Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
JAIBANÁS. LOS VERDADEROS HOMBRES
 

V. EL PROCESO DE HUMANIZACIÓN

Sobre la forma como aparece la humanidad, es decir, los embera, disponemos de diferentes versiones. Su análisis es importante porque, como ya se ha visto, los Jaibanás son considerados como los hombres verdaderos, como los verdaderos embera; por tanto, en ellos deben estar concentradas las características básicas, esenciales de la humanidad.

En páginas anteriores de este trabajo he trascrito la historia del surgimiento del hombre a través de un proceso que lleva desde los burumiá, pasando por carauta y bibidí, hasta los hombres actuales, proceso que no se concibe en la forma de una evolución lineal, mediante sucesivas transformaciones de unos en otros, sino realizado por medio de una serie de rupturas, interpretadas por algunos autores como creaciones fallidas, cada una de las cuales va desgajando más y más a los hombres de la naturaleza, punto de partida de todo. Si se quiere expresar en el lenguaje de moda en la antropología, estas rupturas van produciendo una disyunción entre naturaleza y cultura, cuyo final resultado son los hombres, la gente, los embera.

En el relato sobre los burumiá estos aparecen como los primeros hombres, todavía estrechamente ligados a la naturaleza por su asociación con los tigres y su vida arbórea, también por su unión estrecha con los diablos o antumiaes y, especialmente, por su carácter de antropófagos.

Ya las características que se les atribuyen los asemejan con los felinos: son dormilones, utilizan sus manos como garras para procurarse alimentos, etc. Pero, además, se hace énfasis en su convivencia con los tigres en el interior de grandes árboles de jenené, siendo aquellos sus guardianes.

El jenené es el árbol que contiene también el agua y los peces, según nos cuenta el mito de jentserá (Pinto, 1978: 154-163). Así, el mito asocia a estos primeros hombres con el agua, los peces y el tigre (o sea, con el río y la selva), dentro del jenené, lugar de conjunción original de todos estos elementos.

Desde el punto de vista del parentesco se encuentran igualmente algunos aspectos de gran interés.

Los burumiá se casan con mujeres-diablas y los Antumiá les enseñan a valerse para sobrevivir; dada la identidad, ya mostrada, entre Antumiá y diablo, es claro que aquellos son sus cuñados. Situación corroborada por el nombre que se asigna al tigre guardián, imamá-pekoré (tigre-suegra). Así pues, desde el ángulo del parentesco, el mito puede esquematizarse así: 1) suegra-madre-tigre. 2) esposo-semi-hombre-semitigre (burumiá), 3) esposa-diabla (antumiá), 4) cuñados diablos (antumiá).

La no mención del padre, el papel que se asigna, en este y en otros mitos, a los cuñados en relación con el esposo, apuntan al carácter matrilineal y matrilocal de los burumiá, antecesores “naturales” de los embera, siendo éstos hoy patrilineales y patrilocales. De este modo se da una diferenciación, y por lo tanto oposición, entre la matrilinealidad y matrilocalidad míticas “naturales” y la patrilinealidad y patrilocalidad históricas “humanas” Se asegura que antiguamente sólo los antumiá-diablos eran Jaibanás; ello implica que las esposas de los burumiá, sus cuñados y su suegra-tigre eran Jaibanás. Así lo corroboran los mitos sobre el origen del jaibanismo, con una diabla, esposa de Antumiá, que roba niños para iniciarlos, o con una mujer iniciada al interior de un árbol gigantesco (casi seguramente un jenené, el cual contendría también, originalmente, al jaibanismo).

Con base en el carácter matrilineal atribuido a los burumiá, hombres míticos, la asociación antumiá-tigre-jaibanismo queda otra vez indudablemente establecida, ya que la mujer-tigre-suegra debe necesariamente ser Jaibaná para que lo sean sus hijas e hijos.

Por ser antropófagos, Carabí destruye a los burumiá y a los tigres por el fuego, es decir, mediante la cultura, al quemarlos-asarlos. Carabí se presenta aquí como humanizador al oponerse no sólo a la trilogía antumiá-tigre-jaibaná, sino también a la matrilinealidad y la matrilocalidad y, sobre todo, al canibalismo.

