Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
JAIBANÁS. LOS VERDADEROS HOMBRES
 

I. EL “CANTO DEL JAI” (De mi diario de campo)

DICIEMBRE 20

A las dos de la tarde y luego de seis horas de camino, llego de improviso a la casa de Clemente en la cima del cerro. Saludo gritando desde lejos y, cuando me acerco al pie del tambo, Clemente está allí, esperándome, después de casi dos años de ausencia. “Volvió, amigo, mi amigo; creí que no nos vemos más”, fueron sus primeras palabras.1

Subo la escalera tallada en un palo de guadua y me siento en el banco de madera que Darío trae al corredor. Misael, Celina, todos salen a saludarme y tras unas palabras entran de nuevo en la casa. Clemente entra a veces y lo oigo hablar en voz baja, luego sale y reanudamos la conversación.

Sin que logre precisar por qué, noto un ambiente inusitado, diferente del de tantas otras visitas. La gente va y viene; sale de la casa y entra de nuevo; hablan en voz baja, mientras continúo en el corredor.

Clemente pregunta si voy a quedarme y respondo afirmativamente. Se pone de pie y entra en el tambo. Lo oigo discutir con Misael y Darío y con las mujeres. En ocasiones levantan un poco la voz y la palabra kapunía (el blanco) llega distintamente a mis oídos; es claro que constituyo el tema de la conversación. Al cabo de unos 10 minutos sale y me dice que vaya donde Darío a descansar un rato y a tomar una aguapanela; levanto mi morral y recorro cerca de 200 metros que me separan de la casa nueva2 de Darío quien ha resuelto abandonar la vivienda común en casa de Clemente y hacer su propia casa. Matilde me ofrece una totuma con panela raspada disuelta en agua, a la cual ha agregado limón. Luego escribo algunas notas y alrededor de las cinco vuelvo al tambo de Clemente.

Este me recibe en el corredor y nos sentamos en el suelo de esterilla de guadua, con los pies colgando y de cara al río San Juan. Al frente, los límites siempre crecientes de la finca de Reinaldo Valencia en Umacas comienzan a desdibujarse en la sombra de un atardecer oscuro y lleno de neblina.

Hablamos y, de repente, corta la conversación; me dice que esta noche va a hacer “fiesta hecha del maíz” o “fiesta del maíz” (benecuá) para curar al hijo menor de Darío, muy enfermo con vómito y diarrea y que no ha respondido al tratamiento con drogas aplicado durante más de una semana por las monjas del internado misionero. Me dice: “Voy a cantar canto de la noche a ver si cura nietecito, hijo de Darío que va a morir”.

Clemente, el Jaibaná más “arrepentido” de sus actividades de tal como resultado de las prédicas y amenazas de los misioneros, uno de aquellos que entregó su bastón de jai para que fuera públicamente quemado como prueba de su conversión, se ha decidido a cantar de nuevo el jai después de 16 años de silencio, para salvar la vida de su nieto, el más querido.

No puedo dejar de pensar en el “Decreto” que encontré pegado en una pared de la Alcaldía de Mistrató y que el cura leyó en público en la misa del domingo:

DECRETO NUMERO 16 (marzo 10 de 1976)

Por medio del cual se toman medidas de seguridad en la región de “Purembara”, y se transcriben unas disposiciones.

El alcalde del municipio de Mistrató, Risaralda, en uso de sus atribuciones legales y en especial de las que le confiere el artículo 542 del Código de Policía de Caldas en vigencia en este departamento, y considerando:

A) Que dentro de la población indígena se vienen haciendo prácticas con bebedizos y otras sustancias, con el fin de lograr lo que se denomina: “HECHICERÍAS O MALEFICIOS”, causando enfermedad y malestar entre la población indígena.

B) Que el Decreto del Gobierno Nacional No. 522 de 1971 en su artículo 57 establece lo siguiente: “El que con fines de lucro abuse de la ignorancia, la superstición o la credulidad ajenas, incurrirá en arresto de uno a doce meses”.

C) Que el Código Penal (Ley 95 de 1936) en su artículo 408 expresa: “El que induciendo a una persona en error por medio de artificios o engaños, obtenga un provecho ilícito con perjuicio de otro, incurrirá en prisión de uno a siete años y multa de diez a dos mil pesos”.

D) Que es un deber de las autoridades municipales tomar las medidas del caso con el fin de velar para que en el campo reine la paz, el progreso y la tranquilidad de los asociados,

DECRETA:


Artículo primero: Sancionar enérgicamente a los indígenas que violen las anteriores disposiciones de conformidad a la pena impuesta por los citados artículos.

Parágrafo: Para los efectos legales del presente Decreto se seguirá el procedimiento indicado para la respectiva disposición violada, teniendo en cuenta el grado de jurisdicción y competencia.

Artículo segundo: Copia del presente Decreto será entregado al señor gobernador de los indígenas, Clemente Nengarabe, señor cura párroco, padre Albeiro Rendón Echeverri, y al señor inspector departamental de policía judicial de Purembará.

