Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
JAIBANÁS. LOS VERDADEROS HOMBRES
 

III. CON QUÉ TRABAJA EL JAIBANÁ > Segunda parte

“LA DESTRUCCIÓN DE CARTAGO POR UN JAIBANÁ”
Voy a decirle estas historias. Era un indígena, doctor de indígena, que vivía en el río Agüita. Se llamaba Josesito Chigamá. Y se fue al Valle del Cauca; como tres años vivió el hombre allá.

Entonces los indios del Cauca le contaron de esos cuentos. ¿Quién sabe si es la verdad?

Era un hombre brujo, doctor de indio; era muy sabio. Mataba muchas personas. Hasta niños y niñas, acababa hasta mujeres y hombres. Entonces los compañeros del Cauca pusieron denuncio al pueblo de Cartago.

Entonces el señor alcaldía mandó policías pa’ poder coger al indio. Entonces lo cogieron, un brujo que era muy sabio, y trajeron a Cartago y le metieron al calabozo. Señor alcaldía dijo que: “está acabando mucha gente, muchas personas, y voy a castigarle muy duro a usted; no lo largamos, tiene que quedar ai, tiene que sufrir bien”.

Entonces el doctor lloraba, lloró mucho. Entonces el hijo de él, tenía 30 años de edad, también era sabio.

El señor alcaldía dijo que más bien mataran al brujo para que no matara tanta gente, que pusieran un hoyo en la tierra, echaran petróleo ai y entonces que al pobre doctor lo echaran ai pa' poder quemarlo. Entonces le dijeron: “mañana vamos a quemarlo a usted en el hoyo, porque está manejando muy mal”.

Entonces el pobre viejo lloraba mucho. Llegó el hijo, le preguntó: “¿Si es verdad, papá, que le van a quitar la vida suya mañana, que le van a quitar la vida suya mañana, que le van a quemar en ese hoyo? Que tan malo que usté se muera”. El viejo le contestó: “pues hijo, yo no voy a morir, solo no muero yo, mañana vamos a ver”.

Y la noche el muchacho le dijo al papá: “la vida tuya mañana, entonces ¿qué vamos a hacer papá?”. “Pues hijito, hoy noche vamos a trabajar verdaderamente como hombres y mañana como a las siete del día es que me van a matar”. “Bueno, papá, ¿cómo hago yo?”. “Pues yo voy a enseñar a usted. Vayase a la galería, comprese como doce docenas de huevos y a la noche trabaje por encima de la ciudad, poniendo, pero con un bordón, poniendo el hoyo, haciendo hoyos; en cada hoyo de esos ponga cinco huevos, hasta cinco huevos, pero a la cabecera de esta ciudad. Y entonces ai mismo se echa todo y mete el bordón en tierra, que lo mueva, en cada hoyo va moviendo. A ver mañana verán si voy a morir. Sí hizo todos esos hoyos y echó huevos, entonces ai mismo irá subiendo pa' arriba el agua en cada hoyo. Y de la mañana estarán llenos los hoyos con agua”.

El papá dijo: “entonces, dejate y verás ahora”. Y el hijo: “¿cómo vamos a trabajar?”. Entonces papá dijo: “A la tarde hagase un tamborcito de cuero de bokorró y el otro cuero de mamboré3 haga el tamborcito. Cuando oscurezca va a caer mucha tempestad: tóquese y grite este tamborcito y verá cómo va a pasar”.

Entonces dijo: “Bueno, papá, ¿a qué horas?”. “Mañana como a las 7 me van a quemar; aguarde”. Entonces durmieron y amanecieron.

Y de la mañana, el papá viejito llorando. El hijo dijo: “No lloréis”.

Entonces sí es la verdad, pobre indio, a las 7 de la mañana le cogieron pa' echarle en ese hoyo, quemarlo; pusieron petróleo, pa' quemarlo. A lo que está bien amarrao, lo están llevando, un sacerdote los encontró en esa calle, y le dijo: “Hombre, usté por qué no perdona al indio: ¿qué pasa? Y si ustedes no van a perdonar, ¿quién sabe? No tenía causa, ni delito, y lo van a matar”.

Y ai mismo mandó decir el papá: “brinca, hijo, que se llegó la hora, tú vas arriba de esta ciudad, me van a matar ya, toquese ese tambor”.

Entonces el muchacho sintió ya ese tambor bien duro, le echó mano y ai mismo un rayo cayó del cielo, pero fuerte, como dos veces cayó y la gente se aturdió. Entonces la alcaldía dijo: “es mejor largar a ese preso, si no perdonamos ese preso, quién sabe quién está echando esto; ese es mi Dios que va a castigar porque ustedes van a echar a quemar a un pobre indio; por eso es que va a castigar”.

Y ai mismo se oscureció el sol, el pueblo está muy oscuro ya, echando rayo encima, fuertemente echando; y el muchacho se brincó y se fue para arriba, junto al hoyo.

