Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
LEWIS HENRY MORGAN: CONFESIONES DE AMOR Y ODIO
 

IX: UNIDAD DE LAS SOCIEDADES AMERICANAS

Morgan no sólo demuestra que la humanidad es una sola, como vimos en el capítulo precedente, sino que plantea también la unidad etnológica de las sociedades americanas, en dos sentidos: uno tiene que ver con el contexto en el cual realiza su labor, el de los comienzos de la antropología a mediados del siglo pasado, marcado con fuerza por la aparición y desarrollo de distintas corrientes evolucionistas; el otro, tal vez el más actual, con una metodología de análisis etnológico, que sigue siendo válida a pesar del tiempo transcurrido desde su postulación y uso en sus primeros trabajos.

Se sabe que uno de los primeros problemas que se plantearon ante los ojos de aquellos pioneros del período de formación de la antropología, fue el del origen: el origen de las instituciones, de las lenguas, de las sociedades, incluso el del ser humano. Para Morgan (1970b: 259), en su momento, éste constituye “el principal problema de la etnología americana”. Se busca determinar, primero, si los habitantes de América tienen un origen común o si, por el contrario, provienen de muy diferentes lugares y de distintos troncos étnicos; también si, además de existir ese origen común o múltiple, su resultado ha sido la presencia de una amplia e irreductible diversidad social americana o si, en cambio, la unidad de origen ha derivado en una unidad esencial de todas las poblaciones aborígenes.

Para ese momento, ya se han adelantado estudios en diferentes áreas de aquellas que conforman hoy la antropología —en ese entonces apenas en construcción—; por un lado, en lo que denominamos antropología física, por otro, en lingüística, además de algún trabajo sobre indígenas, algo de etnología. Ellos dan pie para formular la idea, más a nivel de hipótesis que de aseveración ya comprobada, que efectivamente hay un origen común de los aborígenes americanos y que el lugar de procedencia de ese tronco originario se encuentra en el Asia. Los argumentos en que se sostiene tienen en cuenta la unidad de tipo físico, de estructura gramatical de las lenguas, de artes, usos e invenciones, de danzas, de estructura social, de conformación de las características craneanas y algunos otros aspectos (Morgan 1970b: 257-259).

Es importante aclarar que la información que Morgan utiliza en sus trabajos, y sobre la cual se fundamentan tales planteamientos, se refiere principalmente a grupos indígena ubicados en América del Norte y en Centroamérica, y sólo de una manera bastante limitada y fragmentaria a grupos de la América del Sur: los incas, los muiscas, algo sobre grupos de Venezuela y Brasil, un poco sobre algunos de la Patagonia.

En su obra etnológica, Morgan se propone —propósito general desde el punto de vista del proceso de conocimiento— confrontar la hipótesis proveniente de la lingüística y de la antropología física, con el análisis de los demás aspectos de la vida social, entre los cuales destaca en sucesivas publicaciones los denominados conceptos o formas de subsistencia, de gobierno, de familia, de propiedad, de arquitectura y de vida doméstica (Morgan 1972: 22).

Es necesario recalcar que ésta no es su finalidad exclusiva, especialmente en las primeras obras; no desea únicamente desarrollar el conocimiento científico y realizar un ejercicio de análisis de la información etnológica para extraer conclusiones respecto a hipótesis ya formuladas, sino que, como él mismo lo plantea en el primero de sus libros, La Liga de los Ho—de—no—sau—nee o Iroqueses, —recordemos que ya antes ha publicado artículos en revistas, especialmente sobre la lengua y el parentesco de estas naciones—, también se propone fundamentar desde la ciencia y dar fuerza a la lucha que en ese momento adelantan los aborígenes americanos por la defensa de sus territorios ancestrales.

¿ETNOLOGÍA SOBRE O PARA LOS INDIOS?