Artículo tercero: El presente Decreto rige a partir de la fecha. Dado en Mistrató, a 10 de marzo de 1976.

El alcalde, JESÚS MARIA CASTAÑO GÓMEZ

El secretario, GILBERT0 BENJUMEA PÉREZ
Sentados allí mientras la oscuridad nos envuelve con rapidez, oyendo a lo lejos, al pie del cerro, las aguas del río que corren incesantes desde remotos tiempos, este Decreto parece lejano, irreal, parte de otro mundo. Aunque sé que para Clemente, el señor gobernador de los indígenas, el Jaibaná, el sabio, el “doctor de indios”, quien guarda una copia en su baúl de madera, su decisión de cantar de nuevo el jai es resultado de una larga batalla frente a los misioneros, que comenzó siglos atrás y en la cual los embera acaban de ganar una nueva victoria.

A las seis de la tarde ya se han reunido los pocos familiares que han sido invitados personal y directamente. Por recomendación de Magdalena, Clemente no quiso tocar la trompeta de caracol para llamar a los asistentes “para no disgustar a los vecinos”. La fiesta, como todos sus preparativos, se hace en secreto.

Desde la tarde las mujeres han trabajado en adornar la casa, aunque al otro día Clemente se queja de los pocos adornos porque “le tocó trabajar solo”.

En el centro del gran salón que constituye la casa, cuatro grandes adornos de hojas de palma de iraca cuelgan de las vigas del techo. Están formados por haces de hojas unidos por su extremo superior (el mismo por el cual se atan a las vigas) y que se abren en el centro mediante una circunferencia de bejuco, dejando caer las puntas libremente. Amarrados a ellos se han colocado ramilletes y guirnaldas de flores silvestres. Dispuestos en las cuatro esquinas de un rectángulo imaginario, están separados entre sí unos dos metros y medio.

Misael me comenta que “antigua esta era una gran fiesta” y los adornos de flores colgaban por todas partes en el interior de la vivienda y en el corredor delantero de la misma.

En el suelo, dentro del espacio delimitado por la proyección de los adornos colgantes, está dispuesto el “altar”. Colocadas sobre un arco de circunferencia se encuentran cuatro ollas de aluminio tapadas que contienen (según información de Celina) colada de maíz, arroz, café y chicha de panela respectivamente. Frente a ellas y cubiertas por seis hojas de biao, hay una buena cantidad de tazas y totumas con chicha de maíz (de chócolo). Y también cuatro pocillos de loza con chicha; y dos huevos cocidos. Las hojas de biao están colocadas con la superficie blanca o la verde hacia arriba, alternadamente. Este conjunto es la comida de los jais que participarán de la ceremonia. Más allá está el banco de figura zoomorfa (un armadillo), tallado en un trozo de madera de balso y sobre el cual se sentará el Jaibaná. Al lado derecho del banco, una botella contiene chicha de maíz destinada exclusivamente para Clemente; un ayudante la llenará, a medida que se vaya vaciando, con más chicha de maíz que se guarda en una olla de aluminio que descansa contra una de las paredes del tambo. Al pie de esta olla se ubican otras, llenas con chicha de panela que será consumida por los participantes.

El día anterior, por medio de un sueño, el Jaibaná “ha visto” qué adornos hay que poner en la casa y en qué forma debe colocar el “altar”; igualmente, la manera como debe transcurrir la curación según la causa de la enfermedad, “vista” también durante el sueño.

A las siete de la noche todo está listo para comenzar. Los asistentes nos hemos colocado, solos o en grupos, sentados en el suelo con la espalda descansando contra la pared.

Clemente ha vestido sus mejores ropas. Saco de paño gris a rayas y pantalón azul-gris. Varios collares de chaquiras grandes y colores fuertes: naranja, azul, negro. De uno de ellos cuelga un pito hecho con un pequeño caracol marino rojo, perforado en su extremo con ayuda de una lima. Del otro, un paquete de hojas y corteza de árbol. Pero se ha quitado la camándula que usa siempre colgada al cuello.

En la cabeza lleva un adorno de lana amarilla, azul y roja, atado sobre la frente con un gran moño. Más tarde, este adorno será reemplazado por una corona de fibras tejidas cubierta por manojos de lana de colores colocados alternativamente. En la parte superior de la corona colocará el adorno que llevaba al comienzo. De la parte posterior de ella cae sobre los hombros un lazo de lana amarilla. En la espalda, unido al saco con un gancho de nodriza, cuelga un ramo de flores de albahaca. Lleva camisa café y usa medias, aunque no zapatos.

La cara pintada con lápiz labial rojo “como gatico”, Clemente se sienta en el banco bajo dos de los adornos que se desprenden del techo, recoge una hoja de biao y comienza a cantar: a-a-a-a-a-... Su voz mantiene el sonido durante un tiempo, a veces se levanta, fuerte, otras desciende hasta hacerse apenas audible en la noche y el silencio. Comienza el “canto de la noche” que llama a los jais “que vengan para acá, que necesito para enfermo”. Se interrumpe, comienza otra vez: a-a-a-a-a-..., una mujer se sienta a la derecha de Clemente, en el suelo, sosteniendo en sus brazos al niño enfermo.

