitud.

El accede a la esencia de lo que los demás solo viven, del mundo de la experiencia empírica, del cual el hombre común únicamente logra hacerse representaciones más tarde transmitidas a los antropólogos. Este sabio es quien accede al mundo que entrega el mito, como conjunto que es de las categorías conceptuales del grupo social y de su sistema de conocimientos acerca de las leyes causales del universo que lo rodea. Categorías y conocimientos que son expresados, nombrados mediante la palabra de una manera especial, por intermedio de relatos de acontecimientos que dan la impresión de ser pura experiencia vivida, que parecen referirse a hechos ocurridos en la mera cotidianeidad aunque ésta sea diferente a la de hoy, pero que en realidad son formas de verbalización de conceptos abstractos, expresándolos por medio de un sistema de personajes y argumentos, de la trama y de su desarrollo.

Los indígenas han logrado una forma de expresión conceptual muy diferente de la occidental, en la cual los conceptos se expresan, se materializan con palabras. Ellos expresan los suyos con el relato de acontecimientos, de situaciones “típicas”, aunque sería más acertado calificarlas de arquetípicas. Esto les permite expresar en forma directa sus conceptos como hechos concretos que, por sus características y circunstancias, abarcan plenamente el contenido abstracto que deben significar.

Esto ha inducido, ¿cuándo no?, a desacertadas afirmaciones e interpretaciones, como aquella conocida de que los indios no tienen pensamiento abstracto. O como aquellas que llevan a idear los más fantasiosos métodos para buscar el contenido conceptual oculto tras los relatos míticos, cuando precisamente la característica del mito es la de que en él el conocimiento está dado en forma directa y explícita; solamente queda verlo.

Y ver es exactamente el poder del Jaibaná; constituye la cualidad fundamental que lo hace hombre de conocimiento. Porque para los indígenas embera, y para muchos otros, el conocimiento no es algo que se elabora sino que es visto. El proceso de conocimiento no es, pues, una elaboración teórica producida por el pensamiento; es un proceso de relación directa con algo que está dado desde siempre, que está ahí: el nivel correspondiente a la esencia de la realidad. El conocimiento no se produce, existe y se llega a él por medio de una relación directa, la de ver. Pero es necesario aprender a ver y para ello está el proceso de iniciación del Jaibaná.

Cuando el Jaibaná puede ver la causa de la enfermedad, accede al conocimiento-contacto con su esencia, con sus causas y las leyes que la determinan; entonces puede conformar las cosas a estas leyes, actuando, para conseguirlo, en ese nivel esencial, en ese otro lado del mundo en donde su acción puede obtener los efectos buscados. Para lograr cambios en el nivel de lo vivido, debe dirigir su actuar hacia el nivel de las causas, de las esencias. Y como su capacidad desborda los marcos estrechos de la enfermedad, como tiene acceso a la causalidad de todo su universo, su poder se extiende sobre todos los demás elementos del mismo; es el poder total.

Ese nivel de las causas, nivel de la unidad, es inaccesible al hombre corriente a causa de la disyunción originaria, pero el Jaibaná puede llegar hasta él puesto que su existencia es tan real como la de la vida cotidiana (está ahí, aunque oculto).

De ahí que aprehender el mito en el grado de conciencia que de él tiene el informante corriente, el de los simples hechos, significa caer en un empirismo que el Jaibaná trasciende porque es capaz de ver.

En idioma embera, conocer es, también, encontrar. Es ir al encuentro de un conocimiento existente con independencia del hombre, en el tiempo y el lugar del mito, es decir, en ningún tiempo y en ningún lugar, o, mejor, en todos los tiempos y en todos los lugares en los cuales transcurre la vida del embera. El proceso de disyunción establece barreras entre los dos niveles de la realidad; el hombre corriente se ve obligado a detenerse ante ellas, el Jaibaná las franquea, puede pasar ese velo engañoso que Carabí puso ante los ojos de los hombres para ocultarles el cielo.

El mito habla de la escalera que comunicaba los mundos y que los hombres subían y bajaban con libertad; un día, la escala cayó y los mundos quedaron incomunicados; el Jaibaná restablece la comunicación y nuevamente puede ver aquel “cielo”.