Y entonces ai mismo cogió uno bastón, dos bastones, los metió en la tierra y ai mismo decía, movía así: “muevase esta tierra, muevase, acabaremos esto pueblo de Cartago”. Y, entonces, cuando movía esos bastones, ai mismo se tembló la tierra como así, fuertemente tembló, tampoco no perdonó y tanto movimiento. El agua se subió pa’ arriba y corrió hacia la ciudad. Moviéndose la tierra. Entonces el agua se está cargando, se va cargando y a lo último, en un llanito había una capilla Iglesia, entonces la chorrera se juntó allá, entonces ai mismo llegó de primerito, tumbó iglesia y se hundió. El agua se fue pa' allá y se llenó otra vez, entonces ai mismo va hundiendo, va hundiendo, hasta que a la mañana se acabó la ciudad, ninguna casa, apenas llenó de agua no más apareció a la mañana.

Y entonces el hombre viejo se fue corriendo y dijo: “Camine, hijito, vámonos a esa montaña, que donde nosotros estamos se acabó todo. Por eso decía a usté que quedamos como hombres de verdad; eso es lo que quiero yo”.

Y se fueron por allá lejos de esta tierra, allá fueron, a vivir, hicieron rancho allá, allá vivieron con todo familia.

“Pero yo soy una cabeza muy grande, hijito, para que nadie venga detrás de nosotros, dejamos allá en los llanos moviendo la tierra, dejamos eso”.

Cada blanco que va a esos llanos moviéndose, ai mismo se loquea y se va pa' la casa otra vez, entonces no puede coger. Y vivimos así.

Y entonces de otro pueblo decían que ese no era castigo de Dios, eso no era castigo, era porque ustedes habían castigado a un indio que es sabio, entonces él hundió todo el pueblo por culpa de querer matarlo. Mejor hubiera sido que no hubieran molestado a ese hombre, pero como lo hicieron, se acabó Cartago.

Entonces otra alcaldía mandaron cogerlo otra vez y meterlo preso. Y cuando llegaban al llano para ir donde él entonces ai mismo la tierra temblaba fuertemente y el pobre blanco al suelo caía como loco. Se iba otra vez para la casa, para el pueblo y no podía andar más. Se loqueaban mucho. Y así pasó.
Cuando termina, un silencio ominoso cae sobre la oscuridad. Nadie dice nada, impresionados todos por la fuerza del relato. Y viendo quizás, como yo, que la figura gigantesca del Jaibaná crece y crece entre las sombras, hasta confundirse con la silueta borrosa de las montañas.

Cuando el silencio se hace insoportable, pregunto a Clemente por el poder del bastón. Y me dice, con la voz todavía llena por su relato:
El bastón es como un principal; el que no tiene bastón no tiene fuerza, no tiene mando. El bastón es como un gobierno.
Y calla otra vez, en la noche.

Nada hay en los mitos ni en las informaciones recogidas directamente con los indígenas del Chamí, que confirme la idea de algunos autores de que los jais viven en los bastones; tampoco que permita asegurar sin dudas que están representados en ellos. Resalta, en cambio, el papel de poderes, de mandos, de los bordones negros. Los misioneros con la idea fija de su papel imprescindible en la actividad del Jaibaná, convencieron hace unos 15 años a los más famosos de estos, durante un cursillo y con amenazas de condenación eterna, de que quemaran o entregaran sus bastones; con ello creyeron haber extirpado la práctica curativa. La situación de hoy muestra que su esperanza fue vana; y que el Jaibaná continúa cantando y curando aunque carezca de bastones. Que esto haya sido posible indica en una dirección: los bastones no son las fuentes del poder del Jaibaná, el Jaibaná lo tiene sin ellos. El conjunto de creencias de las cuales la práctica jaibanística es expresión concreta materializó algunos de sus conceptos y elementos en el bastón de jai ; perdido este, los mismos conceptos y elementos continúan existiendo, bien encontrando su concretización en otros elementos materiales, bien sin el sustento de ellos. Volveré sobre esta idea más adelante.4

Se hace preciso referirme ahora a otro producto del trabajo de la madera presente en el Chamí: el banco, tallado en madera de balso (ochromia limonensis) y que aparece tanto en el aprendizaje como en las curaciones, y siempre con el mismo papel, el de asiento del Jaibaná. (Lámina Nº 5, d y e, Lámina Nº 7).

Los que conozco tienen forma de armadillo (gurre) o de tortuga. O no tienen ninguna forma definida, habiendo sido únicamente aplanadas sus partes superior e inferior, la primera para que sirva de asiento, la segunda para que pueda afirmarse en el suelo. Cuando no están siendo usados en una ceremonia, son dejados en algún rincón de la casa y sirven para que se siente alguna visita o como juguete para los niños.

También se mencionan bancos con decoración geométrica incisa, sin precisar ninguna forma definida (Torres, 19-62: 28).

Su importancia comienza a ponerse de manifiesto en algunas de las informaciones ya citadas. El proceso de aprendizaje se menciona a menudo como “comprar banco”. Y la actividad curativa del Jaibaná como “poner banco”.