En katío, la voz anciana del Jaibaná va diciendo las palabras del canto, siguiendo una melodía estereotipada que se repite muchas veces durante el tiempo que dura su canción. Marcando con pausas más o menos cortas la separación de una estrofa a otra; cayendo el tono de la voz al final de cada una, hasta hacerse casi inaudible.

(La traducción fue conseguida al otro día de boca del propio Clemente. Para hacerla, este afirma que debe tomar chicha, y lo hace a medida que va escuchando la grabación y dando su versión en castellano. Al cabo de un tiempo de trabajo el Jaibaná está ya borracho y no puede continuar. Aquí se interrumpe la traducción, pues ya no fue posible continuarla en otra oportunidad a pesar de varios intentos. Otros Jaibanás, aun el propio hijo de Clemente, afirmaron no poder traducir porque solo el propio Jaibaná entiende lo que canta, pese a que las palabras están en el katío corriente. Así, la versión castellana que se presenta aquí es la que dio el Jaibaná mismo).
Los espíritus llamamos ahora, hacerle el favor, tenemos enfermito; hacer la curación. Como hombre puede trabajar y curar este enfermo.

Estamos trabajando aquí, mi diosito que le ayude. Mi diosito vino también aquí y curó a los enfermos.

De los enfermos en recuerdo del señor vamos a curar, mejor que alivie.

Los enfermos en gravedad que tienen, que haga el favor y los curan.

Nosotros que sabemos también hacer el favor a los enfermos estamos aquí, en la noche, cantando, vivir más larguito, darle salud a los enfermos.

Porque para eso nos enseñaron el favor del hombre; aquí puede hacer favor para los enfermos.

Dicen los del Cauca que Clemente no sirve para nada de la fiebre. Pero nosotros también sabe de la fiebre, también recuerdo lo que enseñaron y ellos no pueden decir nada; también puede curar hechicería que mandaron por allá de la fiebre.

Lo que dicen esos del Cauca, nosotros también andariegos; ellos no pueden decir nada, humillarnos, nosotros también de esos trabajos.

Somos nosotros el hombre pobre, atendiendo enfermitos, como trabajamos aquí, de pronto curamos; que le dé la vida largo.

Clemente detiene su canto. Durante él ha estado moviendo constantemente la hoja de biao que sostiene en su mano derecha. La mueve siguiendo el ritmo del canto. Unas veces la mantiene horizontal, moviéndola de un lado al otro; otras la hace oscilar verticalmente y con suavidad, como si flotara; otras más la levanta vertical frente a su cabeza y, mientras su voz se hace trémula, hace vibrar la hoja rápidamente, estremecida.

Al dejar de cantar recoge la botella de chicha y toma con tragos largos. Enciende un cigarrillo y fuma en silencio, con la cabeza gacha.

Acabado el cigarrillo, bebe otra vez. Y luego habla en castellano refiriéndose a mí: “Este amigo es muy bueno; él sabe; toda parte ha andao donde los indígenas de otro departamento, yendo allá; ellos lo acogen dentro del corazón de los indígenas. El sabe que aquí habíamos curao muchachito mío. Y curamos ese muchachito que se anda por ai y ya casi no le cae otra enfermedad nueva; ai está, tranquilo anda”. Se refiere a su mujer, enferma también y dormida en un rincón: “esa pobre Magdalena siempre ha trabajao pues, ya si no, porque no he tocao todavía de esa mujer como borracho por aguardiente, no me había tocao ver eso”. Habla en katío con uno de los asistentes

Sopla, como silbando, y comienza a cantar otra vez:
Vamos a trabajar como hombre esos trabajos, a-a-a-... ee. a-ea-a-a... a. a-a-a-a-... -a-a-a-a-e-a. a-a-a-a-a-a-e-a-a-. . . a-a-a-, a.

Los enfermos están, los enfermos están siguiendo, lo mismo están cayendo. Mi diosito a este mundo vino y curó mucho a los enfermos; nosotros en recuerdo de él, lo mismo en la noche está cantando.

Los pobres enfermos están sufriendo mucho; nosotros estamos trabajando en favor de él, de sufrimiento.

Mi diosito y trabajaba en este mundo, que me le dé larguita vida a estos niñitos; nosotros para eso trabajamos, que me le dé la vida.

De estos trabajos nosotros todavía recuerda en favor de los enfermos; como hombre estamos trabajando.

El hombre vamos a trabajar; por eso como están ahora, estamos trabajando como hombre, la verdad.

P’a eso estamos trabajando como hombre por la verdad, por estos enfermos, por eso de pronto le dará larguita la vida esto niño.