Según esto y contrario a lo que he dicho al principio, el Jaibaná aparece asociado con la naturaleza y no con la humanidad, a la cual se opone. Este problema será resuelto más adelante.

El mito de los carauta es casi una reproducción del anterior, pero en él, la relación a la cual se opone Carabí es la relación matrimonial incestuosa entre hermanos y hermanas y entre padres e hijos. Y, mientras los burumiá son destruidos por antropófagos, los carauta lo son por incestuosos. Ambos fenómenos aparecen entonces como simétricos, simetría posible por tratarse de variaciones de una misma situación esencial, la cual permite su intercambiabilidad.

En ambos casos se trata de unir, por una comida real en el canibalismo, por una figurada en el matrimonio, elementos similares, de la misma clase.

Un mito watuna pone de presente este doble sentido del comer (Civrieux, 1970: 201):
Kumachi, el lucero de la tarde, era un muchacho que vivía en la tierra; un día encontró una muchacha bonita y le preguntó: “¿quién es tu padre?”. Ella dijo: “Ma'ro, el Jaguar”. Se fueron a casa de ella y cuando llegaron dijo a su padre: “mira este muchacho que encontré en el camino, te lo traigo de yerno”. Ma'ro dijo: “bueno, trajiste mi comida”; ella respondió: “tu comida no, tu yerno”.
Pero este unir cosas de la misma naturaleza significa una negación del dar, del intercambio, es decir, se trata de una acción de mezquinar, de negar a otro lo que se tiene.

El concepto de mezquinar aparece, en las dos situaciones, como la característica que separa a estos dos primeros hombres creados (y fallidos) de los hombres embera, de la plena humanidad. Su destrucción por Carabí es, entonces, la eliminación, la ruptura con lo que impide a burumiás y carautas ser embera, ser gente; si seguimos la terminología antropológica, con lo que separa a la naturaleza de la cultura, significada esta por el intercambio, por el dar, creador de relaciones sociales y, por tanto, de sociedad. El mezquinar es asociado con la naturaleza y opuesto a lo humano. Se entiende así la fuerte valoración negativa del mezquinar, no sólo entre los embera (uno de cuyos mayores insultos es embera cachirúa, gente mezquina), sino entre los indios en general.

Ser mezquino, incestuoso o antropófago son cosas del mismo orden. Se trata de retener lo propio en lugar de darlo, sea comiendo algo de la propia naturaleza, o casándose con alguien de la misma sangre, o guardando el agua y los peces dentro del jenené (mito de jentserá) sin darlo a los hombres o a Carabí, o quedándose con el fuego para ahumar solamente los propios peces (como hace himo, la iguana, en otro mito).

Los dos últimos mitos, de jentserá y himo, nos muestran que mezquinar o negar es concebido como guardar dentro; así que dar es sacar fuera, es lo abierto contra lo cerrado. La prohibición de la antropofagia y del incesto implican, de la misma manera, salir fuera, intercambiar naturalezas diferentes, abrirse a lo otro, a lo distinto, siendo esta la condición de humanidad. Mezquinar, ser incestuoso o antropófago, es estar cerrado, guardar dentro, estar del lado de la naturaleza.

Dentro del mismo orden de cosas se ubica la diferencia entre los seres del mundo de abajo y los de nuestro mundo, representados por Jinopotabar en el mito ya mencionado. Aquellos (los Dojura, de quienes se dice que son todos Jaibanás) son seres sin ano, por ende cerrados, y no pueden defecar, dar del cuerpo, sacar afuera. La situación de los seres del mundo de abajo aparece, pues, como cerrada, como cerrada es la del jenené que contiene los distintos elementos. Este estar cerrado se concibe como la situación primordial de la cual se derivan el devenir histórico y la vida social, entendidos como abiertos; y el abrirse, el salir fuera es el movimiento que produce el paso de una a otra, su transformación.

