Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
LEWIS HENRY MORGAN: CONFESIONES DE AMOR Y ODIO
 

XIII: LA CONFEDERACIÓN AZTECA

Morgan hizo la reconstrucción detallada de la historia de solo dos sociedades específicas: los aztecas y, de una manera más amplia y sistemática, los iroqueses. Pero, al contrario de lo que ocurría con los últimos, la sociedad azteca que conocieron los españoles había desaparecido hacía ya muchos siglos cuando Morgan escribió su obra. Su historia, tal como se narra y se acepta a mediados del siglo pasado, solamente ofrece la visión española feudal de los sistemas de gobierno de aquella sociedad aborígen americana, esa visión que elaboraron los cronistas —y que siguieron y mantuvieron los historiadores que vinieron después— mediante el empleo de categorías en perfecto acuerdo con la sociedad española y europea del período de la conquista y que, incluso, como nuestro autor pudo demostrarlo, resultaban incompatibles con las formas de la vida india.

Morgan juzga esta clase de historia como una completa falsificación, que se debe más a la imaginación y a la fantasía que a la realidad; tergiversación que proviene de utilizar una teoría adecuada a las concepciones e intereses de los europeos, y por lo tanto etnocéntrica, y que, a pesar de todo, es retomada por la etnología americana y por los historiadores. De esa manera se continúa la deformación y, como resultado, se cierra el paso para la creación de una historia científica de las sociedades nativas de nuestro continente.

Con el criterio de que las ideas de los hombres, aquellas con las cuales piensan el mundo, tienen su base material y su determinación en las condiciones objetivas —económicas y sociales— en que esos hombres viven, Morgan plantea que los españoles no pueden ver entre los aztecas nada diferente de aquello que conocen en Europa: un sistema político y no social, un sistema antidemocrático y no democrático, un sistema de explotación y no igualitario, un sistema estamentario, basado en la propiedad privada del suelo, y no uno comunista.

Por eso, en La sociedad primitiva (Morgan 1970a: 164-187, 1972: 179-202; s.f.:191-320) se empeña en demostrar que esa visión de reinos y de imperios, de emperadores, reyes y señores, de nobles, vasallos, cuarteles y linajes, de sacerdotes y propiedad privada de la tierra, no es más que un trasplante acrítico de las categorías feudales a la realidad americana; y ello pese a que él mismo se refirió antes a un “imperio iroqués” (1962: 14, 15).

Que la sociedad azteca precolombina haya desaparecido, lo obliga de todos modos a contar con el material informativo y con los escritos de los cronistas para basar de su trabajo de “reconstrucción” —el término es suyo. Además, no todo en ellos es visto como negativo y por lo tanto como algo que deba ser desechado por completo.

En las obras de los europeos coexisten dos elementos que hay que diferenciar y a los cuales es preciso enfrentarse de modo distinto: por un lado, un cúmulo de información sobre los aztecas, por el otro, una elaboración conceptual acerca de los mismos, desarrollada mediante la interpretación de esa información con el uso de categorías feudalizantes. Estos dos elementos no están desligados ni diferenciados, sino estrechamente imbricados al interior de una narrativa histórica. Por eso, para poder obtener y usar la información, se hace necesaria una crítica de las categorías, de su uso y de los resultados obtenidos; hay que comprender su significado y, además y principalmente, oponer a la visión española un cuerpo categorial propio, una teoría y un método propios. Se trata de hacer una crítica de la historia vigente y aceptada, con el fin de extraer de ella los elementos válidos para la creación de una nueva.

Por considerar que este análisis es de capital importancia para el trabajo etnohistórico y que la metodología del mismo resalta en una forma clara, casi explícita, haré una especie de disección del mismo para mostrar en forma más directa sus principales aportes.

Para comenzar, es bueno dejar en claro que el propósito de Morgan es caracterizar el plan de gobierno azteca tal como se presenta antes que lo destruyan los conquistadores; para ello dispone de una teoría sobre el gobierno y de un método para aplicar a su análisis. Es decir, no se trata de dar una visión de la sociedad azteca en su conjunto, sino únicamente de su gobierno, cuya forma se corresponde con otras existentes en América, como la de los iroqueses.