Doctor malo que manda maleficio , como hombre trabajamos; trabajamos; nadie ni puede mandar. A los brujos malos que mandan a nosotros y nosotros como hombre trabajamos; ellos no es capaz, que no manden maleficio malo.

Como yo trabajo como los mismos que se mandan, a favor de los enfermos; nadie puede mandar allí.

Porque nosotros estamos aquí trabajando, andando en favor de los enfermos, siempre de la verdad.

Uno lo que dice doctores, uno de los que más sabe, Clemente como que no sabe bien; pero nosotros también sabe de brujería, y no puede mandar nosotros aquí.
El canto se detiene otra vez. Mientras ha durado, reparten chicha de panela en una totuma. Cada uno recibe una totumada, la bebe y entrega el recipiente. Darío va a una de las ollas cerca de la pared, llena la totuma y la lleva a otro. Así hasta que todos han bebido, incluyendo las mujeres y los niños.


La gente no parece prestar atención a lo que ocurre, un grupo de muchachos toca discos en una esquina del tambo, mientras algunos niños bailan con la música. Otro oye su radio, otros más conversan y ríen. Pregunto si esto no estorba a Clemente y Misael me responde que no, que en antigua la gente bailaba mientras el Jaibaná hacía su trabajo.

Clemente se dirige a mí: “¿Cómo le parece?, ¿está bien o no está bien?”, rubricando su pregunta con una carcajada. “Ah, mi amigo, hombre, cuántas veces recordaba: ¿Guillermo en dónde estará?, casi no viene aquí. El venía, para acá venía; parece como hijo mío, dónde estará, está perdido. Yo me recuerdo, parece como hijo mío usté”.

En katío, habla y hace chistes con los presentes; se ríen con frecuencia. Comenta, mientras fuma, que están muy pobres y que en la semana siguiente va a mandar comprar cigarrillos. Su voz revela ya los efectos de la chicha y él mismo reconoce que “está ya copetón”.

Comunica un poco después que en esta noche se recuerda del Señor que recorrió este mundo curando a todos los enfermos:
Recuerda una historia, en libro dicen él andaba este mundo y entonces él se fue lejana tierra en otra población de allá, a predicación de allá, a predicación se fue; de esa cordillera andaba solo, detrás le gritaba si alcanzaba le mataba y le comía y ai se dejaba muerto; si iban dos, le mataban dos y le quedaba muerto ai; cada pasaban, no descapaban de esos maledificios de estas cordilleras. Y salieron de esos cordillera con doce apóstoles. A las cinco de la tarde llegaron una casa de pobreza; y entonces este hora, como a las siete noche, le preguntó una señora, dijo: “¡Señor, tú nadie ni pasó en este cordillera ha matado muchas personas!”. El señor dijo: “para mí no tienen de la molestia de ese cordillera, tenía maledificio. Por el viento le sopló, se echó en otra parte, de ahora en adelante no va a pasar de esa cordillera, no va a pasar: andarán solo ni va a pasar nada”. Ahí le curó de ese cordillera. De eso se recuerdo y nosotros aquí estamos cantando.
Hace una pausa para tomar chicha. Acaba la primera botella y la entrega para que se la llenen otra vez. Habla en katío, mencionando mi nombre varias veces.

Destapa la botella que acaba de recibir llena y dice: “voy a tomarme otro viaje, vamos emborrachar” y toma un trago largo.

Toma la hoja de biao, la agita, haciéndola vibrar con fuerza, mientras silba como arriando un animal. Y comienza de nuevo el canto. Esta vez la pausa ha durado cerca de 10 minutos.
Un enfermo muchachito está cayendo del maleficio; nosotros sabemos hacer favor de los enfermos; como hombre estamos trabajando haciendo curación.

Mi diosito que le dé permiso a estos niños a curar, más larguito, que no acabe ahora; para eso estamos trabajando en favor de los niños.

Si uno le ha mandado maleficio, estamos aquí atacando, que no puede mandar nadie.
Mientras canta no deja de mover la hoja en una y otra dirección. Ahora la dirige hacia el niño enfermo (ubicado a su derecha en brazos de una mujer) y la mueve hacia arriba y hacia abajo sobre su cabeza, mientras silba como espantando algo. No se ha levantado de su banco ni una sola vez.
Estamos hombre, estamos hombre, está trabajando.

Si enfermo le mandar un maleficio de fiebres del Cauca, nosotros somos andariegos lo mismo del Cauca.

Nadie puede decir que no sabemos del Cauca.

El maleficio del Cauca, lo que dice que anda del Cauca, nosotros también sabemos; nadie nos puede decir Cauca. Pero ellos dicen que más sabe que nosotros.

Nosotros también hemos trabajado de curación de los enfermos; nadie puede decir que no sabe nada.

Ahora vamos trabajando como hombres; nadie puede decir que no estamos trabajando en bien de los enfermos.

Lo que dicen que ellos saben más, y nosotros de lo mismo sabemos trabajar; sabemos lo mismo trabajar del maleficio que no caiga más. Nadie puede decir.