Pero la situación del jenené, a más de ser cerrada, es la de una unidad de todos los elementos, diversos pero identificados en su interior. La unidad es, entonces, la situación primordial de todas las cosas; la separación de ellas constituye la situación actual, la de la humanidad. La naturaleza es entendida como identidad dentro de una unidad, y por lo tanto, como equilibrio entre lo diverso; y también como lo esencial.

Así, si los burumiá son semihombres, semianimales, es por ser caníbales; si los carauta son convertidos definitivamente en animales, es por ser incestuosos.

Este carácter natural, animal, de los carautas, es planteado explícitamente por el mito, ligándolos con el tigre. Por un lado, su jefe se llama imamá, tigre, por otro, la mayor parte de ellos son convertidos en tigres. Esta asociación, planteada entre los burumiá en el campo del parentesco, se desplaza, entre los carauta, al campo de las relaciones de jefatura, relaciones políticas.

Hasta aquí, la prohibición de la antropofagia y del incesto se presentan como dos pasos en el camino de la naturaleza a la humanidad, pasos mediante los cuales se va disociando lo que primordialmente está unido, se van oponiendo aspectos inicialmente identificados.

El mito de los bibidí los describe como una mezcla de diablo, animal e indio. Y también ellos viven en jenenés guardados por tigres y son antropófagos. Esto los coloca del lado de la naturaleza, carácter reforzado por la denominación de cuevas de madera que se da a los jenenés.

Pero su destrucción no es motivada por el incesto o el canibalismo, sino por la identificación imposible entre el acto de comer y el acto sexual en condiciones imposibles. A una anciana, por tanto mujer infértil, le toca como alimento el pene de un burumiá capturado y muerto por los bibidí, elemento fecundante. Aquí se ven conjuntados dos actos que antes se daban separados, alimento prohibido, acto sexual prohibido. La mujer debe comer, en el doble sentido del acto sexual y de la alimentación, un alimento prohibido, pene humano, elemento a la vez sexual y antropofágico. La prohibición sexual se ha desplazado desde el incesto hacia la imposible relación sexual de una vieja, ya por fuera del intercambio sexual. Y ya no es Carabí quien causa la destrucción de estos terceros hombres “fallidos” pues su papel lo cumple ahora la vieja.

La humanización se plantea como resultado de una serie de disyunciones entre elementos originalmente unidos: prohibiciones del incesto y la antropofagia, separación del hombre y los tigres, salida del jenené (morada inicial), separación de los hombres y antumiá; así también, en otros mitos mencionados, la caída del jenené, trozado por la ardilla chidima, que da origen a los ríos y pone el agua y los peces a disposición de los hombres, el robo del fuego a la iguana por parte de Carabí, y, por último, la expulsión de la jepá del sitio de Jeguada, creadora del territorio a medida que desciende nombrando los lugares.

En todo lo anterior, el movimiento de salir aparece como engendrador de humanidad, pues aun las prohibiciones, tal como se vio, son entendidas como un abrirse, un ir de adentro hacia afuera.

Otro mito sobre la creación confirma lo anterior al hacer al hombre producto de la saliva de Carabí, es decir, escupido, salido fuera de la boca y del cuerpo del creador, en un símil directo del agua contenida inicialmente en el jenené.

Dentro del ciclo mítico de enfrentamiento entre Tutuicá o Tutruicá y Karagabí o Carabí recogido por Pinto (1978), María de Betania (1964), Severino de Santa Teresa (1924) y otros, se cuenta que estos dos seres, señores del mundo de abajo y de este mundo y el de arriba, respectivamente, compitieron para crear a los hombres. Carabí los hizo de piedra y, aunque se movían, no hablaban; Tutruicá fabricó sus muñecos de barro (tierra más agua) y estos se movían y hablaban. El señor de este mundo se vio obligado a humillarse pidiendo un pedacito de barro a su contrincante; hizo sus muñecos y ahora sí sirvieron, los sopló a través de una costilla que sacó de su cuerpo y, con ello, les quitó la pesadez inherente a la tierra, siendo los hombres de hoy. El mito no lo dice, pero es de suponer que los seres creados por Tutruicá son los habitantes del mundo de abajo, ya que se les atribuye, como a aquellos, la inmortalidad, mientras los embera son mortales.