DOS CONCEPCIONES EN LUCHA

Al introducirnos en el texto podemos observar que Morgan confronta dos grandes visiones, la de los españoles y la suya propia. Los primeros conciben a los aztecas como “una monarquía análoga, en sus puntos esenciales, a las existentes en Europa” (Morgan 1972: 179). En tanto que él toma en cuenta ciertos rasgos claves para ubicarlos en el estadio medio de la barbarie, dentro de la escala de progreso que ha propuesto para el conjunto de la historia humana:
Los aztecas y sus tribus confederadas no conocían el hierro ni, por consiguiente, las herramientas de hierro; no tenían moneda e intercambiaban mediante el trueque de productos; pero trabajaban los metales nativos, cultivaban con riego, manufacturaban tejidos bastos de algodón, construían casas colectivas de adobe y de piedra, y hacían cerámica de excelente calidad. Por lo tanto, habían alcanzado el estadio medio de la barbarie. Todavía poseían las tierras en común, vivían en amplios hogares compuestos por un cierto número de familias emparentadas y, como hay fuertes razones para creerlo, practicaban la vida comunista en el hogar [...] Estos rasgos de su condición social muestran suficientemente su estado relativo de progreso (Morgan s.f.: 191-192, subrayados míos).
Salta a la vista que la versión de los españoles difiere considerablemente de la realidad aborigen, tal como Morgan la presenta, pero no a causa de un capricho de los cronistas, sino por circunstancias objetivas que los determinan y de las cuales no pueden escapar: por un lado, el empleo de una visión del mundo y de unos conceptos adaptados a y provenientes de las instituciones de tipo feudal vigentes en la Europa del momento; por otro, la circunstancia de que el desarrollo azteca a la llegada de los europeos alcanza el estadio de la barbarie en un grado depurado, alto, avanzado, que los deslumbra y hace inevitable cierto grado de exaltación romántica y de idealización, y eso pese a que los aztecas se encuentran dos períodos étnicos enteros atrás de la civilización europea o quizás, precisamente por ello, “era inevitable cierta dosis de error en las apreciaciones” (Morgan s.f.: 202):
Los indios pueblos del Valle de México revelaron a los europeos una condición perdida de la sociedad antigua, tan notable y peculiar, que despertó en ese tiempo una insaciable curiosidad [...] El extraordinario espectáculo que ofrecían inflamaba de tal modo la imaginación, que el romanticismo se apoderó del campo y se mantiene hasta la hora presente (Morgan s.f.: 192).
Una vez coloca a los aztecas en su lugar dentro de la escala de progreso de la familia humana, los conceptos de gens, fratría, tribu y confederación, consejo de jefes y comandante militar, organización social, la diferenciación entre contenido y forma de las diferentes categorías y, en general, la teoría toda de Morgan, aparecen como claves para realizar la crítica. No se trata, sin embargo, de deducir directamente de esta caracterización las peculiaridades de los aztecas, mediante el trasplante mecánico de la categoría de período étnico a la realidad histórica concreta. Al contrario, aquella permite mostrar la incompatibilidad teórica, lógica, entre ambos tipos de categorías, suministra la base para plantear hipótesis que es necesario comprobar subsiguientemente con base en la información disponible y ubica los vacíos, aquellos campos sobre los cuales se carece de los conocimientos necesarios.

Toda la información que detentan los cronistas se encuentra “envuelta” por completo por las categorías españolas y “deformada” por la interpretación que le dan:
Este concepto erróneo [el de monarquía] engendró una terminología no concordante con sus instituciones [las de los aztecas], lo que ha viciado la narración histórica casi tan completamente como si fuera, en lo fundamental, una invención calculada (Morgan s.f.: 191).

El “reino de México”, como aparece en las primeras historias, así como el “imperio de México”, como aparece en las últimas, son ficciones de la imaginación (Morgan s.f.: 193).
El resultado de la caracterización de los aztecas por los españoles está tan alejado de la realidad, que bien puede hablarse de una invención. Esto hace necesario depurarla, decantarla, tamizarla, antes de poder hacerla útil:
Los escritores españoles inventaron audazmente para los aztecas una monarquía absoluta y con características eminentemente feudales, y tuvieron éxito en colocarla en la historia [...] Solamente la más grosera tergiversación de hechos obvios pudo haber permitido a los escritores españoles fabricar una monarquía azteca sobre la base de una organización democrática (Morgan s.f.: 219).
Una vez logra decantar esa información, tarea a veces casi imposible pues las categorías españolas la han tergiversado en muy alto grado, muchas veces desde el momento mismo de su recolección, Morgan inicia el proceso de reconstrucción de la historia, o sea, el de reinterpretar los datos así obtenidos con sus propias categorías, confrontándolos, además, con los provenientes de otras fuentes: la geografía, la arqueología, la tradición oral de los propios aztecas —una parte de la cual ha logrado sobrevivir a la destrucción y al olvido.