Nosotros de lo mismo trabaja de los enfermos; nadie puede decir que no puede curar; nosotros lo mismo sabemos.
Se detiene unos segundos y agacha la cabeza, con las manos abiertas y los brazos extendidos hacia abajo; mientras ha dejado la hoja de biao sobre el “altar”. La toma, alza la cabeza y continúa el canto con voz más fuerte.
El doctor otros a traición dice que no sabemos nada. Nosotros también sabemos. Nadie puede decir que sabe más que yo.

Porque los enfermos no quieren levantar; está sufriendo en la cama, ¿por qué será? Los maleficios por encima del pobre enfermo; por eso estamos trabajando aquí.

Los que dicen que saben más; estamos trabajando. El enfermo también puede levantar; ¿qué sabemos?, también puede levantar.

Todos los maestros de brujería que han trabajado; nosotros también trabajando; aquí nadie puede mandar ni decir eso.

Uno de brujería mandando un maleficio; nosotros de lo mismo de maleficio puede trabajar; nadie puede decir que no sabe nada.

El que dice que no sabe; nosotros también los pobres enfermitos sabemos hacer favor de curar.
Desde hace un rato el canto presenta una característica cada vez más notoria: al terminar cada estrofa, la última letra es prolongada con una voz que cae y se arrastra como un gorgoteo hasta detenerse. Y se eleva de nuevo al comenzar la siguiente.

Al llegar a una nueva pausa, el Jaibaná se levanta por primera vez. Se acerca al niño enfermo y hace vibrar la hoja sobre él, mientras silba. Luego la deja en el altar y sale al corredor del tambo a orinar. Regresa y se sienta en su banco a beber y fumar como en ocasiones anteriores.

Algunas personas se han dormido en un rincón, envueltas en sus cobijas. El fuego del fogón está apagado desde el comienzo y hace frío, pues el viento sopla fuerte a través de las hendijas de la esterilla de guadua de las paredes y del piso. Ahora sólo arde una de las lamparillas de petróleo colgada de la pared más lejana. Y a su luz débil, que el viento hace oscilar y a veces casi extinguirse, me es muy difícil observar a la gente y aun al propio Clemente, sentado en frente mío.

Enciendo de vez en cuando la luz de la linterna para observar mejor lo que hace, o para llevar el control de la grabadora que me ha autorizado a usar desde el principio. Tomo algunas fotos y el flash, al dispararse, rasga la oscuridad, produciendo gritos de sorpresa entre los niños. Los mayores hacen comentarios que no entiendo.

Clemente habla solo, en katío, y con voz cambiada por el efecto de la chicha. No logro entender nada de lo que dice. Solo Darío y Baudilio, el hijo de Magdalena, prestan atención, sentados sobre los troncos gruesos que delimitan el montón de tierra que constituye el fogón.

Se reinicia el canto cuando son ya casi las 9 de la noche.
Nosotros no podemos de esos enfermos tenemos que trabajar mucho; nosotros también podemos curar; sabemos como de ustedes.

Somos hombres de favor, tienen que trabajar, tiene que curar, para eso estamos trabajando de esos enfermos de niños.

Lo que manda de fiebre vamos atendiendo, pueda dejar de cortar, mejorar también.

Estamos trabajando; el muchacho más enfermo le puede levantar, le puede ayudar. Como hombre estamos trabajando; tiene que aliviar al enfermo, para eso estamos aquí trabajando.
Se levanta y, en círculo comenzando por su izquierda, recorre el tambo agitando y sacudiendo la hoja de biao sobre las cabezas de todos nosotros mientras canta. Se detiene en el rincón en donde Magdalena, enferma, duerme. Se inclina sobre ella y, como en cámara lenta, recorre su cuerpo con la hoja de biao desde la cabeza a los pies, alza la hoja y recorre el cuerpo otra vez en la misma dirección. Lo hace varias veces antes de erguirse y regresar a su banco sin dejar de cantar, sentándose de nuevo.

Toma la taza que tiene el agua de albahaca, se levanta y en círculo, comenzando desde la derecha, asperja el suelo, las ollas y las hojas. Se quita la corona que ha puesto en su cabeza, la deja en el suelo y se moja la cabeza con el agua; bebe un trago de ella y se pone de nuevo la corona.

El tono con que canta se hace ahora muy alto y enérgico:
Juan Antonio Tamaniza era de Antioquia; era brujería de antigua.

Juan Antonio Tamaniza era antioqueño y sabe más de curar los enfermos.

Somos de Río Claro, vivimos como hombre, de la verdad; nosotros éramos de antigua, doctores, sabemos más que todo.

De la playa la señorita que está poniendo adornada de la cabeza con la lana.

La playa estamos volando en la garza; una llaga le pone a los niños en la cabeza, dolores que le pone esas garzas.

Juan Antonio Tamaniza era más antigua Jaibaná y sabía más; era antioqueño.

Juan Antonio: estamos cantando a favor de los enfermos, de los niños, porque nosotros sabemos más.