Para Morgan (1962: 445), no es un problema que concierne únicamente a los indios el preguntarse si estos pueden avanzar
hacia su elevación final a los derechos y privilegios de ciudadanos americanos. Se trata ciertamente de un asunto grave [...] Durante todo el período en que esta cuestión esté pendiente de solución, el pueblo americano no puede permanecer indiferente, como espectador pasivo, ni puede evadir sus responsabilidades.
En los Estados Unidos, la mitad del siglo pasado marca un período de ascenso en el desconocimiento de los tratados indios vigentes hasta ese momento, —tratados que los iroqueses y otros muchos grupos indígenas celebraron con ingleses, franceses y otros colonizadores y que los Estados Unidos reconocieron en el momento de su independencia—, así como de otros tratados firmados con posterioridad a ella. En los años 40 y 50, tales tratados son violados principalmente en lo que se refiere a tierras, pues grandes compañías de bienes raíces forcejean para apropiárselas y comercializarlas.

En 1871, el gobierno de los Estados Unidos de América toma la decisión de no firmar más tratados con los aborígenes, es decir que, en lo fundamental, cesa de reconocer su existencia como sociedades diferentes y con algún grado de autonomía.

En esas circunstancias, Morgan (1962: 458) se refiere así a la política oficial del gobierno norteamericano hacia los indios:
Nuestras relaciones con los indios, desde la fundación de la república hasta el momento presente, han sido administradas de tal manera que, en última instancia, sea el gobierno el que obtenga la ganancia; en tanto que las reivindicaciones de los indios han sido un objetivo secundario y eso cuando han sido tenidas en cuenta en un mínimo grado. Es cierto que se han gastado millones y que se ha tenido algún asomo de justicia en sus complejos asuntos, pero en todas las negociaciones importantes el provecho ha estado del lado del gobierno y la pérdida del lado de los indios. En adición a todo esto, una falaz diplomacia, de coerción egoísta y feroz injusticia, es el pan de cada día en nuestras transacciones con los indios y constituye un perpetuo estigma sobre el escudo de nuestra república.
Uno de los argumentos que se esgrime entonces para justificar el desconocimiento de los tratados y el trato a que están sometidos los indios, descansa en el carácter de sus sociedades, aparentemente salvajes y primitivas y, por lo tanto y con esa óptica, no aptas para ser consideradas y valoradas desde el punto de vista social; los indios son vistos —entonces como ahora— como poco más que subhumanos, incapaces de ser sujetos de derechos y, por tanto, de la ciudadanía norteamericana. Puesto que la sociedad estadinense necesita para su progreso y crecimiento los territorios que los indios conservan, así como los recursos existentes en ellos, no se encuentran razones válidas para que parte de esas regiones permanezca en manos de los aborígenes, en lugar de pasar completamente a las de los norteamericanos.

Morgan (1962: 33-34) deja escuchar su voz para condenar rotundamente este despojo de las tierras indias, denunciar su carácter claramente ilegal e inmoral y expresar su anhelo por el triunfo de los indios:
Esta compañía [la Ogden Land Company] no sólo ha violado todo principio de honestidad, todo dictado de humanidad, todo precepto cristiano con sus ambiciosas artimañas para despojar a los sénecas, sino que ha practicado contra este indefenso y altamente agraviado pueblo, a plena luz del día, los fraudes más oscuros, los más bajos sobornos y las peores y execrables intrigas que la más desalmada codicia podía sugerir. Los sentimientos naturales del hombre y el sentido de la justicia pública se conmueven y horrorizan con la sóla narración de sus procederes. No es pequeño crímen contra la humanidad apoderarse de los hogares y de la propiedad de todos los miembros de una comunidad, sin ninguna compensación y en contra de su voluntad; y, luego, arrojarlos, empobrecidos y ultrajados, a un salvaje e inhóspito desierto [...] Espero, para bien de la humanidad, que la causa de los indios triunfe y que lo que queda de los séneca pueda vivir en paz en su tierra natal.
Morgan quiere demostrar, y así lo plantea explícitamente, que se trata de sociedades con un alto nivel de desarrollo social y moral, sociedades que han conseguido alcanzar grandes logros en muchos aspectos de su vida, todo lo cual es argumento más que suficiente para que sus territorios sean respetados, para que se mantengan y cumplan los tratados y para que las luchas de sus descendientes tengan éxito y se los reconozca como sujetos capaces de derechos. Los dos textos que presento a continuación son una muestra del alto concepto que tiene sobre las naciones iroquesas. Establece una comparación entre el sistema de gobierno de los griegos del período clásico y el de los iroqueses y sostiene (Morgan 1962: 137) que “en su construcción el último fue más perfecto, sistemático y libre que aquellos de la antiguedad”. En consideración de Morgan (s.f.: 153):
Los iroqueses eran un pueblo enérgico e inteligente [...] La confederación que organizaron debe ser mirada como un notable producto de sabiduría y sagacidad. Uno de sus objetivos declarados fue mantener la paz, eliminar los motivos de rivalidad mediante la unión de sus tribus bajo un mismo gobierno y luego extender este mediante la incorporación de otras tribus del mismo nombre y linaje.
Morgan piensa que la lucha de los indios y su deseo de ayudarlos pueden tener éxito si se logra hacer evidente que no se trata de una enorme multiplicidad de grupos aislados, que desarrollaron sus características sociales casi que por azar o debido a circunstancias locales, sino que son los integrantes de una gran familia humana, familia de suma importancia para el desarrollo de la humanidad misma.