El vehículo, el método que le permite pasar las barreras es el sueño, del cual ya he dicho que no se trata de un sueño en el sentido más general de la palabra, sino de un estado que ella sólo define muy imperfectamente.

Levi-Strauss dice que los australianos llaman al mito “el tiempo del sueño” (1964: 343), agregando que mito y ritual traen el pasado hacia el presente, lo hacen una parte de la realidad actual, de la vida de hoy. Asimismo muchos otros investigadores consideran que el rito no hace más que revivir una situación original, narrada por el mito, o sea, que revive el pasado en el presente, convirtiendo a los indios de hoy en sus ancestros.

Acorde con lo que ya he planteado sobre que el mito no narra un tiempo pasado, sino que esta es solo la visión espontánea del informante no iniciado, pienso que la afirmación de los australianos sobre el mito significa, más bien, que mediante el sueño es posible vivir en el mito, en el nivel de realidad que este manifiesta, el de las esencias, el de las causas; mediante el sueño el Jaibaná franquea el umbral que separa los dos niveles de la realidad y puede ver directamente aquella parte oculta a los demás hombres, pero no solamente verla, sino desenvolverse en ella, actuar en ella. Y verla es conocerla, conocer la realidad completa, tanto en su manifestación como en su causalidad. Soñar es conocer.

Pero el Jaibaná no se detiene en el conocer, este tiene una finalidad: la acción para transformar la realidad. El conocimiento está ya en el mito, pero esto no basta, pues no es suficiente para el cambio, hay que entrar en contacto con esa parte de la realidad. Así, soñar es transformar.

La palabra embera undui significa al mismo tiempo ver y conocer, saber, confirmando que el Jaibaná ve por medio del sueño y, al ver, conoce.

Otra palabra embera para designar la acción del Jaibaná es el verbo kabai, cuyo significado es el de conocer, pero igualmente significa trabajar, especialmente trabajar la tierra. Se trata de transformar, abriendo la tierra o, mejor aún, de abrir la tierra para poder transformar, producir; de este modo, ver es abrir aquello que encierra, ocultándola a la vista, la parte esencial de la realidad visible, circunstancia que permite cambiarla, modificarla. Y esto es, para los indios, un verdadero trabajo, quizás el trabajo más verdadero.

También los indios andinos, aymaraes y quechuas, utilizan en sus lenguas respectivas y para designar el proceso de conocimiento, el saber, términos que lo asocian con el “multiplicarse como sementera” (Kusch, 1973: 84).

Ya esto fue entrevisto por Marx quien consideraba la magia como parte del proceso de producción, ya que en el pensamiento indígena era concebida como una transformación de la realidad, tan cierta y efectiva como la producida por los demás procesos de trabajo, no importando, según él, que la transformación lograda por la magia tuviera lugar únicamente en la cabeza, en el pensamiento.

En castellano, los indios siempre se refieren a la acción del Jaibaná con la palabra trabajo, considerándolo claramente como un productor cuya actividad, como la del agricultor, se realiza dentro, en este caso dentro de la realidad, en su nivel esencial; podría, en este sentido, considerarse como el verdadero productor. Es hombre de conocimiento no porque produzca saber, sentido que se le da a este concepto en occidente, sino porque produce, genera cambios en los fenómenos operando de acuerdo con las leyes que los rigen. Esto apunta a la concepción práctica, no especulativa del conocimiento.

EL TIEMPO ES CIRCULAR

Para terminar este capítulo haré algunas anotaciones sobre la manera como los embera conciben el tiempo, tal como puede desprenderse de lo ya expuesto sobre el tiempo mítico.

El mito no se ubica en el pasado. Si es originario, primordial, no es por haber ocurrido en el tiempo primero, sino por representar la esencia de la cual los fenómenos y acontecimientos de la vida diaria derivan, siendo sus manifestaciones históricas y concretas, sus formas.

Esencia que es la causa y explicación de cada hecho, y faceta fundamental de lo real. Tras de cada cosa, determinándola y, al mismo tiempo, existiendo a través suyo, está su presencia. Ocurra hoy el fenómeno, se haya dado en el pasado, esté en el porvenir, se trata siempre de formas diversas de esa misma esencia que, desde la óptica del tiempo, aparece como incambiada, inmutable, siempre la misma, sin historia. Y que es accesible solamente al Jaibaná, constituye el entorno de la cotidianeidad.