Playa estamos, bonita tierra por ai de Río Claro.

Estamos de la verdad; estamos trabajando por los niños, somos mayoría de antioqueños, Juan Antonio Tamaniza.

Río Claro. Somos hombres, Jaibanás de antigua, y sabemos más en favor de los enfermos.
Clemente se pone de pie y luego de abanicarnos con la hoja de biao se acerca al niño enfermo. Canta con voz altísima y llena de vigor, mientras agita velozmente la hoja de biao. Luego la vuelve verticalmente hacia el suelo, y con ademanes de espantar algo y arrearlo se dirige hacia la puerta; al llegar a ella se detiene y canta un rato, de cara hacia la noche. Luego regresa a su sitio y se sienta.

Ahora la chicha se da principalmente a los hombres y muy poca a las mujeres porque se está acabando y aún falta mucho para la media noche. Misael me dice que el Jaibaná ha comenzado a llamar a los jais de los Jaibanás muertos que le enseñaron, con los que hizo trato y a los que compró sus secretos, sus “patrones” (Juan Antonio Tamaniza y otros), a que le ayuden a curar, fortaleciendo su fuerza. Llama también jais de animales.

Hay una larga pausa similar a las anteriores. Cuando tomo una fotografía, Clemente dice: “Eso como que se ve bien Jaibaná troma”. Recoge la botella que está casi llena y la vacia de un tirón. Habla en katío y todos ríen. Y comentan que el niño que está curando se despertó, que está muy grave, que tiene ya seis años y que ya puede caminar. Ahora preguntan por mi niña y se interesan por saber si está despierta o dormida. Contesto que duerme hace rato en el tambo vecino.

Luego hablan de que en la navidad van a tomar traguito y a comer rellena y contentarse. Clemente comenta que no va a subir al colegio porque la señora está enferma; el cura le dijo que subiera a confesarse y volviera a la casa a cuidar a la enferma.

Dice: “pobre mi amigo, denle guarapito ai”. Se levanta y pidiendo permiso sale a orinar otra vez. Regresa, se sienta y canta.
Los enfermos que tiene desaliento en el cuerpo vamos a ayudar a ver si puede levantar.

Dónde vienen los enfermos, cada rato que siguen más, y dónde que vienen los enfermos.

A nosotros aquí cantando y a traicioneros dicen que no sabe nada de trabajo de la noche; nosotros también trabajando y nadie puede decir que no sabe nada.

No es así. Mi diosito me va a ayudar. Si da permiso puede levantar el enfermito.

El niño que está orinando como leche; está muriendo; tenemos que trabajar en favor de él; también sabemos; tiene que aliviar también.

Cuando estamos medio copetones, medio borrachitos, va a cantar, no tiene miedo, va a trabajar en favor del niño, que le alivie.

El muchachito está enfermo; entonces, ¿por qué le habla de traicionero de mí? Nadie le puede hablar ni decir de traicionero de nosotros.

A traicionero de mí estaban hablando. Tenemos que ayudar a los enfermos. Nadie traicionero de mí, ni problemas pueden decir.

Sí, es el hombre, sí, es el hombre. Por enfermo estamos cantando como hombre de la verdad; es favor de los enfermitos, nadie puede decir nada, que no sabemos nada.

De balde lo que dicen traicioneros que no sabe nada; para eso hemos estudiado, para defender a los enfermos; nadie puede decir nada.

Hay hombre traicionero que habla. Y dice que no sirve para nada. ¿Cuál hombre está hablando a traición de nosotros?

Lo que dice traicionero no habla; por eso nos ponemos a trabajar; nadie puede decir traicioneros a nosotros porque estamos estudiados también.

Yo también, como hombre que trabajo cuando esté bien copetón, ha trabajado como bien.

¿Sabe los brujos que saben más por qué no quiere comer pobre enfermo?, por eso estaban aprovechando pobre enfermo.

Dicen ellos que es maestro que todo, que no sirve para nada; nadie puede mandar lo mismo que nosotros.

Y siendo tantos maestros que dicen de pronto puede caer enfermo también y no sabe nada. De pronto cae también...
.............
(Aquí se interrumpe la traducción).
Clemente sigue cantando. De vez en cuando sopla y mueve la hoja de biao rítmicamente sobre el niño o lo salpica con agua de albahaca que toma de la taza con los dedos. Canta de nuevo, siempre cantando, durante horas, mientras avanza la noche y del exterior solamente llegan los ruidos de los animales nocturnos, entre ellos varios pájaros.

En uno de los intermedios Clemente comenta que trajo un Jaibaná famoso para que curara a Magdalena. Era el mismo que había curado hace años a un nieto, enfermo de poliomielitis y desahuciado por los médicos en el hospital de Pereira. El Jaibaná comenzó a cantar y luego dijo que no podía curar a Magdalena porque esta ya no tenía alma. “Pobre Magdalena que ya no tiene alma, no puede curar”. Dejó de cantar y se fue, después de cobrar 100 pesos. Clemente lo acusa de haberlo robado.