Se observa con claridad cómo este proceso incluye una situación doble de equilibrio y de unidad de elementos diversos, por una parte se precisa de la unidad de Tutruicá y Carabí o sea del mundo de abajo y de nuestro mundo y el de arriba, por la otra, la unidad de tierra y agua en el barro. Nuevamente es Carabí quien desprende definitivamente al hombre de la naturaleza al quitarle la pesadez de la tierra, aunque es Tutruicá quien lo hace hablante, otra característica fundamental de la humanidad. Estos hombres son distintos de los del mundo de abajo, los dohura, de quienes se afirma que son Jaibanás. Otra vez, a diferencia de lo que se plantea al principio de este capítulo, el Jaibaná aparece relacionado con el mundo de abajo y opuesto a los hombres de hoy, haciendo parte de la naturaleza.

La ausencia de la pesadez propia de la tierra como característica de humanidad, diferenciadora entre los seres del mundo de abajo y los hombres, es tema del mito de Awena, mujer que engorda extraordinariamente durante el encierro ritual por su primera menstruación. A medida que engorda se va haciendo más y más pesada y se hunde poco a poco en la tierra, hasta llegar finalmente al mundo de abajo; cuando se mueve allí, produce los temblores de tierra. Es la hermana de Betenabe, madre de los peces y ya mencionada (Chaves, 1945: 152-153).

Es notable cómo, en la historia de estas hermanas, los dos elementos originarios del hombre, tierra y agua, encarnados en ellas, recuperan su condición original natural.

Los embera son, pues, productos de la unidad entre Tutruicá y Carabí, del mundo de abajo y de este mundo, de la tierra y el barro, del equilibrio entre las fuerzas y poderes de estos elementos, diferentes pero unidos.

En otro de los enfrentamientos entre los señores de abajo y de arriba, ya relatado (Betania, 1964: 47), aparece de nuevo el barro, cuyo señor es Tutruicá. Al resultar quemado el tigre (Antomiá-torro, según Santa Teresa) dentro de la olla, el barro se hace frágil, pues antes era duro como el metal. El fuego, elemento humanizador, propio de la cultura, da al barro su consistencia actual, haciéndolo apto para ser amasado y, por tanto, para fabricar con él al hombre.

En este mito es preciso destacar dos aspectos: Uno, la intercambiabilidad entre el tigre y antumiá, que se basa en su identidad fundamental y que encontramos antes en varias ocasiones. Otro, nuevo pero previsible, la identidad entre tigre y barro, unidos ambos, por consiguiente, a Tutruicá y al mundo de abajo.

Hasta aquí he mostrado una serie de identidades recurrentes en numerosos mitos, creencias e informaciones de los indios, entre Tutruicá, Antumiá, mundo de abajo, tigre, barro y Jaibaná. Como anoté hace poco, únicamente el Jaibaná, considerado como verdadero hombre, aparece desubicado dentro de este conjunto, pues debería, al contrario, ser opuesto a él. Pero, ¿es realmente así? ¿Cómo se explica esta contradicción?

AGUA Y TIERRA: UNIDAD ESENCIAL

Ya se vio cómo el Jaibaná llama para sus actividades a los jais. Siendo estos de tres tipos básicos, los Dojura, del agua, los Antumiá, de la selva, y los jais de animales selváticos resultantes de la transformación del “alma” de los muertos. Los dos primeros se conciben en ocasiones como seres únicos; otras veces son presentados a través de diversas manifestaciones, es decir, como multiformes. Los Dojura son vistos como seres del mundo de abajo, pero también como “madres del agua” o de “los peces”; como “señor de los animales selváticos”, el o los Antumiá.

No son extraños estos dos conceptos en el pensamiento indígena americano, apuntando claramente a designar la esencia de los fenómenos a los cuales se refieren, esencia de la cual dependen las leyes que los rigen y, por tanto, su comportamiento y/o desarrollo, su causalidad. En algunos casos los conceptos de “dueña” y “dueño” comportan igual significación.