Para conseguirlo, Morgan (1970b: 140-142) busca demostrar que detrás de los tres grandes tipos que presenta la familia ganowaniana en América puede hallarse una unidad esencial:
Los habitantes aborígenes de Norteamérica, en el momento de su descubrimiento, estaban divididos en dos grandes tipos, se encontraban en dos condiciones disímiles. La primera y más baja condición era la de los indios nómadas, que vivían mayormente de la pesca y algo de cacería e ignoraban por completo la agricultura. Cada nación ocupaba un área particular que defendía como su territorio, moviéndose a través suyo sin quedarse asentada en ninguna localidad. Permanecían una parte del año en sus campamentos de pesca y el resto del tiempo en las montañas, o en las zonas selváticas más favorables para la caza [...] La segunda y más alta condición era la de los indios pueblo, quienes vivían en aldeas sedentarias y dependían exclusivamente de la agricultura para su subsistencia. Habitaban en casas comunales de varios pisos de altura, construidas con adobes o piedras pulidas unidas con mortero. Habían hecho progresos considerables en civilización, pero sin abandonar sus primitivas instituciones domésticas [...] Entre estas dos grandes divisiones de los aborígenes americanos había un tercer tipo o tipo intermedio, que presentaba todas las gradaciones de condición entre los dos extremos, las cuales constituían, aparentemente, los lazos de unión que hacían de todas ellas una sóla gran familia [...] Estos dos tipos de naciones, junto con aquellas de condición intermedia, representaban todas las fases de la sociedad india y poseían instituciones homogéneas pero con diferentes grados de desarrollo [...] Si las instituciones civiles y domésticas, artes, invenciones, usos y costumbres de los indios del norte se comparan con aquellas de los de las aldeas sureñas, tanto como el conocimiento de estas últimas lo permite, se encontrará que, sin importar cuales sean las diferencias existentes, se trata de diferentes grados de desarrollo de las concepciones idénticas y homogéneas de una mente común, y no de ideas provenientes de un origen diferente (subrayado mío).
El comunismo americano

La hipótesis es sencilla pero esencial: trás de la multiplicidad de sociedades aborígenes hay una unidad esencial, una “célula” de tipo comunista. A ella me referiré más adelante. La diversidad que existe es sólo diversidad en el grado de desarrollo. Esta “núcleo” comunista es la gens, que se concreta en el hogar comunista y se materializa en la vivienda colectiva —como lo muestra en Casas y vida doméstica de los aborígenes americanos (1965).

Se trata de establecer la unidad de contenido detrás de la diversidad formal y demostrar cómo la sucesión de formas constituye el desarrollo del contenido. Por ejemplo, entre los iroqueses “aunque oligárquico en la forma, el gobierno era una democracia representativa” (Morgan s.f.: 118). Por otra parte:
Las armas, artes, costumbres, invenciones, danzas, arquitectura de la vivienda, forma de gobierno y régimen de vida de todos, llevan por igual el sello de una mente común, y revelan, a través de su amplia variedad, las sucesivas etapas de desarrollo de las mismas concepciones originales (Morgan s.f.: 155).
Pero no trata de hacerlo entre los indios de ese momento, aquellos entre los cuales realiza trabajo de campo y que están subyugados por la dominación, sino entre sus antecesores en el momento de todo su esplendor, en la época de su mayor auge, “alrededor del año de 1700 [cuando] los iroqueses alcanzaron su punto culminante” (Morgan 1962: 15).