Y canta, lamentándose de la enfermedad de su mujer. Recordando lo buena que era y quejándose de su suerte por la enfermedad que la aqueja. “Si esta mujer muere, mejor me muero yo también”.

Su canto anuncia que a las doce de la noche va a curar y que a las cinco de la mañana todos se irán a su casa, una vez curado el niño.

Llama al jai de Simón Bolívar que salvó a los indígenas de la destrucción por los españoles. Otras veces interrumpe el canto y exclama en castellano: “¡Señor!, dame permiso de entrar adelante. No señor, ¡aquí no hay permiso! No permito. Da permiso, vamos a entrar”.

Y canta diciendo que no va a dar permiso de entrar, que aquí está la mujer y no va a dar permiso.

A menudo, a partir de aquí, el canto va a estar interrumpido por silbos, agitar violento de la hoja de biao y fuertes exclamaciones que revelan que hay un enfrentamiento. Las palabras en katío se mezclan con palabras en castellano en rápida sucesión y a veces dejadas caer en forma entrecortada, como a golpes.

A mi lado, alguien comenta que “es un trabajo difícil”.

El canto de la noche retumba llamando a los jais a que acudan a participar en la curación del enfermito. De pronto, uno de mis vecinos se agacha hacia mí y me dice que Clemente está llamando al espíritu del doctor (yo) para que le ayude a curar y que llama también al espíritu de la luz (el flash) y de la grabadora a que le ayuden y aumenten su fuerza frente al maleficio:
Ay, hombre; ay, hombre, doctor. No da miedo; grande es la cuenta. Por mi cuenta doctor ayudando a mí; es una doctor para nosotros. Mandar también; por eso no da miedo yo.

¡Doctores!, ¡doctores!, a todo mundo doctores; este mundo todo es doctores, vamos a juntar. Por mi cuenta este doctor trabajando aquí, por cuenta mía. Por cuenta mía trabajando aquí.

Son cuenta mía trabajando aquí. Así me gusta, doctor por mi cuenta trabajando. Al niño da larga vida. Compañero, compañero, ¿cuál es compañero?
Sigue el canto llamando al doctor y colocándolo bajo su poder; aumentando su poder con él. De cuando en cuando, el canto se interrumpe por exclamaciones en castellano:
¡Doctor son míos! ¡Doctor son míos! ¡Doctor son míos! Estamos muy contentos aquí, estamos doctor aquí, trabajando con nosotros, trabajando hoy también. No era particular, doctor son de nosotros. Doctor viene aquí, ayuda aquí a trabajar; todo cosas enseña a él. Como de nosotros trabaja.

Darío se acerca y me dice que lo que Clemente dice en castellano es lo mismo que está cantando, que lo traduce para que yo entienda porque está hablando de mí y me está llamando a curar.

Reinicia el canto. Llama ahora a sus otros maestros: Juancho Nengarabe, Manuel Arce, Celestino Nembarégama y Salvador Siágama (su suegro). A cada uno lo convoca a trabajar como verdadero hombre por la curación del niño, dándole los títulos de maestro de antigua, antiguo Jaibaná, mayoría y otros. A Juancho Nengarabe (su padre y de quien dice que le dejó de herencia el ser Jaibaná) lo llama viejo Juancho Nengarabe Jaibaná ara (Jaibaná fino, gran Jaibaná). Y a todos les ordena que luchen como hombres, los obliga a que lo hagan, están bajo su poder, “de cuenta mía”. Los invita: “ven a la fiesta”; y les ordena: “lucha como hombre”. Deben curar al niño, pero también aliviar a Magdalena del sufrimiento.

Se detiene en hablar con Juancho Nengarabe, llamándolo únicamente Juancho, antiguo Jaibaná. Se levanta y baila alternativamente sobre ambos pies, golpeando el suelo con fuerza, haciendo retemblar la casa. Su voz cambia por completo. Canta en un agudo falsete como nunca creí que su voz de viejo pudiera dar y sostener. Las interrupciones para silbar y hacer vibrar la hoja son cada vez más frecuentes. Algunas veces el canto se convierte en un recitado que más bien parece como una letanía.

Calla. Se sienta. Coloca la corona en el suelo. Se agacha. Murmura: “lavatorio de cabeza”. Con los dedos se moja bien la cabeza, a partir de la coronilla, con agua de albahaca. Apenas se le oye decir: “trabajo duro”; “trabajando por enfermo”. Mira a su alrededor y pregunta: “¿Hernán (su nieto) no vino?”. Y agrega sin esperar respuesta: “no va a alcanzar”. En ese momento llega Hernán y Clemente se para a recibirlo, abrazándolo y exteriorizando su alegría.

Me pregunta la hora. Son las 10 y media. Debo repetir por tres veces antes de que me comprenda.

Ahora, Baudilio ha reemplazado a la mujer que sostenía el niño, la cual se había recostado y dormido.