Pero siempre, concepto de esencia y causa traducido a una conceptualización castellana que corresponde, más o menos, a la manera como los indígenas perciben el conjunto de relaciones que lo manifiestan. Más cercano al pensamiento indígena, el mito de Jinopotabar, en una de sus versiones, utiliza la designación de “mata de los animales” con ese significado.

Ya he expuesto las razones por las cuales descarto la denominación de diablos o demonios que los indígenas dan con frecuencia a tales jais.

La distinción entre Dojura y Antumiá permitiría pensar en una similar entre ríos y selva, sus espacios correspondientes. Y aun entenderla en una forma occidental-levistraussiana como de opuestos irreductibles entre los cuales no hay mediación posible, descubriendo en el pensamiento indio un modo de concebir las cosas aparentemente dialéctico, el de los pares de oposición.

La forma como unos y otros aparecen expresados permite demostrar que tal visión sería no solo incorrecta, sino, además, contraria a este pensamiento, fundado más bien en la noción de equilibrio a través de la unidad de los opuestos (como lo muestra la concepción de la humanización), cuya oposición y contradicción constituye solamente la manifestación externa, la apariencia de aquella identidad esencial. Tanto oposición como identidad, contradicción como equilibrio, hacen parte de su concepción, pero manteniendo entre sí una relación jerarquizada de efecto a causa.

Las informaciones de los indios cuando al referirse a una misma actividad mencionan a veces a los Dojura, otras a Antumiá, otras más a ambos, pero siempre ligándolos o asociándolos con el agua, han llevado a muchos investigadores a considerar, bien que los indios se confunden o no están seguros de lo que dicen, bien a pensar que se trata de creencias que se diluyen a medida que se van perdiendo, ya que lo esperado al indagar es una nítida y constante diferenciación.

Cuando se quiere identificar al gran número de seres en los cuales se cree (he mencionado ya a muchos), ocurre algo parecido. Se consideran como Dojuras, o simplemente como del agua, seres cuya figura es la de animales del monte, generalmente de presa, o cuyas características deberían ubicarlos, desde el punto de vista de los investigadores, en relación con la selva. Así Doautaumiá, madre de las tatabras, Dosata, un felino, Dosina, un jabalí, y otros cuyos nombres ya indican, por medio del prefijo Do- (río), su relación con el agua. Y de los cuales se afirma que viven en los ríos, pero sobre todo en aquellos de la “montaña”, es decir, de los lugares que la selva cubre aún. Información que señala ya la estrecha unidad entre selva y río.

A su muerte, el Jaibaná puede convertirse en Aribada o Mohana, cuya identidad con Antumiá ya mostré. Pero también en Nunsí, pez mítico que encontramos en el relato sobre Jinopotabar, designado explícitamente por algunos informantes como “aribada del agua”, y cuyos ojos refulgen en la oscuridad. El poder de transformación del Jaibaná es, pues, ambivalente entre selva y río, lo cual no señala precisamente una oposición absoluta entre esos dos espacios.

Etimológicamente, Dojura proviene de Dojuru = nacimiento del río, nacimiento que se encuentra en lo más alto y cerrado de la selva, en sitios poco visitados y muy temidos.

Una información anterior lo confirma. En las cabeceras está el origen de los primeros jais, aquellos que el Jaibaná toma directamente de la naturaleza y lleva a vivir a su casa, teniendo que alimentarlos permanentemente con chicha, “pescarlos” si nos atenemos a la etimología del término embera para la chicha: Itua, derivado de i = boca, y túa o dúa = anzuelo.

No deben extrañar, entonces, las contradicciones que al respecto presentan los distintos autores citados. Para algunos, Antumiá es masculino y selvático, señor o dueño de los animales de monte, de los cuales se dice a veces, incluso, que constituyen su cuerpo; para otros es la madre del agua o, como dice Pinto, una deidad femenina estrechamente asociada con el agua.