Es necesario recordar aquí cómo en el mito relatado por Narciso Siágama para el origen del Jaibaná, los espíritus o jais que estaban en el interior de la casa-árbol se sentaban sobre bancos que eran culebras jepás grandes y enrolladas. Esta asociación mítica con la jepá relieva aún más el carácter importante del banco, sin que nos permita aún esclarecer su sentido

Ciertos autores mencionan entre los bastones, unos en forma de lanza (miasú o miatsú). Por una sola oportunidad pude ver uno de ellos en el Chamí. Las referencias disponibles al respecto, casi todas ellas de tipo mítico, indican que se trata de verdaderas lanzas y que su carácter es diferente al de los bastones.
Antes decían que las piedras tenían alma, que andaban, que iban a bajar toditas al mar. “Que ya soñé que se habían tragado a un niño” les dijo Mikisu Jaibaná (el médico más bueno, el que más sabía de los antiguos) y entonces aconsejó que guardaran a los niños porque las piedras van para el Chocó, para el mar; pero no le hicieron caso. Las piedras siguieron rodando y entonces a los niños se los tragaron las piedras, dicen que entonces los niños se perdieron. El viejo se resolvió: “Me voy a matar a esa, ¿por qué tragó así?”. Se sacó una palma labrada llamada miasú y se fue a alcanzar, dice, y la ensartó y ahí mismo todas las piedras se quedaron así. Esa piedra dicen que está en Itaurí y se llama Traganiño. (Cayón, mitología).
Del mismo autor es la referencia a Porré, considerada por él como la madre del oro.
Por los lados de Taibá, en el patio de la escuela, vivía Porré. Era un animal que crecía más alto que la iglesia, crecía como culebra, era de oro y tenía barbas, como una manila de grueso cada pelo. Cuando tocaban un caracol en el sitio, crecía para arriba, chillando, se oscurecía, había viento y tronera. Se comía hombres con cuerpo y todo, trayéndolos en el viento. El Jaibaná Mikisu labró otro miasú; se fueron dos Mikisus y dice que tocaron el caracol para que crezca. Cuando estaba alto, Mikisu pasó la voz: “que duerma, que duerma, que duerma”, brujeándola cantando “que no se mueva nadie”. Entonces quedó quietecita y ellos se fueron abajo y pusieron una hilera de miasú en el sitio donde caía. Mikisu le jaló las barbitas y quedó sin moverse, ya dormido. Después se fueron otra vez a tocar el caracol y entonces cayó encima de los miasú y se murió. Ya Mikisu había dicho que resultara puro oro...
En una variante del mito de Baha (el trueno) intervienen también las lanzas en relación con dos Jaibanás.
El rayo era un hombre negro envidioso de los indios. Mataba a los niños de estos y subía los cadáveres al cogollo de la palma más alta para que se los comieran los gallinazos. Dos Jaibanás5 soñaron que con una lanza vencerían a Baha. Estos eran de los más finos (Jaibaná ara). Le clavaron la lanza (miatzu) en el pecho y lo vencieron (Santa Teresa, 1924: 53).
En el Chamí, un indígena me dijo que las miasú eran lanzas de madera que se utilizaban, antiguamente, para cazar o para defenderse cuando en la noche llegaban espantos. Es decir, con función en ambos niveles de realidad.

Cuando trata de los jais que las personas comunes pueden obtener por intermedio del Jaibaná, Reichel (1960: 121) afirma que se pueden adquirir algunos cuya función es la de servir para hacer daño a los enemigos y que aparecen armados con una lanza corta o una flecha. De aquí deduce que las lanzas son armas, no de los dueños de ellas, sino de los espíritus. No parece que este punto de vista se ajuste mucho a las informaciones que hemos aportado, en las cuales aparecen como armas de los Jaibanás contra los espíritus.

Los muñecos de madera tallada son ocasionales en el Chamí. Pocos he podido ver y ninguno de ellos en relación con el jaibanismo. Al preguntar a los indígenas por su uso, dicen que son adornos o juguetes de los niños. En cierta ocasión, al pasar por un rastrojo cerca de la casa, encontré uno de estos muñecos de casi metro y medio de alto. Me devolví y pregunté. Me contestaron que había sido hecho por ociosidad por un indígena que le gustaba hacer y que, como no servía para nada, lo habían botado.

Aquí viene al caso la observación de algunos autores que consideran que las figuras antropo y zoomorfas solo tienen un carácter “sagrado” mientras dura la ceremonia y sirven de asiento a los jais. Al terminar esta, son objetos comunes y corrientes y pueden desecharse.

Pinto considera que son componentes importantes del altar que caracteriza las casas de los Jaibanás y que describe de la siguiente forma (1978: 293-94): “En un extremo de la casa hay una pequeña prolongación, unos centímetros más alta que el piso pero del mismo material y tapada por una prolongación del techo. En esta especie de nicho hay: un espejo necesariamente cuadrado, enmarcado por ellos y de tamaño variable. El bastón, con el cual el Jaibaná duerme toda la noche. Se le llama Anyi-Jaia Ara. Puede haber varios bastones, pero uno principal. Figuras antropomorfas, algunas de macana, una para cada enfermedad que se sabe curar. Cada enfermedad tiene su encargado o jai uarra (jai niño). Cuando han sido misionados tienen también cruces de madera labradas a machete en tablas decoradas con pintura roja y negra, con pájaros, ranas y muñecos distribuidos simétricamente. El número de ellas tiene que ver con su prestigio. Sobresaliendo de todo está el jai principal o Dobirusa, especie de jefe de los otros jais. También hay frascos de colores cuyo oficio se ignora. En el Darién panameño se agrega un barco con figuras antropomorfas adentro, talladas en balso y que parecen ser los ancestros. Hay una tradición de 20 espíritus que vinieron del espacio en un barco fantasma, guiado por un jai , pasando por encima del sol y de la luna y perseguidos por malos espíritus”.