Canta. Llama ahora a don Julio Taníkama, del San Juan; sanjuaneño. Y canta por Magdalena.
Pobre Magdalena, pobre mujer. ¡Ay, hombre! Como enloquecida. Con un maleficio. Cuando Guillermo vino, le pregunté: ¿si conoció?

Ella dijo: sí.

Medicina de los doctores no sirvió, no le sirvió. Desaliento en el cuerpo. Sin fuerza.
Víctor y Darío, desde sus lugares en el fogón, lo interrumpen gritando, a veces simultáneamente, otras arrebatándose la palabra. El Jaibaná contesta en su lengua. Gritan otra vez, más fuerte. Clemente canta de nuevo. Pregunto qué sucede. Misael me explica que lo están animando para la curación, dándole fuerza y confianza. Y él les responde diciendo que sí es capaz de curar al niño. Ellos, emocionados, le gritan: “¡Eso, hombre!”. El canto del jai se dirige esta vez a Juan Antonio Nengarabe. La voz del “sabio que canta” es ahora de un bajo profundo, estremecedora, y parece brotar de sus entrañas.

Habla en castellano y como para sí mismo: “Doctor ya quedó de cuenta mía; doctor quedó ya cuenta mía”.

Víctor y Darío gritan otra vez con voz rápida en que las palabras se atropellan: “¡Eso, hombre! Recupera el alma, trae el alma (haure)”.

Responde Clemente: “ya”, con un dejo. “YA”, con decisión profunda.

Se levanta. Canta. Baila. Agita las hojas, espantando. Va hasta la puerta. Regresa. Se dirige al niño y lo alza. Baila con él, cantando. Golpea el piso con fuerza y ritmo. Canta. Baila. Sacude al niño que despierta y llora fuerte. Canta. Baila. Patea el suelo. Entrega el niño. Recoge la hoja de biao.

Su voz es ahora un grito que retumba en la noche. Sacude la hoja de biao con violencia. Canta.

“Celestino Nembarégama. Celestino Nembarégama”. “Ay”, con un dejo.

Víctor y Darío gritan, emocionados. El Jaibaná baila, transfigurado. Su voz es más vigorosa que nunca. Desprende una fuerza tremenda, que todos sentimos. Ellos gritan: “Eso, hermano, eso”. El canta: “Ay, hombre, Nembarégama”. Discute en katío y ferozmente.

Desfallece.

Puja.

Gruñe.

Canta a gritos: “Nembarégama, verdadero hombre”.

Todo él es la imagen de un gran esfuerzo y está bañado en sudor. Grita en katío: “¡Chita!”

Grita: “¡eh!, ¡yeh!. Nembarégama”.

Silba.

Se acerca al niño, bailando y cantando.

Lo lava con agua de albahaca.

Escurre.

Lo chupa.

El sudor rueda por la cara arrugada y tensa.

Es la victoria: “en paz, señor, en paz”. Su voz sale como si fuera él mismo hecho voz.

Vuelve a su banco y se sienta. Canta. Silba. Jadea. Su voz sale como a golpes, como a pulsaciones, a borbotones: “se acabó”.

Comenta la difícil lucha. Son las 11 y cuarto.

Hace poner música en un tocadiscos y pide a la gente que baile en rueda alrededor del “altar”. Pero los muchachos se quedan en un rincón pese a que Darío los incita a levantarse, sólo las mujeres y los hombres hacen un círculo, pero no bailan, apenas caminan. Clemente forma parte de la rueda y la encabeza cantando. Después de varias vueltas, la gente se sienta y retiran al niño. Una mujer toma el banco y lo pone a la izquierda, ocupando el lugar de aquel. Darío saca con cuidado los pocillos con chicha y los pasa a Clemente, quien bebe y da de beber a su hijo. Sacan los dos huevos cocidos y una mujer los parte, dándolos a Darío para que los coma (Misael me dice que es la herencia de Darío, que Clemente le deja su jai).

Se quitan las hojas de biao y todos, hasta los niños, se levantan y cogen las tazas y totumas con chicha. Toman. Por invitación del “doctor de indios” tomo yo también. Se destapan las ollas y se reparte la “comitiva de comidas”. Mas tarde, Clemente me dice que quiso comprar pollo para hacer caldo, pero nadie le vendió.

La gente se marcha. El altar se retira. Todo ha terminado. Son las 12 menos cuarto.


DICIEMBRE 21

Cuando me levanto, voy a la casa de Darío. El niño está aliviado. Ya no tiene vómito ni diarrea. Tampoco orina turbio. Matilde está contenta porque su hijo le ha recibido otra vez la comida.

Vuelvo al tambo de Clemente y me doy cuenta de que este me ha estado observando desde el corredor. Me dice: “El niño ya alivió. Le curó anoche, con canto. Ya le curé”.

Le pregunto cómo pudo curar sin tener su bastón de jai y me responde que así también se puede, que no es necesario tener el bastón para curar.


 
 
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