Con los Dojura acontece igual cosa. Son los espíritus del agua, pero se originan y viven en la selva cerrada de las cabeceras. Otros los ubican bajo las aguas, en el fondo de los ríos; y no falta quien los considera como los seres de debajo de la tierra, los aremuko o aramuko.

Cito de nuevo a Pineda y Gutiérrez (1958: 447), quienes resumen sus informaciones así: los Antumiá, Antomiá o Tumí son los espíritus del mal. Los hay que viven en la tierra y se dibujan de color negro y se representan como culebras o tigres; los que viven en el agua se pintan de color rojo y se representan como serpientes que viven en las lagunas de las partes altas y que los indios se abstienen de visitar.

Según otros, Antumiá es la misma madre del agua que sale de ella y se lleva a los hombres para comérselos. Los Jaibanás no son comidos por ellos, al contrario, son sus jefes y los envían a comerse a los demás. El concepto de espíritus del mal que aquí aparece se utiliza también por otros autores, como Pinto, al identificar a Antumiá o a Tutruicá con el diablo, y haciendo lo mismo con los jais. Y algunos al presentar a Carabí como dios o como el bien. O, como hace Horton (ya citado), al considerar la existencia de un lado negativo y otro positivo. El espíritu de los relatos míticos, el papel que Antumiá juega en el jaibanismo y el de este en la vida social, el concepto del diablo llevado por los misioneros y su uso, inducen a creer que este concepto de mal es de reciente introducción, al menos en la forma como se nos presenta hoy. Por eso asombra a algunos la simpatía que los mitos muestran por Tutruicá y aun por Antumiá. En todo caso, la relación entre el mal y el bien está distante de la creencia católica de la lucha entre el diablo y Dios.

Esto último se advierte sin lugar a dudas en el mencionado ciclo de pruebas entre Tutruicá y Carabí (del lazo, del fuego, del hijo, del agua y de la canoa), pues ambos seres resultan siempre airosos, comprobando la igualdad de sus poderes: “Y con esto quedaron los dos convencidos de la igualdad de sus poderes y perfecciones” (Santa Teresa, 1924: 135). Incluso es posible percibir ligeras ventajas a favor del primero. En la prueba del lazo se lamenta que este no haya triunfado, pues los hombres serían inmortales. En la del agua, Tutruicá escapa con más rapidez; además, cuando Carabí es atrapado, su adversario se lo advierte. Ya mencioné lo ocurrido con la creación del hombre.

Se plantea en Pineda y Gutiérrez la existencia de un solo tipo de seres, los Antumiá, de los cuales existen dos clases, los del río y los de la selva. Esa es también mi opinión. Se trata de una unidad esencial ligada con el agua, que se manifiesta a través de dos formas distintas, Dojura y Antumiá, seres del agua y seres de la selva, respectivamente, entre los cuales prima el principio acuático como mostraré más adelante. Es de recalcar, por ahora, la común representación por medio de la serpiente.

La concepción embera es, pues, la de que tras la multiplicidad formal entre Dojura y Antumiá hay una unidad esencial entre ellos. Esto induce a plantear que cosa similar se da entre río y selva, entre agua y tierra.

Lo vimos ya con el barro, materia prima para la creación del hombre, carne de tigre quemado. Pero, ¿por qué el barro se asocia con el mundo de abajo? La respuesta a este interrogante conducirá a la solución de los problemas que he venido planteando en relación con la humanidad plena del Jaibaná.

El barro es unidad de tierra y agua. Otro tanto ocurre con el mundo de abajo, lugar de los Dojura, ubicado por los mitos a la vez bajo el agua y bajo la tierra, constituyendo ambas lugar de acceso a él. Allí, agua y tierra se unen para conformar ese mundo subterráneo en donde se originan (como ya vimos) los jais. Representa la unidad primordial, cerrada, entre agua y tierra (tierra que para los embera es selva). Los Dojura, creados del barro por Tutruicá, son igualmente una unidad de este tipo.