Parece que intervienen en algunas curaciones. “El enfermo se coloca en el piso sobre un tendido de hojas de plátano, bajo un toldo de parumas o una casita hecha con tablas tomadas del altar. Alrededor se colocan figuras antropomorfas y a la cabecera se sienta el Jaibaná” (Pinto, 1978: 303).

Otros las ligan a los espíritus tutelares que reciben los niños al cumplir un año. “Al año, el bebé recibe de manos de un chamán una pequeña figura antropomorfa de madera, de unos 30 cms. de altura. Representa el espíritu tutelar que lo protegerá hasta la edad adulta. No se trata de manera especial y para el niño es solo un juguete. Los adultos saben que tiene un poder especial” (Reichel, 1960: 115). El mismo autor cuenta que “la mujer de un chamán noanamá del bajo río Calima manufacturó varias figuritas antropomorfas de barro, macizas, que, según su marido, se emplean para la curación de enfermedades. Son de 18 cms. de altura y de barro gris granuloso. Por los senos se trata de figuras femeninas, aunque no tienen representados los órganos sexuales” (Id.: 97). Relaciona las figuritas de barro con las de madera y sugiere que estas son sobrevivencias de las de barro que se encuentran en arqueología. Así, la intervención de las de madera en las curaciones explicaría el uso de las de barro arqueológicas para los mismos fines, no sólo en esta sino en otras culturas.

Reichel diferencia las que representan espíritus tutelares de los niños y las que representan los de los adultos; las primeras, así como las de las curaciones, son de balso, las segundas, de madera dura, únicas y poco frecuentes y de unos 20 a 30 centímetros. (Lámina Nº 4, a y b, Láminas Nos. 8 y 9).

Robinson y Bridgman (1966-69: 194) las encuentran entre los noanamá del río Taparal, en donde se fabrican de madera dura y rojiza de chachajo (cedro), representan espíritus tutelares y se colocan en sitios visibles dentro de la casa.

En otro artículo, Reichel (1962: 181) menciona una figura antropomorfa encontrada en el río Nauca, “con extremidades articuladas tallada en balso. Los brazos y las piernas estaban unidos al cuerpo con espigones de madera. Estaba sentada al lado de la trocha que conducía a la casa de un Jaibaná y protegía su vivienda de los malos espíritus que quisieran acercarse a ella”. Estos guardianes de casa se observaron varias veces. Cuando se deja una casa varios días, se amarra una figura antropomorfa a un poste de la casa cerca a la escalera y nadie se atreve a entrar en ella. Es posible que esta fuera la función de aquella grande que encontré entre los chamí del Garrapatas.

En fin, que si en el Chocó su importancia es grande y su frecuencia alta, entre los chamíes van desapareciendo y con ellas su importancia dentro del sistema de creencias de los indígenas. Agregado al hecho de que nunca he oído mencionar los espíritus tutelares de niños y adultos que constituyen una de sus significaciones chocoanas.

También se tallan figuras zoomorfas de madera, además de los bancos ya mencionados. Su utilidad se vincula con las curaciones y parecen representar jais de animales; las culebras ocupan un lugar amplio en su conjunto. “Las representaciones de garzas que se dan en el ceremonial de la chicha o en las curaciones representan un principio ultraterrenal. Las garzas que vuelan río abajo presagian la muerte. Los espíritus de los muertos van al otro mundo en forma de garza” (Reichel, 1960: 128). En el Chamí no hay figuras de este tipo (Lámina Nº 4, c y d).

Pero sí tambores. Hechos de un tronco de madera ahuecado, sus parches son de cuero de guatín por un lado, y de venado por el otro. Su uso, en cambio, es “profano” y se destinan a marcar el ritmo para los bailes en las fiestas. La escasez de los animales mencionados ha ido produciendo su desaparición paulatina. También la creciente influencia de la música occidental, a través de radios, grabadoras, etc., ha tenido el mismo resultado.

En el mito, la presencia del tambor está ligada a las actividades jaibanísticas. Bien como acompañante de ellas (en el mito narrado por Narciso sobre su origen); bien como instrumento de Jaibanás-trueno (en algunos de los que siguen).

En la historia de la culebra Jepá, Clemente Nengarabe (1978: 419) dice que el Jaibaná:
Hizo un tamborcito de cuero de guatín; cada que lo iba a cuidar, tocaba el tamborcito: Tam, tam, tam. Entonces venía a la orilla, sacaba la cabeza y él le daba comida... Al viejo le dio ya pereza ir al llanito a cuidarlo y dijo: “Mas bien vamos a llamarlo con tambor pa’ que venga al patio”. Apenas tocaba el tamborcito, cuando lo iba a cuidar, se levantaba el animal con el agua, venía hasta la casa y abría la boca... Sin tambor no movía.
Más adelante continúa así:
Un día se fue a pescar y dijo a los hijos que no fueran a tocar al tambor que estaba guardado en el zarzo y se fueron... Entonces un chiquito se puso a jugar, a tocar el tambor. Tam, tam, tam. El agua se creció. El animalote llegó al patio, abrió la boca. El chiquito no le dio comida. Era molestando no más. Se volvió al charco. Y así por tres veces, hasta que el animal los devoró (id.: 420).
El mismo Clemente me cuenta sobre Ba, el trueno:
Era figura como nosotros mismos; era casao. Tenía muchos cuñados y lo aborrecían mucho. El corazón de él aguantaba. Mucho aguantó. Ese hombre dijo: voy a hacer un tamborcito nuevecito. Verdaderamente hizo. Voy a guardar arriba en zarzo hasta que me aburra; nadie ni puede tocar. Los cuñados le dijeron: vamos a hacer una chicha para hacer el baile y le tomamos.