Cabe recalcar el empleo que Morgan hace de los términos reconstrucción y recuperación para denominar su trabajo, adelantándose así, en el uso de tales categorías, a los recientes intentos de recuperación de la historia que están emprendiendo algunas sociedades indígenas en nuestro país y en otros lugares del mundo:
Aun aquello que se ha escrito con tan cuidadoso trabajo puede llegar a ser útil en algún futuro intento de reconstruir la historia de la confederación azteca. Hasta el momento permanecen ciertos hechos de tipo positivo de los cuales es posible deducir otros; así que no es improbable que una investigación original bien dirigida pueda recuperar todavía, al menos en alguna medida, los rasgos esenciales del sistema social azteca (Morgan s.f.: 193, subrayados míos).
LA CONFEDERACIÓN AZTECA

Frente el imperio azteca que proclaman los españoles, Morgan afirma la existencia de una confederación de tres tribus: Azteca, Tezcucana y Tlacopana, regida por un consejo de jefes y un comandante militar; es decir, un gobierno de dos poderes, civil y militar. Aunque no logra establecer si se trata de una confederación estable y permanente como la iroquesa, sí puede mostrar su carácter ofensivo, su papel esencial orientado a unirse para la defensa frente a las tribus vecinas o para guerrear contra ellas.

Después de analizar sus peculiaridades, puede afirmar su carácter de democracia militar, con una autonomía de las tribus en su gobierno interno, presidido por un consejo de jefes de la tribu y a cuya cabeza se encuentra un comandante militar. Ya que la tribu de los aztecas es la más importante y el eje de la confederación, el comandante militar de la misma es el comandante general confederado para asuntos de la guerra.

Para llegar a este punto, Morgan reconstruye la historia azteca con base en la confrontación de la tradición oral aborigen y la información recogida por los cronistas, dando a la primera el lugar predominante. De allí puede concluir acerca del origen común de las siete tribus —Sochimilca, Chalca, Tepaneca, Culhua, Tlatuicana, Tlascalana y Azteca—, que llegaron desde el norte a poblar el Valle de México. Los Tlascalas se subdividen, a su vez, en Tlacopanos y Tepeacas. Se trata de un solo pueblo, el de los Nahuatlacs, que se segmenta naturalmente a causa de la migración y cuyas tribus hablan dialectos de una misma lengua, la nahuatl (Morgan 1970a: 166-167). Esta historia pasada constituye el fundamento para la existencia de la confederación, “porque una lengua común era la base esencial de tales organizaciones” (Morgan ibid.).

En sus orígenes, pues, no hay ninguna diferenciación de poder o mayor peso entre las siete tribus; incluso, los aztecas son los últimos en arribar al Valle de México, “pocos en número y de pobre condición” (Morgan ibid.). Estas circunstancias los obligan a cambiar varias veces de sitio de asentamiento, pues los “mejores” lugares se hallan ya ocupados, hasta que se establecen en una pequeña porción de tierra firme que se encuentra en medio de una ciénaga rodeada de pedregales. Una vez allí, su capacidad para utilizar y transformar las características del terreno los colocan a la cabeza de las demás tribus:
Siendo lo bastante sagaces como para darse cuenta de las ventajas de esta situación, lograron, por medio de terraplenes y diques, rodear al pueblo de un foso con agua, de considerable extensión, cuyas aguas las suministraban las fuentes citadas; y siendo en aquel tiempo el nivel del lago Tezcuco más alto que en la actualidad, les proporcionó, cuando el trabajo estuvo terminado, la posición más segura de cuanta tribu habitara el valle. La ingeniería mecánica, mediante la cual lograron este resultado, fue una de las más grandes proezas de los aztecas y sin ella probablemente no se hubieran elevado sobre el nivel de las tribus vecinas (Morgan 1970a: 167-168).
Durante un largo período posterior es permanente la desunión y constante el guerrear de las tribus nahuatls, hasta que los aztecas, bajo la dirección de Itzcoatl, derrotan a tezcucanos y tlacopanos y los agrupan alrededor suyo en una confederación: “Fue una alianza, ofensiva y defensiva, entre las tres tribus, con estipulaciones acerca de la división entre ellas, en proporciones determinadas, del botín de guerra y de los tributos posteriores de las tribus sometidas” (Morgan s.f.: 197, subrayado mío).

Cabe destacar que Morgan no caracteriza a los aztecas como una nación, como sí hace con los iroqueses en sus primeras obras, porque desde entonces su concepción ha cambiado; reserva este concepto para las sociedades políticas, para la civilización. En La Liga de los iroqueses, categoriza como naciones a las sociedades que ahora (Morgan 1970a, 1965) llama tribus; por eso habla aquí de confederación de tribus. Esto resalta aún más por el significado y uso de los “epítetos tribales” de los iroqueses:
Cuando las tribus eran nombradas en un consejo, los Mohawks, por precedencia, eran mencionados primero. Su epíteto tribal fue “El Escudo” (Da-gä-e-o’-dä). Los Onondagas venían luego, bajo el epíteto “Guardián del Nombre” (Ho-de-san-no’-ge-tä), porque habían sido señalados para seleccionar y nombrar a los cincuenta sachems originales. Los Séneca eran los siguientes en orden de precedencia, con el epíteto de “Guardián de la Puerta” (Ho-nan-ne-ho’-ont). Ellos fueron designados los perpetuos guardianes de la puerta occidental de la Casa Larga. Los Oneidas, bajo el epíteto de “Gran Arbol” (Ne-ar’-de-on-dar’-go-war), y los Cayugas, con el de “Gran Pipa” (So-nus’-ho-gwar-to-war), eran nombrados en el cuarto y el quinto lugar. Los Tuscaroras, quienes ingresaron tardíamente a la confederación, eran llamados de últimos y no tenían epíteto que los distinguiera. Ceremonialismos, como este, fueron más importantes en la sociedad antigua de lo que uno podría suponer (Morgan 1965: 36).
Es muy claro que estos nombres son relativos, es decir, están en función del papel que cada una de las tribus desempeña en el conjunto de la confederación. Y se nombran con un orden que indica el lugar de cada una dentro de la jerarquía global de la Liga. Hacen parte e indican la existencia de un sistema ordenado, de una unidad de lo variado, de un todo que no es amorfo ni indiferenciado y que ha llegado a existir y a expresarse también en el nivel superestructural.