Mostrándolos así, piensa, resulta evidente sin necesidad de plantearlo en forma explícita, que su penosa situación de mediados del siglo pasado es el resultado de la caída bajo la dominación y la supremacía de los blancos —con la consiguiente pérdida de su soberanía y la iniciación y desarrollo de marcados procesos de desnacionalización—, y no una condición que les sea connatural.

Morgan está seguro que si logra demostrar la unidad étnica de las sociedades aborígenes americanas, dará necesariamente una gran fuerza a sus luchas e intereses y a las solicitudes presentadas por sus descendientes. De este modo, establece una firme ligadura entre su trabajo científico —con lo que tiene de confrontación de hipótesis y de avance del conocimiento— con los intereses de los indígenas, es decir, le da un sentido claramente político, hasta el punto de que este segundo aspecto orienta la metodología del primero y guía su estudio de los iroqueses, no hacia una descripción etnográfica de su situación en el momento en que él los conoce y se relaciona con ellos directamente, sino hacia la aprehensión de sus formas de vida en el momento más alto de su avance, en la segunda mitad del siglo XVII.

Desde este punto de vista, Morgan crea, 140 años atrás de nuestra época, uno de los postulados de la posición que hoy aparece como novedad bajo el nombre de “nueva etnografía”: la ligazón del trabajo etnográfico con los intereses de las sociedades que estudia, la combinación de los aspectos emic y etic de este trabajo.

DIVERSIDAD CONTRA UNIDAD

Cuando Morgan inicia su investigación, se orienta claramente a alcanzar el conocimiento en forma directa a través del contacto personal con los indios, viviendo entre ellos. De esta manera comienza a establecer en la práctica los principios del llamado “trabajo de campo”, -que caracterizaría de un modo tan neto a la etnografía-, obra que los historiadores de esta disciplina atribuyen a Malinowski. Parte de un criterio que todavía hoy sigue siendo piedra angular de esta rama del conocimiento, aunque el propio Morgan lo abandona muy poco después: mirar a los iroqueses como una sociedad en sí misma, como una unidad que puede ser entendida dentro de sus propios límites. Casi 40 años más tarde, cuando publica Casas y vida doméstica de los aborígenes americanos, dirá que inicialmente creyó que los iroqueses habían creado y desarrollado por sí mismos todo cuanto constituía su sociedad: gobierno, lengua, religión, economía, parentesco, etc. Es decir, que se trataba de un desarrollo autónomo, aislado, que podía ser conocido en cuanto tal.

El conocimiento que acumula acerca de otras sociedades indígenas norteamericanas, especialmente aquellas vecinas de los iroqueses, —aunque algunas, como los dakotas, se encuentran en regiones relativamente alejadas—, y que obtiene en parte a través de sus lecturas, en parte por medio del contacto directo con aquellas, comienza a mostrarle rasgos coincidentes en muy distintos niveles de la vida, instituciones y creencias de esos pueblos. Desecha, entonces, la concepción de un desarrollo independiente de tales sociedades y se enrumba por la idea que lo conduce a plantear que hay una relación genética entre ellas. Es decir, que en los resultados de su trabajo de campo encuentra bases suficientes para creer que hay una unidad profunda de las sociedades americanas.

Para avanzar en este campo, opta por la comparación como el método de su actividad científica, como lo hacían los evolucionistas de entonces, como lo hace la mayor parte de los etnólogos y los antropólogos de hoy, como lo hace la ciencia moderna en su conjunto, comparación que avanza a nivel formal, contrastando entre sí los rasgos evidentes, aquellos que aparecen ante los ojos del observador de campo. Grandes coincidencias, al lado de enormes diferencias, bloquean su trabajo; no logra encontrar una uniformidad de criterios entre los rasgos que compara ni entre las sociedades a las cuales pertenecen.

Por ejemplo, encuentra que, mientras las seis tribus diferentes que poseen el sistema de parentesco iroqués exhiben en su terminología un corpus de raíces comunes, fenómeno que se repite entre algunas de las tribus vecinas, tienen, sin embargo, tipos de vivienda muy diferentes en sus materiales y en sus formas. Es decir, que sus investigaciones le muestran elementos semejantes en algunos aspectos de la vida de esas tribus de la costa nororiental de los Estados Unidos y de algunas zonas centrales vecinas, al tiempo que en otros campos constata grandes diferencias entre ellas, fenómeno para el cual no encuentra una explicación inicial.