Empezaron a tomar. Cuando estaban borrachos le aprovecharon y le pegaban. El defendía, pero con tanta gente casi no aguantó. Dijo: ustedes no me quieren, no aguanto ya. Me muero más bien. Cuñaos dijeron: ¿dónde va a ir, maldito?

Ba se brincó en zarzo, y trajo el tambor. Lo bajó y alegó: le tocó y les acabó a todos. Me iré al aire y ya no me van a ver. Subió y tocó el tambor muy duro y tumbó a todos los bailadores y acabó todos. Se levantó; se voló; entre el aire quedó, en la nube quedó ai... Cuando se oye el trueno, es el tambor de Ba que está tocando.
Termina Clemente su narración.

Una versión parecida recoge la madre María de Betania (1964: 29).
Para los katíos del Andágueda el trueno es el hijo de un jaibaná que tenía un tambor hecho de la piel de un sapo de loma, al que llaman memburé. Molestaba mucho con su tambor y su padre trató de castigarlo, entonces huyó y se subió a las nubes y por allí anda. El trueno es el ruido causado por ese tambor cuando al indio se le ocurre tocarlo.
Planteando de modo inverso la relación trueno-Jaibaná, se dice que es creencia de los indios que los truenos anuncian la llegada de grandes Jaibanás, venidos del lado en que se oyen esos precursores de su llegada.

En el Chamí solo he oído tambores tocados por los hombres en las fiestas, junto con las trompetas (fotutos) de yarumo y los pequeños tambores de caucho que las mujeres tocan mientras bailan (Lámina Nº 10).

LA “LOZA DEL JAIBANÁ”

Entre los recipientes, la llamada “loza del Jaibaná” ocupa un lugar importante, pues no parece ser circunstancial como las totumas y las ollas; es propiedad del Jaibaná quien la lleva consigo a las curaciones. Se trata de pocillos de loza, 4 según unos, 5 ó 6 según otros. En ciertos relatos se menciona también un plato. Son comprados en los pueblos y productos de la industria de loza nacional. Quizás en el pasado fueran de madera, pero no hay evidencia de ello.

No he tenido oportunidad de ver los platos de que se habla. Se trata claramente de la vajilla de los jais y en ella reciben su comida y bebida, tanto en las ceremonias como en su vida diaria en la casa del Jaibaná.

En enero de 1977 anoto en mi diario de campo que, como ya está citado antes, Paulino Viejo guardó bajo una piedra sus bastones y su plato de curar ante la persecución de los misioneros contra los Jaibanás.

En agosto de 1975, mi diario recoge de boca de Clemente la historia de un Jaibaná famoso “de antes de los españoles”. El narrador me lleva al extremo del corredor de su tambo en la montaña. Desde allí me muestra el río Agüita y sus afluentes y, sobre todo, el monte cerrado que hay en su margen izquierda. Y me explica que allá, en el otro lado, vivía mucha gente que ya no está. “La montaña guarda, como el río, muchos secretos”. Otra vez vamos a sentarnos en el banco de madera que hay en el corredor y comienza a contar:
Acho era un doctor de indio muy antiguo, venido del Chocó. Vinieron tres Jaibanás muy grandes; eran hermanos. Acho vivía con dos mujeres: una casada y otra amancebada. Sus hermanos se llamaban Carube y Gregorio Nariquiaza.

Carube vivía en la quebrada Jagua por el Agüita. Era muy brujo, muy Jaibaná. La mujer de Carube se murió y quedó solo con una hija. Los familiares estaban bravos con él, que hacía mucha brujería y hacía mucho daño. Y dijeron: matémoslo, más bien.

Carube supo que lo iban a matar y se puso muy triste. Le dijo a la hija que arregle chichita y guarapito fuerte que va a morir yo. Ella le dijo: no papá, no deje, resistamos más bien fuerte, con corazón. Pero él dijo: arregle la chicha no más.

A la tarde puso banco, puso pocillos, todo, y bordones: seis. Y empezó a cantar. Cantaba... Cantaba... A la media noche el hombre estaba cantando. Y le amaneció, y el hombre cantando. Le preguntó: mija, ¿todavía queda chicha? Sí papá, queda un poquito. Entonces déme.

Y tomó más y acabó de cantar. Cuando acabó, cogió los seis bordones, los pocillos, toda la loza y se fue por la quebrada, a un salto que hay allá. Muchas piedras grandísimas y por debajo se mete oscuro. Yo una vez pasé por allá y conocí y me mostraron y me dio miedo pensando en los bordones, pocillos y toda la loza de Carube allá.

Y llegó a ese salto y se metió por debajo, oscuro, y dejó todo allá y salió y bajó por la quebrada.

Cuando llegó a la casa se estiró en el suelo, se acostó y se tapó. Y la hija se quedó cocinando.