La confederación de tribus aztecas ataca y vence en forma continuada a las principales tribus que se asientan en su vecindad y aun más lejos, hasta alcanzar aquellas ubicadas en las costas del Pacífico y llegar a las cercanías de Guatemala, pero sin incorporar a ninguna de ellas a la confederación, solamente saqueándolas después de derrotarlas, tomándoles prisioneros que son destinados para los sacrificios e imponiéndoles tributos, mientras las deja con sus propios gobiernos, usos y costumbres. La diferencia de idioma aparece como uno de los impedimentos para integrarlas, pero también se debe a que la confederación “no se hallaba lo suficientemente adelantada para idear semejante concepto, aun cuando se hubiese podido obviar la barrera de la diferencia de lengua” (Morgan s.f.: 199).

Ya que la única relación permanente que se establece entre los aztecas y las tribus vencidas es el tributo, vale la pena que nos detengamos un momento sobre este. Puesto que Morgan concibe el tributo solamente como una institución económica, sin tener en cuenta su carácter político, como expresión de una relación de poder, de dominio de una sociedad sobre otra, concluye que sin trasportar las poblaciones vencidas al territorio azteca, para integrarlas dentro de las gentes de las tres tribus, ni enviar colonos para ocupar los territorios de los vencidos y preparar la asimilación de estos, no es posible conformar un reino ni un imperio. Es decir, que no es posible crear una sociedad en la cual el principio territorial sea el centro, una verdadera civitas.

Niega, entonces, que los aztecas constituyan un imperio o un reino; se trata, en cambio, de una confederación de tribus, cuya ubicación en el desarrollo histórico general puede lograrse con mayor precisión si se la compara con la confederación iroquesa, que él ha comprendido desde tiempo atrás. “Con tan limitado material construyeron las crónicas españolas el Reino de México, magnificado más tarde como el Imperio Azteca de la historia en boga” (Morgan s.f.: 200).

La gens

Después de demostrar la existencia de las tribus y la confederación, términos superiores de la serie orgánica, y de exponer, hasta donde es posible, sus relaciones, Morgan plantea la necesidad de la existencia de la gen entre los aztecas, ya que ésta es la unidad de base sobre la cual descansa toda la serie. Si existen los dos miembros superiores, ello permite plantear, a manera de hipótesis, la presencia de la gens y posiblemente también la de la fratría, aunque esta no es necesaria. Asimismo, la confederación y su carácter militar permiten suponer el consejo de jefes y el comandante militar. Pero Morgan no deduce ni la existencia ni los rasgos de estas instituciones, solo los supone a manera de una guía para la indagación posterior. Únicamente el análisis de la información le permitirá comprobar o negar su existencia, así como explicar sus características.

Morgan (s.f.: 193) encuentra en los textos de los cronistas, elementos que le suministran algunas pistas en este sentido, pese a que la mayor dimensión de la unidad tribal y su complejidad han hecho invisible la gens ante los ojos de los españoles: “Ellos han descrito vagamente ciertas instituciones, que únicamente pueden entenderse si se las considera como los miembros perdidos de la serie”.

Esto es válido especialmente para instituciones como la parentela y el linaje, en el lenguaje de los españoles, las cuales parecen corresponder, respectivamente, a la gens y la fratría:
En los escritores españoles se encuentran muchas evidencias indirectas y fragmentarias que señalan la existencia tanto de la gens como de la fratría, algunas de las cuales serán consideradas ahora. Se ha hecho referencia al frecuente uso del vocablo “parentela” por parte de Herrera, lo que indica que se había advertido la presencia de agrupaciones de personas relacionadas entre sí por afinidades de sangre. Estas, dado el tamaño del grupo, parecen implicar la gens. Algunas veces se emplea el término “linaje” para indicar una agrupación todavía mayor, lo que implica una fratría (Morgan s.f.: 203).
Esto indica que la hipótesis formulada por Morgan sobre la presencia de tales instituciones en la vida social azteca, no tiene su origen en procedimientos meramente deductivos, que se desarrollan únicamente a partir de la teoría, de la serie orgánica, sino que tiene también como bases de referencia los datos que suministran los cronistas, es decir, elementos inductivos.