Pero también los embera son resultado de la unidad de agua y tierra en el barro, solo que esta unidad está mediada por la intervención de Tutruica y Carabí, no siendo, por consiguiente, primordial. En cambio el Jaibaná sí es unidad primordial, no mediada, de los dos principios básicos (agua y tierra), puesto que, como pasa con los Antumiá, todos los Dojura son Jaibanás, al decir de todos los informantes.

Por este motivo, por encarnar la conjunción original, no mediada por un proceso de creación, de humanización, como ocurre para los demás embera, el Jaibaná es el verdadero hombre, representa la esencia de la humanidad, del ser hombre, esencia de la cual los embera son solo manifestaciones, productos derivados, formas históricas de existencia. El Jaibaná es, pues, el verdadero hombre, el hombre primordial. Y como tal pertenece substancialmente al mundo de abajo y al mundo del mito. Y su aprendizaje no es otra cosa que un tránsito, un pasar del mundo cotidiano de los hombres al de las esencias y del mito.

Está sólidamente plantado en ambos niveles de la realidad. Como hombre común, sin ninguna cualidad especial, vive su vida cotidiana como cualquier otro. Como iniciado, como hombre esencial vive también en el otro nivel, el de las leyes y las causas de los fenómenos de la cotidianeidad. De ahí su poder. En él se encarna el dominio del hombre sobre la naturaleza y sobre los otros hombres, el poder total.

Pero si el Jaibaná dispone de tal poder es porque él mismo es parte de la naturaleza, como hemos visto en el análisis de la humanización. Si los hombres de hoy son solamente humanos, no ocurre igual con el Jaibaná, quien mantiene todo el tiempo su asociación con lo natural, fundamentalmente con el tigre y, a través suyo, con el barro, agua y tierra conjuntados.

En el mito del desarrollo de lo humano aparece del lado de lo cerrado-natural, como Antumiá, y dentro del jenené; también, ligado al tigre. Durante la vida corriente sigue estando relacionado con este felino y si, a diferencia de lo que pasa en el Vaupés, no se habla de que pueda volverse jaguar, la pintura facial roja lo recuerda todo el tiempo. A su muerte se hace aribada, y ya he mostrado la identidad entre este, Antumiá y el tigre. Es decir, que la muerte le devuelve su condición primitiva y fundamental; pero su vinculación con lo humano no desaparece, por ello regresa a la vivienda (motivo por el cual los antiguos embera quemaban las casas en donde moría uno; hoy la escasez de guadua no lo permite, así que desbaratan la casa y la reconstruyen a unos pocos metros de distancia), y aun presta sus servicios a los hombres como lo atestigua el relato recogido en Caramanta; el mismo reafirma su carácter animal, pues, pese a los beneficios que les aporta, los indios deciden darle muerte.

En su condición dual se hace referencia a algunos que son antropófagos y comen las asaduras (hígado y estómago principalmente) de la gente. Esto implica incorporar a su propio ser la energía vital de los demás, la cual reside en estos órganos, igual que hace con los jais que expulsa de los cuerpos en las curaciones, o con el poder que puede quitar a los ombligados, sacándolo como si escurriera el cuerpo de los mismos.

A su vez, si a su muerte se queman sus asaduras ya no puede convertirse en Aribada, en tigre, cuyo carácter animal es relievado al afirmarse que no puede hablar, característica exclusivamente humana.

Este proceso de transformación está asociado, como el propio jaibanismo, como la jepá, como la salida de los jais, con temblores de tierra, tempestad y truenos.

Ahora no es ya solamente tigre pintado, sino tigre real y definitivo. La naturaleza entra a dominar sobre la condición humana, roto el equilibrio. Pero en este nuevo carácter, dicen algunos, puede morir, y el agua hirviente le impide resucitar, recomponerse. Si se cocina se destruye. Así, el agua que es vehículo de transformación en su forma natural, impide el cambio y produce la destrucción si se hace agua cultural por medio del fuego.

El Jaibaná encarna, pues, la condición de pleno equilibrio entre agua, selva y hombre, y a ella debe su poder. Rota esta, regresa a la naturaleza, a la selva y al mundo de abajo, aunque sin dejar de “recordar” su vida humana, como el relato de Caramanta lo comprueba.


 
 
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