A medio día, le llamó y le dijo: papá, que venga a almorzar. Y no se movió. Entonces le tocó, y nada. Entonces lo destapó y vio que estaba muerto, ya se estaba frío. Entonces lloró mucho y salió corriendo donde la familia. Y les gritó que por culpa de ustedes él ya se murió, que ustedes estaban molestando mucho y es culpa de ustedes. Y así pasó.
EL ENJAGUADO Y EL EMBIJADO

Tanto las informaciones disponibles como mis propias observaciones coinciden en que el Jaibaná se pinta la cara con jagua y bija; a veces pinta también su cuerpo; pintura que los asistentes a las ceremonias no dejan de ostentar con frecuencia. Con gran regularidad los indígenas insisten en que se trata de pintura “como gatico”; excepcionalmente unos pocos aseguran que es pintura “como tigre” (imama). En épocas más recientes, el pintalabios se ha convertido en la materia prima para pintarse, pero la forma de hacerlo no ha variado.

El rostro se pinta preferentemente con bija, es decir de color rojo. La jagua, azul oscura, casi negra, sirve para la pintura del resto del cuerpo, bien en franjas, bien en forma continua.

Los indios coinciden en que la pintura “como gatico” es la de la cara, la de color rojo; la de jagua cumple una función protectora destinada a alejar la enfermedad o, más bien, las causas que la producen; así, es frecuente pintar a los niños con jagua en las épocas de epidemias para evitarles el contagio.

Un mito recogido por Milcíades Chaves (1945: 135-137) entre los chamíes de un grupo temporalmente asentado en cercanías de Riofrío, Valle, liga la pintura con la identificación de uno de los grupos que intervienen en la narración.
Los Siebidá (indios de la montaña) se disfrazaron de Erubidá (indios del valle) con majagua blanca. El más viejo dijo que fueran de cacería. Llevaban también consigo a las mujeres y a los niños chicos y grandes. El viejo de los Siebidá soñó que sus hijos habían muerto. Se murió un muchacho en su casa. El viejo lo dejó sin enterrar en un cajón debajo de la casa. A los ocho días hizo ruido y al abrir el cajón lo encontraron bocabajo. Lo sentaron en la leña y lo bañaron con beké cuatro veces. Quedó bueno y podía hablar. Lo pusieron Aribada. Vestido como Erubidá “con chaquira blanca en la cabeza y en las manos con pintas de jagua de los Erubidá”.
Con referencia a los colores, Cayón informa que si los Jaibanás se ponen adornos de lana en las coronas que les permiten ver los jais, estos solo pueden ser blancos (arriba), rojos (centro) y azules (abajo).

Roberto Pineda y Virginia Gutiérrez (1958: 447) incluyen una interesante información que viene a aclarar otras, ya mencionadas, sobre las pinturas rojas y negras en las tablas que usa el Jaibaná chocoano. Refiriéndose a los antomiá, antumiá o tumí que son los espíritus del mal, dicen que “los hay que viven en la tierra y se dibujan de color negro, los que viven en el agua se pintan de color rojo. Los primeros se representan a veces como culebras o como tigres, los del río o agua como serpientes que habitan en las lagunas de las partes altas y que los indios se abstienen de visitar”.

La significación de los colores que las informaciones anteriores permiten entrever, se ha perdido hoy en el Chamí y nadie da cuenta de ella ni logra confirmar las referencias dadas.

LAS HOJAS

Las hojas de biao, bijao, tordúa o platanillo son obligada referencia en todas las informaciones y en las observaciones de la iniciación, curación o chicha cantada presenciadas por testigos diversos. Pese a ello y quizá por tratarse de elementos naturales que se usan sin ninguna modificación, se les ha prestado poca atención dentro del complejo jaibanístico. Pero si volvemos nuestra atención a la forma de su utilización, su peso va destacándose gradualmente.

Recordemos que las hojas son, a diferencia de los bastones que el Jaibaná sostiene con la mano izquierda, los elementos más activos en la curación y que aquel las utiliza siempre con la mano derecha. Con ellas se soba al enfermo, ellas se agitan constantemente, sea sobre las cabezas de los asistentes y del propio enfermo, sea sobre los varios rincones de la casa en que se celebra la curación, con ellas se “barren” (como en la curación que encabeza este estudio) los achaques del enfermo hacia fuera del tambo. Con ellas se tapiza el lugar del “altar” o “mesa” en que “oficiará” el doctor de indios; con ellas se tapan las ollas, totumas, pocillos, y demás recipientes de la bebida y comida de los jais.

Al hablar con los indígenas sobre el biao siempre enfatizan una característica suya, el reverso de la hoja es blanco y esta película blanca se desprende con facilidad. Por eso lo denominan a veces “las hojas blancas”, pese a que el anverso de la hoja es verde. Al colocar la “mesa de los jais” es frecuente que las hojas de biao alternen la superficie verde con la blanca. Cuando se cura, el reverso blanco mira siempre hacia el maestro que canta, siempre es la parte blanca la que se mueve sobre las cabezas de los enfermos y los asistentes y es por ese lado que se soba a aquellos.