Fundación de Tenochtitlán

El proceso de verificación de esta hipótesis comienza con el estudio de la estructura de la ciudad de Tenochtitlán, lo cual permite explicar, al mismo tiempo, la manera como la sociedad en su conjunto se correlaciona con ella y, sobre todo, entender por qué no se trata de una verdadera ciudad, organizada con base en el territorio y con sus habitantes ligados por relaciones de vecindad. La confrontación de las diferentes versiones relativas a su fundación es un aspecto importante en esta dirección:
El pueblo de México estaba dividido geográficamente en cuatro cuarteles, cada uno de los cuales estaba ocupado por un linaje, un grupo de gentes que estaban más ligadas entre sí por relaciones de sangre que con los habitantes de los otros cuarteles. Presuntamente cada linaje era una fratría. A su vez, cada cuartel estaba subdividido y cada subdivisión local estaba ocupada por una comunidad de personas relacionadas entre sí por algún vínculo común. Presumiblemente, esta comunidad de personas era una gens (Morgan s.f.: 203).
La misma forma de organización se encuentra entre los tlascalas y los cholulas, aunque entre estos últimos la división se da en seis cuarteles.

Con esta visión como punto de apoyo, es posible arrojar una nueva luz sobre la historia de la fundación de México, tal como la narra Herrera con base en Acosta (1604, cit. por Morgan 1970a: 166-167). Morgan (s.f.: 204) la retoma para mostrar que está fabricada con base en los conceptos españoles, pero que es posible reinterpretarla de otra manera con la utilización de los suyos propios:
Esta manera de contar las cosas puede interpretarse de una manera razonable diciendo que se dividieron por parentesco, primero en cuatro divisiones generales y, luego, cada una de éstas en subdivisiones menores, lo cual es la fórmula usual para exponer resultados (subrayado mío).
Para Morgan, como ya he mostrado, el orden en que se desenvuelven los acontecimientos en el proceso histórico real no corresponde exactamente con el orden en que son expuestos por el investigador después de que han ocurrido y han sido conocidos. Es decir, para usar el lenguaje de Marx, que el orden de desenvolvimiento de las categorías como categorías de pensamiento, no sigue el orden de su desarrollo como categorías de realidad; al contrario, lo invierte.

Esto obliga a una reinterpretación, a plantear la forma en que han sucedido los hechos de un modo diferente a como se cuentan una vez que han tenido lugar y ya se tiene una visión del proceso en su totalidad, lo que implica una importante innovación metodológica, para distinguir los acontecimientos del discurso acerca de los mismos:
Pero el proceso real fue precisamente al revés, a saber: cada cuerpo de parientes se localizó por sí mismo en un área, de tal suerte que los más estrechamente emparentados quedasen en contacto geográfico entre sí [...] Cuando un pueblo organizado en gentes, fratrías y tribus se asentaba en una aldea o ciudad, se localizaba por gentes y por tribus como consecuencia necesaria de su organización social (Morgan s.f.: 204-205, subrayados míos).
De este modo, los aztecas conservan su organización gentilicia a pesar de establecerse en un pueblo, puesto que organizan el territorio del mismo en una forma que está determinada por sus relaciones de parentesco. En Tenochtitlán no predomina, entonces, el principio territorial; por eso no puede ser considerada propiamente como una ciudad en el sentido de una civitas, aunque sí en transición hacia ella o, al menos, en el comienzo del proceso que podría conducir a la creación de un plan de gobierno de tal naturaleza. La comparación con las formas de asentamiento “urbano” de griegos y romanos viene a reforzar esta conclusión.

Igual cosa acontece con la organización militar de los aztecas, cuyos rasgos se explican por la división en gentes y fratrías, tal como se desprende de lo planteado por la Crónica Mexicana de Alvarado Tezozómoc (1944: 83, citado por Morgan 1970a: 175), al mismo tiempo que son un testimonio sobre la presencia de las mismas.

Tenencia de la tierra

El reestudio del régimen de tenencia de las tierras ofrece otra evidencia sobre las gentes y las fratrías aztecas. La confrontación de los varios cronistas permite descubrir poco a poco la presencia de la propiedad común de la tierra en manos de la unidad de parentesco, aunada a un disfrute particular de la misma que comprendía incluso el derecho a la herencia: “Estas tierras no pertenecían a ninguno en particular, sino a todos en común, y el que las poseyera no podía venderlas, bien que las usufructuaba en vida, y las legaba a sus hijos y herederos” (Herrera Tordesillas 1725: 314, cit. por Morgan 1970a: 176).