En La Liga de los Ho-de’-no-sau-nee o Iroqueses, Morgan intenta hallar solución a este problema mediante la comparación de la sociedad iroquesa con sociedades que se ubican por fuera de los marcos espacial e histórico de América, los griegos y los romanos, pero que se relacionan con el período inmediatamente anterior al surgimiento de las civilizaciones clásicas, y encuentra el mismo fenómeno de similitudes y diferencias que no puede explicarse.

Conceptos de contenido y forma

En el curso de este trabajo va acuñando algunos conceptos que le permiten, si no resolver el problema, sí por lo menos plantearlo, describirlo, presentarlo. Comienza a hablar de formas distintas de un sistema de consanguinidad, de formas diferentes de gobierno, de formas variadas de un sistema de organización social, etc. Acerca de la sociedad gentilicia, el clan y la gens, por ejemplo, considera respectivamente:
Dondequiera se halla la sociedad gentilicia, es idéntica en organización estructural y en principios de acción; pero cambia de formas más bajas a otras más elevadas con el adelanto progresivo del pueblo [...] Una comparación del clan indio con la gens de los griegos y romanos revela de inmediato su identidad de estructura y funciones (Morgan s.f.: 62, 64).

El matrimonio entre parejas simples era desconocido cuando se implantó la gens y no se podía establecer con certeza la descendencia a través de los hombres. Los parientes se vinculaban mayormente por medio de su descendencia materna [...] Tal fue la gens en su forma arcaica [...] En el estadio superior de la barbarie, la descendencia había cambiado a la línea masculina entre las tribus griegas, con excepción de los licios, y entre las tribus italianas, con excepción de los etruscos [...] Tal fue la gens en su última forma (Morgan s.f.: 66-67, subrayados míos).
Al referirse a los sistemas de consanguinidad, demuestra cómo, dentro de un mismo sistema, hay formas típicas, formas estándard, formas simples y formas clásicas. Cuando comienza su análisis del sistema ganowaniano, tiene en cuenta que el sistema de los iroqueses:
Está tan desarrollado en todas sus partes que puede ser tomado como típico del sistema de esta familia [...] El sistema séneca [...] se adoptará como la forma estándar del iroqués (Morgan 1970b: 154, subrayados míos).
Cosa semejante plantea en lo que tiene que ver con los sistemas o planes de gobierno. Es decir, que Morgan desarrolla el concepto de forma, complementándolo más tarde con el concepto de lo que llama, según la ocasión, contenidos, radicales, principios básicos y otras denominaciones.

Estos conceptos de contenido y forma hacen parte de un cuerpo de categorías que desarrolla en su trabajo como un camino para poder avanzar, para poder superar los escollos en el camino de manejar la unidad y la diferencia, la unidad en la diferencia, la unidad detrás de la diferencia, categorías que, por supuesto, tienen su incidencia en la manera de pensar la información proveniente de la realidad, en el modo mismo de obtenerla, es decir, en su metodología. Lo expresa así en relación con los sistema de parentesco:
Una comparación detallada de las formas de consanguinidad que prevalecen entre las naciones representadas en la Tabla pondrá al descubierto un cierto número de desviaciones de la uniformidad. Estas desviaciones revisten especial importancia a pesar de que no tocan los rasgos radicales del sistema. No son suficientes como para hacer olvidar el conjunto de características fundamentales que son comunes y permiten demostrar, por evidencia interna, el origen común del sistema (Morgan 1970b: 138, subrayados míos).

Se hallará un conjunto de discrepancias con el carácter de desviaciones permanentes; pero se refieren a detalles subordinados que no alteran el plan general de consanguinidad (Morgan 1970b: 148).
También lo plantea del mismo modo cuando esclarece, mediante la comparación, el cargo de general en distintas sociedades antiguas:
En el curso del presente trabajo intentaré señalar el desenvolvimiento progresivo de este cargo, desde el Gran Soldado de Guerra de los iroqueses, pasando por el Teuctli de los aztecas, hasta el Basileus de los griegos y el Rex de las tribus romanas; entre todos los cuales, a través de tres períodos étnicos sucesivos, el cargo fue el mismo, a saber: el de general en una democracia militar (Morgan s.f.: 149-150, subrayado mío).
Visibilidad e invisibilidad