En la descripción de la ceremonia de “curar la tierra” (que más adelante incluiré en su totalidad), Misael Nengarabe menciona en dos ocasiones las hojas de biao:
A las seis de la tarde, anocheciendo, empezaban a tomar la chicha. El jaibaná ponía su guarapo con tendido de hojas blancas. Ponía cuatro pocillos y echaba guarapo o sea aguardiente; al terminar, repartía a toda la gente (la comida) y cuando ya comían todo, el Jaibaná se levantaba y desempacaba esas hojas de tordúa y empezaban a cantar todos y a tomar y a bailar y amanecían parrandiando hasta el amanecer.
En la quebrada Sinifaná, cerca a San Antonio, vive Inocencio Bigamá. Su habitación no es un tambo sino una casa campesina como las otras de la región. Con orgullo me pide que le tome una foto. Se monta en su yegua y se tercia la escopeta; luego me dice que está listo. Después entra en la casa, saca dos taburetes y charlamos en el corredor; estamos en diciembre de 1972:
Los Jaibanás se han acabado porque la gente dice que hizo maleficio a los niños y muere, y entonces uno coge rabia y mata. Unos han matado y otros se han ido. Ellos curaban la tierra. Se sentaban frente a la casa en hojas de biao blanco y cantaban bajito palabra que yo no atiende (nunca he podido entender eso palabra) y veía como persona que uno no veía. Maleficio se llama hechicería en el código y castiga.
En la misma vereda, dos días más tarde, Ritalina Siágama, a quien ya he citado antes, dice que para curar la tierra el Jaibaná: “se sienta a la puerta y canta al lado de hoja de biao”. Y allí mismo, Agustín Dozabia lo confirma: “el Jaibaná cura con hojas blancas y cantando”.

Para el Chocó, en cambio, los informantes señalan en lugar de la hoja de biao, hojas de palma, de iraca, de palmicho, pencas y aun ramos o abanicos de hojas secas. El biao solamente se menciona como tapa de las totumas y pocillos de chicha.

Pero en ninguna parte se hace referencia al por qué el biao o sus reemplazantes desempeñan ese papel. Mis referencias al Chamí no contienen tampoco ninguna explicación al respecto.

En el texto de Pineda y Gutiérrez (1958: 448) se dice que las vasijas que tienen chicha de maíz “se cubren con hoja blanca, sobre la cual se pintan cruces con bija para que los espíritus no se beban la chicha. Si los diablos la prueban, el que beba después enferma y muere. A los diablos tomadores de chicha los llaman bichi-paima y viven en el agua”. Pero aquí no aparece claro si es el biao o son las cruces pintadas las que detienen a los espíritus para que no beban, o si se trata de la conjunción de ambos elementos, aunque la cruz es, aquí, de clara influencia misionera. Por otra parte, esta observación contrasta con las mías y las de otros autores, ya que en éstas los espíritus beben la chicha de las totumas y pocillos tapados con hojas de biao. Además, al final se consume el contenido de estos recipientes por parte del Jaibaná y los asistentes, sin que esto produzca ningún efecto nocivo sobre ellos. También es cierto que ninguna de estas observaciones menciona las cruces pintadas con bija.

En los numerosos mitos únicamente he podido encontrar una referencia al biao, en su denominación de platanillo:
Dios y el diablo disputaron porque este quería la mitad de la gente y aquel no quería dársela. El diablo tiró al suelo un palo chico y de allí salió el platanillo. Dios tiró otro palo y salió la caña dulce. En esa época no había mas que hombres. Dios formó a los hombres en el San Juan y a las mujeres en la playa de Coredó (boca del Baudó) (Wassen, 1933: 110).
En otro lugar, María de Betania dice que Dios era Carabí y que el diablo era Tutruicá, el señor del mundo de abajo y dueño del barro, quien hizo el arco iris (euma) tirando al espacio un poco de agua.

Esto no aclara gran cosa el papel del biao, aunque avanza algo sobre su afinidad con el “diablo” y por tanto el porqué de su utilización en las actividades del Jaibaná, quien tiene relación con él. Esto contradice también la versión de Pineda y Gutiérrez, a menos que se acepte definitivamente que son las cruces de bija, y no el biao, las barreras contra los “diablos”.

LAS CASAS “SAGRADAS” Y LOS ADORNOS DE PALMA: ESPACIO “SAGRADO”

Dije ya que no se encuentran en el Chamí las casas “sagradas” que se dan en el Chocó. Encontramos, en cambio, los adornos colgantes tejidos en hoja de iraca, que no se mencionan para esos sitios. Creo que unas y otros cumplen el mismo papel, delimitar dentro de la vivienda un espacio “sagrado” en donde el Jaibaná desarrolla sus tareas. Pero veamos primero las variantes de la casa “sagrada”. (Lámina Nº 3, a y b).

Pinto (1978: 303) dice que, para la curación, el enfermo se coloca en el piso “sobre un tendido de hojas de plátano (¿biao?), bajo un toldo de parumas o una casita hecha con tablas tomadas del altar. Alrededor se colocan figuras antropomorfas y a la cabecera se sienta el Jaibaná”.

Reichel precisa (1960: 120), al referirse a la consecución de un espíritu tutelar por un adulto: Hace en la casa “un pequeño cuarto de hojas de palma, talla una figura antropomorfa de madera y la coloca dentro”.

Velásquez (1957: 217) dice que la curación se hace en “un rancho aparte de las casas comunes, cercado con hojas de palma... El Jaibaná se sienta en un banco de balso. Colgantes en círculo, figuras de balso pintadas con bija y siempre de hombres... El cuarto debe humedecerse antes con zumo de quedará o yerba de sapo (“scoparia dulcis”)”. Recordemos que su informante es un curandero negro que ha aprendido de los indios.