Esto conduce lógicamente a que Morgan tenga la necesidad de criticar el uso de conceptos como los de señor, título de rango y otros, empleados una y otra vez por parte de los cronistas, quienes con ese recurso tratan de hacer caber a la fuerza, dentro de sus concepciones, los hechos que observan o sobre los cuales recaban información: “Nuestro autor se rompía la cabeza para tratar de armonizar los hechos con la teoría que prevalecía acerca de las instituciones aztecas” (Morgan s.f.: 206).

Finalmente encuentra, como resultado de la crítica, que las semejanzas que se pueden constatar en la apariencia entre los hechos de los aztecas y aquellos de los españoles han engañado a los cronistas, quienes no son capaces de ver las diferencias esenciales que se ocultan tras las similitudes, ni que el llamado señor es tan solo el jefe electivo y hereditario de una gens, propietaria efectiva de la tierra.

Diferenciación entre contenido y forma

Para aclarar la situación, comprender su verdadera naturaleza y comprobar, también con estos criterios, la existencia de la gens, Morgan (1970a: 176-177) aplica el método que le permite diferenciar entre contenido y forma de las instituciones sociales, método que se deriva de su conocimiento previo de los iroqueses:
Podía ofrecer analogía con una heredad española y su jerarquía; y el error de concepto surgió por la falta de conocimientos acerca de la naturaleza y tenencia del cargo de jefe [...] Se le creyó dueño porque desempeñaba un cargo perpetuamente ejercido y porque existía un espacio de tierra que pertenecía perpetuamente a la gens de la que él era sachem. Esta mala inteligencia del cargo y de su tenencia ha sido fuente inagotable de innumerables errores en nuestras historias aborígenes. El linaje de Herrera, y las comunidades de Clavijero, eran evidentemente organizaciones, y la misma organización. Sin caer en cuenta del hecho, hallaron en este cuerpo de parientes la unidad del régimen social, la gens, como lo debemos presumir [...] Es un error de concepto llamar señor, en el sentido europeo, a un jefe indio, porque esto implica una condición de sociedad que no tenía existencia [...] Aquí se ve que no existe analogía alguna entre el señor y su jerarquía, y un jefe indio y su cargo. Uno pertenece a la sociedad política y representa una agresión de los pocos contra los muchos; mientras que el otro pertenece a la sociedad gentilicia, y se funda en el interés común de los miembros de la gens. Los privilegios desiguales no encuentran sitio en la gens, la fratría o la tribu.
Pero Morgan no logra definir cuál es la forma específica que reviste la gens: si se encuentra en su forma arcaica, con descendencia por línea femenina, o ha alcanzado ya la moderna, de tipo masculino. Sin embargo, plantea (Morgan 1970a: 178) que si se diera la herencia de los padres por los hijos, esto “comprobaría la descendencia por la línea masculina, como también un adelanto extraordinario en el conocimiento de los bienes como propiedad”. Esta última forma es la que corresponde a los aztecas, según se ha comprobado ya por parte de la reciente etnohistoria mexicana, lo que comprueba la hipótesis de Morgan.

El Consejo de Jefes

Más difícil le resulta demostrar la existencia y funciones de un consejo de jefes azteca, aunque se daba entre los tlascalas, una de las tribus de la confederación, en donde los españoles lo reconocieron y lo distinguieron con el nombre de senado, y aunque esta institución “pudo ser predicha por la constitución necesaria de la sociedad india” (Morgan 1970a: 178).

La deducción de su existencia, a manera de hipótesis y a partir de la teoría, se complementa con la suposición de que está compuesto por los jefes de las gentes, antes de entrar a indagar en la historia de los cronistas en busca de la información que denote su presencia.

Brasseur de Bourbourg (1861: 112, citado por Morgan 1970a: 178) menciona una división en cuatro cuarteles, cuyos jefes integran el gran consejo.

Diego Durán (1867: 102, citado por Morgan 1970a: 178-179) habla de cuatro príncipes escogidos entre los hermanos o parientes más cercanos al rey y cuyos cargos reciben los títulos de Tlacachcalcatl, Tlacatecal, Ezuauuacatl y Fillancalque, pero en la medida en que estos cuatro personajes aparecen ligados a ciertos sitios específicos que son los lugares de culto de las fratrías, parece claro que no son jefes civiles sino que lo son de las fratrías, y por consiguiente se trata de jefes religiosos en la medida en que las funciones de estas son religiosas.

Herrera (1725: 224, citado por Morgan 1970a: 179) se refiere a un consejo integrado por cuatro electores, sin cuyas decisiones el rey no puede actuar en cuestiones de importancia, y que incluso son los encargados de elegirlo.