Por eso, cada Jaibaná y sus actividades no son otra cosa que manifestaciones fenoménicas, históricas, del Jaibaná, del Jaibaná del mito, de la esencia de ser Jaibaná, la misma siempre. La sucesión de todos los Jaibanás concretos y de sus acciones constituye la historia concreta del Jaibaná-esencia, de aquel del mito. Y cada uno de ellos, en cada momento, encarna a todos los que han sido y a aquellos que serán. Por eso, además de su concreción en el momento, participa a la vez de la esencia misma del jaibanismo y de su “intemporalidad”.

He dicho que lo histórico, lo cotidiano, es resultado de la disyunción de opuestos, unidos antes en lo primordial y que siguen enlazados aún a través de las muy distintas mediaciones. Así, el ser cotidiano aparece en el centro de un círculo sobre el cual es posible ubicar, al extremo de múltiples diámetros que representan las necesarias mediaciones, a aquellos opuestos. Todos estos diámetros-mediaciones convergen, entonces, sobre el centro de la realidad vivida, determinada así de una manera múltiple y desde muy diversas direcciones espacio-temporales (Ver Gráfico Nº 7).

Toda la dinámica fluye siempre sobre ese punto, dando la impresión de que el tiempo se ha detenido o, al menos, de que no transcurre, cuando, en realidad, su curso está dado por el girar del círculo sobre su centro. El tiempo es circular y cada punto-momento del círculo está atrás, adelante, arriba, abajo con respecto al centro según su transcurrir (Ver Gráfico Nº 8).


La lengua embera, como la de otras sociedades indias, confirma y, a la vez, se explica por lo anterior. La palabra tea quiere decir simultáneamente después y atrás. Naa significa al mismo tiempo antes, delante y acá; es decir, que tres dimensiones coinciden en un punto espacialmente ubicado. Algunos expresan esto diciendo que el futuro viene de atrás. Y agregan que el pasado está por delante, ratificando de paso la manifestación del tiempo en términos de espacio. Por eso puede decirse que, para los indios, su territorio encierra el pasado y el futuro de la comunidad.

Es precisamente esto lo que ocurre en el “espacio sagrado” delimitado por el Jaibaná para la curación. En tal lugar, acá y ahora (en el sitio y momento de la curación), convergen todos los tiempos y todos los espacios, dándole una dimensión atemporal y aespacial o, mejor aún, haciendo coincidir allí todos los tiempos y todos los espacios con el ningún tiempo y ningún espacio, es decir, creando en la vivienda un lugar y un tiempo míticos y, por ello, esenciales.

Ubicado en él, el Jaibaná posee el control del tiempo y el espacio; desde allí están a su alcance el pasado y el futuro, y no hay distancias que constituyan barrera para su accionar. En este espacio mítico puede reunirse con sus maestros “ya muertos”, o estar con uno de ellos en el río Claro, cuyas arenas pisa, o en las playas del San Juan, de donde ve a la garza de la enfermedad levantar el vuelo, o recorrer el mundo buscando el “alma” del enfermo, o “traer a Bogotá con sus edificios, gente, Monserrate y todo”.

El tiempo como elemento de la historia, en el cual se vive la vida cotidiana, es solamente otra mediación, es otro río que corre: el río del tiempo (decir que también nosotros usamos). Y, por eso mismo, puede ser representado por el río en su fluir. El espacio embera, creado y ordenado por el fluir de los ríos y el correr de las jepás, de los ríos-caminos de jepás, y convertido así en territorio, encierra, contiene al tiempo. La historia se concibe en forma de espacio, el territorio contiene la historia.

Resulta apenas obvio que las nociones de progreso y desarrollo correspondientes con estos puntos de vista, tan diferentes de los occidentales, estarán también muy alejadas de las nuestras (Ver Gráfico Nº 9), sin que por ello se pueda afirmar, como es tan frecuente, que los indios no tienen noción de progreso ni de desarrollo.


Esta concepción propia del tiempo como circular, como girando sobre su centro, se rompe con la inserción de las sociedades indígenas en la sociedad occidental con su concepción lineal-direccional, adquiriendo una conformación del tipo espiral, resultado de la combinación de ambas concepciones y movimientos (Tamayo, 1982: 78-79) (Ver Gráficos Nos. 10 y 11).



 
 
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