En otro artículo Reichel (1962: 182) se refiere a que en el río Chorí encontró “una estructura portátil y desarmable para el ceremonial de la chicha. Una armazón de tablas de balso sostiene una bóveda larga de hojas de palma entretejidas. Tiene un piso de espartos paralelos a 30 cm. sobre el suelo, donde se colocan las totumas con chicha. Mide 1.30 metros de altura y 2 metros de largo. Las cuatro tablas verticales tienen decoración pintada en rojo y negro, geométrica”.

Arosemena (1972: 13-15) describe así la delimitación del espacio operativo del Jaibaná en una curación que presenció en Darién, Panamá: “El día anterior las ayudantes limpiaron el centro de la casa, sitio de la ceremonia, regando agua, perfumando con hojas de albahaca. Y tapizaron con hojas de bijao [...] El día de la ceremonia, a las 6:15 p.m., los hombres colocaron en el centro cuatro varas que iban del piso al zarzo. Sobre este rectángulo y a 50 cms. del suelo, colocaron en forma de arcada cuatro varas y las taparon con parumas. Dejaron destapado el frente para meter a la niña. Las cuatro varas se adornaron en la parte superior con lazos de palma real [...] A las 9:05 p.m. las ayudantes limpiaron y perfumaron por última vez el área de la ceremonia. Pusieron hojas de bijao alrededor del nicho de curación y, sobre ellas, 42 totumas de chicha tapadas con hojas de bijao [...] Luego (a las 10:15 p.m.) pusieron a la niña dentro del nicho, desnuda, pintada con jagua y con un collar. Las mujeres jóvenes, en semicírculo y agarradas de la mano de la cintura de la siguiente, bailaron alrededor del nicho de curación, al ritmo de un tamborcito tocado por la primera...”.

Deluz (1975: 9) la reduce a “un altar en el centro de la casa, hecho con una plataforma apoyada en cuatro pilares y en la cual se colocan las calabazas tapadas con hojas de banano (¿biao?) y otros objetos”.

La comparación de las descripciones anteriores con la de curación de una vivienda, recogida por Rochereau (1933: 71-76), puede hacernos avanzar en la comprensión de la casa no como objeto sino como espacio. “Dos indias jóvenes prepararon la chicha, pintadas con guija y jagua, cara y cuerpo. Trajeron ramas de un árbol y agua. En la mañana, salieron de la casa, llevando las indias el agua y las ramas de árbol y hojas de palma. El Jaibaná enterró las ramas en cuatro puntos alrededor de la casa. Luego hizo como conjuros y asperjes, dando vueltas y deteniéndose en donde estaban las ramas. Dio cuatro vueltas. Al detenerse, cantaba y asperjaba. Prendió las ramas y las hojas y aventó lejos las cenizas”. Rochereau no vio la ceremonia nocturna que siguió a la actividad descrita, pero es claro que mediante esta el Jaibaná delimitó alrededor de la casa un espacio “sagrado” que la incluyera, así como las casitas delimitan el espacio que ha de incluir al enfermo.

Lo mismo se consigue con los adornos de palma de iraca que mencioné al comienzo: “Cuelgan de las vigas del techo cuatro grandes adornos de hojas de palmas de iraca. Están formados por haces de hojas unidos por su extremo superior (el mismo del que se atan a las vigas) y que se abren en el centro mediante una circunferencia de bejuco, dejando caer las puntas libremente. Amarrados a ellos se han colocado ramilletes y guirnaldas de flores silvestres. Dispuestos en las cuatro esquinas de un rectángulo imaginario, están separados entre sí unos dos metros y medio”.

“En el suelo, dentro del espacio delimitado por la proyección de los adornos colgantes, está dispuesto el ‘altar’. Colocadas sobre un arco de circunferencia se encuentran cuatro ollas de aluminio tapadas que contienen comida. Y las tazas y totumas con chicha de maíz”.

También dentro de este espacio se coloca la persona que sostiene al niño enfermo. El Jaibaná, en cambio, se coloca entre los dos adornos que dan a la puerta frontal del tambo, es decir, en el límite externo (en la puerta) del espacio así delimitado.

La concordancia de la utilización del espacio en este caso con los citados antes, por encima de su diferencia formal con ellos y la de ellos entre sí, no deja lugar a dudas acerca de la funcionalidad de los adornos.

Darío Nengarabe me explica, después, que es el espíritu el que indica al Jaibaná, en sueños, cómo debe preparar el banco para la curación. Este se hace con cinco adornos de iraca, cuatro adentro y uno en el corredor. En la curación que presencié, el espíritu indicó a Clemente que sólo pusiera los cuatro de adentro.

Volveré después sobre la significación e importancia de este espacio de trabajo del Jaibaná.

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PROCEDENCIA DE LAS ILUSTRACIONES

El dibujo del mapa es del autor. Las láminas fueron dibujadas por Yolanda Castellanos. Los objetos de las Láminas 3.a y 5.a se dibujaron a partir de Nordenskiold (1929). Los de la Lámina 3.b y c, a partir de Wassen (1963). Los de la Lámina 4, Lámina 6.e. g y h y Lámina 7.b y c, a partir de Reichel (1960). Finalmente, los de la Lámina 5.b-e, se dibujaron a partir de Reichel (1962). Los dibujos restantes son del autor


 
 
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