Aquí, como en el caso del estudio relacionado con gentes y fratrías, Morgan (s.f.: 210) desmonta la utilización de categorías feudales para designar e interpretar los hechos de los indios:
El empleo del término rey para describir a un jefe principal de guerra y de príncipes para describir jefes indios no puede crear un estado o una sociedad política donde no existió; pero como designaciones equivocadas, todavía fundamentan y desfiguran nuestra historia aborigen y por esta razón deben ser eliminadas.
Además, la idea de un consejo tan pequeño en número y cuya representación no abarca toda la tribu sino solamente a los pocos parientes entre los cuales se debe elegir el comandante militar, no corresponde a la teoría de Morgan sobre la composición y funcionamiento de un consejo de jefes indios, como, por ejemplo, el de los iroqueses. Es decir, que los españoles advierten la presencia de un consejo de jefes entre los aztecas, pero no logran percibir sus características ni su papel; por lo tanto, con los datos que aportan, Morgan no consigue dilucidar de qué institución se trata ni cómo es su funcionamiento, aunque puede ratificar la necesidad de su existencia por la presencia de consejos de jefes entre los tezcucanos, los tlacopanos, los tlascalas, los cholulas y los michoacanos: “La estructura y principios de la sociedad india requieren un consejo entre los aztecas, y por tanto se debía contar con su existencia” (1970a: 179). Pero no puede demostrarlo, pese a estar conciente de su necesidad. Hoy, más de un siglo después, se ha comprobado que tenía razón y que este consejo existió.

Tampoco comprueba la existencia de un consejo general de la confederación azteca, distinto de los consejos de cada una de las tribus que la integran y formado por los jefes principales de las mismas. Pero,
se requiere una dilucidación completa de este punto antes de poder saber si la organización azteca fue simplemente una liga, ofensiva y defensiva, y sometida al control primario de la tribu azteca, o una confederación en que las partes estaban integradas en un todo simétrico. Este problema aguarda una futura solución (Morgan, s.f.: 212).
Montezuma: ¿rey o jefe militar?

Por último, Morgan se propone aclarar el verdadero carácter del cargo desempeñado por Montezuma, en quien los españoles ven un rey o un emperador con poderes absolutos. Con fundamento en su teoría, postula que se trata del Teuctli, un comandante militar, que automáticamente y por esta misma razón forma parte del consejo, y que en lo fundamental es semejante al jefe principal de guerra de los iroqueses.

Tan abismal diferencia entre las dos caracterizaciones tiene su explicación y su causa en un problema ideológico: la sociedad de clases a la cual pertenecen los cronistas y conquistadores es una sociedad autocrática, en donde la ideología de sus miembros está basada en principios también autocráticos; por eso los españoles reputan como rey a quien es un simple comandante militar, muy alejado de tener un poder absoluto. Con una visión individualista de la historia, concibiéndola como el resultado de la acción de grandes personajes que constituyen el eje de todo, centran en Montezuma toda su imagen de la historia y la sociedad aztecas y dan origen a esa “audaz invención”: la monarquía azteca, al entronizar como rey a quien sólo es “vocero” (Tlatoani = el que habla). Para ellos están cerradas las posibilidades de poder advertir el carácter comunitario de muchas instituciones indias.

En la realidad, el poder reside en el consejo, pero sus funciones se llevan a cabo por intermedio de un individuo que las expresa y al hacerlo las realiza, las convierte en acción. En tal situación, los españoles sólo ven al individuo pero no al consejo, y de este modo pierden de vista el sustento democrático de la sociedad aborígen y de su gobierno, al tiempo que confunden los dos poderes, el civil y el militar, en uno solo: “Luego de magnificar a Montezuma como un potentado absoluto, con funciones tanto civiles como militares, la naturaleza y poderes de su cargo se dejan en la oscuridad, —de hecho, sin investigar” (Morgan s.f.: 213).

La explicación de su nombramiento por parte de los cuatro electores mencionados por Durán, contradice la teoría de que los cargos son electivos entre los aborígenes. Lo mismo sucede con la afirmación de que es designado por una asamblea numerosa como la que señala Sahagún (1829, citado por Morgan 1970a: 183), aunque esta idea refleja, al menos, el peso del elemento popular que los demás conquistadores no logran percibir en el gobierno azteca.

Gens arcaica o moderna?

Para poder resolver el problema de si la forma de desenvolvimiento que presenta la gens entre los aztecas es arcaica o moderna, la metodología de Morgan implica seguir ciertos pasos y obtener algunos resultados previos: (Morgan s.f.: 215).

En su avance para tratar de definir la disyuntiva, Morgan presupone los posibles rasgos que presentarían las sociedades correspondientes y, en cada caso, cómo ocurriría la sucesión en el cargo de jefe militar principal. Como resultado, encuentra que la narración de los cronistas sobre las sucesiones en el cargo que les correspondió presenciar, la de Montezuma por Cuitlahua y la de este por Cuatemozin, así como los relatos verbales de los indios en referencia a otros casos, coinciden más estrechamente con la forma peculiar de un régimen gentilicio organizado por línea femenina.

Morgan (s.f.: 216-217) postula con esta base otra serie de interpretaciones, conjeturales pero que dan una explicación válida de los detalles de la información disponible, incluso de aquellos sobre los cuales hay confusión entre los propios españoles o que estos no logran explicarse a satisfacción:
Puede sugerirse, entonces, como una probable explicación, que el cargo desempeñado por Montezuma fuera hereditario en una gens (el águila era el blasón o totem de la casa ocupada por Montezuma) cuyos miembros lo escogerían de entre ellos mismos; que luego su nominación sería sometida separadamente a los cuatro linajes o subdivisiones de los aztecas —que se conjetura fueran fratrías— para su aceptación o rechazo, y también a los tezcucanos y a los tlacopanos, quienes estarían directamente interesados en la selección del comandante general. Después de que cada cual hubiese considerado y confirmado la nominación, nombraría a una persona para notificar su consentimiento; de ahí los seis mal llamados electores. No es improbable que los cuatro altos jefes de los aztecas, que muchos autores mencionan como electores, fueran realmente los jefes de guerra de las cuatro divisiones de los aztecas, semejantes a los cuatro jefes de guerra de los cuatro linajes de los tlascalanos [...] El derecho a deponer del cargo es una consecuencia necesaria del derecho de elegir, cuando el período es de por vida [...] En estos dos principios —de elección y deposición—, establecidos universalmente en el sistema social de los aborígenes americanos, se encuentra suficiente evidencia de que el poder soberano permanecía prácticamente en manos del pueblo.
Todo lo anterior muestra el carácter esencialmente democrático del gobierno azteca, elemento de primordial importancia en el análisis de Morgan, aunque existen diversos aspectos formales y secundarios que no son congruentes con tal caracterización. De todos modos, los elementos formales no son los que definen un sistema de gobierno, al contrario, lo fundamental es su esencia:
Una democracia pura del tipo ateniense no se conoció en los estadios inferior y medio y ni siquiera en el superior de la barbarie; pero, cuando tratamos de entender las instituciones de un pueblo, es muy importante saber si son esencialmente democráticas o esencialmente monárquicas (Morgan s.f.: 219).
ESTRUCTURA METODOLOGICA GENERAL

Si se lanza una mirada global a toda la estructura del argumento de este capítulo, es posible observar que Morgan avanza en el esclarecimiento de la historia del gobierno azteca como a través de los eslabones de una cadena, en la cual las diferentes interpretaciones se van sustentando unas a otras a la vez que dan pie para otras nuevas, enlazadas a su turno con las anteriores. Se trata de una orientación metodológica que se fundamenta en el concepto de totalidad, con el cual Morgan piensa el conjunto de la vida social.

Así podemos verlo también a lo largo del Capítulo V de Casas y vida doméstica de los aborígenes americanos, que tiene la misma orientación centrada sobre el pensar la vida social como una totalidad. Si bien ésta idea aparece en el trasfondo de toda la obra de Morgan, es más obvia en este texto del final de su vida, quizás por referirse a un hecho aparentemente simple y sin mayor trascendencia: “el almuerzo de Montezuma”.
Para entender un hecho tan simple en la vida india como el almuerzo de Montezuma, es preciso conocer ciertos usos y costumbres y aun ciertas instituciones de las tribus indias en general, que tenían una incidencia directa sobre la comida de cada indio en América en la época de los conquistadores españoles. Pese a que pueda parecer extraño al lector, se requiere el conocimiento de varias clases de hechos para comprender esta comida, tales como: 1) la organización en gentes, fratrías y tribus, 2) la propiedad común de las tierras, 3) la ley de hospitalidad, 4) la práctica de la vida comunista, 5) el carácter comunal de sus viviendas, 6) la costumbre de preparar una sola comida al día, un almuerzo, 7) la separación al comer, haciéndolo primero los hombres y después las mujeres y los niños (1965: 257-258, subrayados mío).
Esta orientación del análisis permite a Morgan reinterpretar las afirmaciones españolas, tanto sobre el “palacio” de habitación de Montezuma, como sobre el “banquete” que este les habría ofrecido, con lo cual avanza en desmitificar la visión de los cronistas sobre el rey Montezuma, habitante de un enorme palacio, en el cual habría celebrado un gran banquete para homenajear a los conquistadores. Su explicación es como sigue: “El banquete que presenciaron fue simplemente la única comida diaria de este grupo doméstico, preparada en una cocina común a partir de almacenes comunes y repartida desde la olla común (Morgan 1965: 267).

Así, a pesar del largo período de tiempo que media entre estas dos obras, La sociedad primitiva y Casas y vida doméstica de los aborígenes americanos, el juicio de Morgan (1965: 268) acerca del panorama que los españoles presentan sobre los aztecas no ha variado: “el resultado es notoriamente grotesco”.


 
 
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