Al mismo tiempo, diferencia los fenómenos empíricamente observables o directamente derivables de la base empírica resultante de la observación —los cuales eran y siguen siendo en lo fundamental la base del quehacer etnográfico de hoy—, de los contenidos existentes detrás de aquellas formas y que no son accesibles a la observación inmediata, y desarrolla una concepción acerca de la manera como se relacionan formas y contenidos, mostrando de qué modo un mismo radical, un mismo contenido, un mismo principio básico, puede adoptar, en diversas sociedades y de acuerdo con las condiciones de vida de las mismas, formas diversas, formas que si se tomaran en sí y sin indagar a qué corresponden, podrían llevar a la conclusión errónea de que tales sociedades son por completo distintas entre sí.

Por ejemplo, al analizar las sociedades sedentarias de la zona de transición entre América Central y América del Norte, no solamente aquellas de más al sur, como mayas y aztecas, sino sobre todo aquellas de los indios pueblo, ubicadas en la parte norte de México y en el Nuevo México norteamericano, llega a la conclusión de que, por influencia de cronistas españoles y de etnólogos europeos, se ha sobrevalorado el desarrollo de tales sociedades, que tienen vida de pueblos, son sedentarias, y por lo tanto, tienen una base agrícola —que más tarde restringirá, llamándola horticultura—, con riego, con la construcción de obras arquitectónicas de piedra y de adobe y otras características. Al mismo tiempo, las restantes sociedades americanas han sido infravaloradas. O sea que, mientras a las sociedades sedentarias se les ha magnificado su nivel de desarrollo económico, social, arquitectónico, cultural, etc., a las otras se les ha disminuido, se les ha menospreciado el nivel alcanzado. De estos dos errores, “resultaba un tercero: el de separar unos de otros y considerarlos como pueblos diferentes” (Morgan s.f.: 155).

Es un procedimiento que, al acrecentar artificialmente las distancias que realmente existen entre las sociedades americanas, conduce a una visión de ellas como sociedades radicalmente diferentes, como dispersas, como atomizadas, como un mosaico de pueblos.

Morgan establece un criterio que no sólo marca la etnología de la época sino que aún hoy constituye un punto de vista de avanzada, al plantear que es falsa la conclusión de que se trata de sociedades esencialmente diferentes, de que entre las tribus de América del Norte, como los iroqueses, o aun entre las tribus de América del Sur y otras tribus de cazadores, recolectores, pescadores de América del Norte, no hay ningún punto de contacto, de que constituyen sociedades con orígenes diferentes, es decir, genéticamente distintas.

Contrario a lo que parece desprenderse de esta apariencia, muestra que existen entre ellas una unidad genética y un origen común, aunados al hecho de que son sociedades esencialmente iguales, semejantes por su contenido comunista. Argumentos con los cuales reclama para ellas, con una denominación que toma del dialecto séneca-iroqués, “el rango distintivo de una familia del género humano, bajo la designación de Ganowaniana, la ‘Familia del arco y la flecha’” (Morgan 1972: 150).

Este es un problema actual que se ubica en el centro de nuestra etnología. Se constata una multiplicidad étnica asombrosa; se distinguen 50, 100 y muchos más grupos distintos en cada país, y no se sabe qué hacer con tantos para poder hacerlos objeto un tratamiento analítico, teórico. Algunos intentos en esa dirección no han logrado solucionar el problema, como la creación y aplicación del concepto de área cultural (Kroeber 1931; Herskovits 1964) y otros similares, que buscan agrupar, así sea por partes, aquello que la etnografía atomizó, convirtiendo a América en un absoluto mosaico étnico, haciendo de cada sociedad —aun de aquellas con no más de 50 a 200 miembros— una unidad aparte de las demás y convirtiendo su conocimiento en un asunto totalmente inmanejable por su amplitud y diversidad. Diversos caos que se oponen unos a otros han sido el resultado último de dichos esfuerzos.

Asimismo, como a veces ocurre también en la arqueología, se crean categorías distintas, denominaciones diferentes, conceptos divergentes para cada sociedad; tal parece que los conceptos más generales no resultan adecuados para dar cuenta de la realidad específica y particular de cada uno de estos grupos. Morgan (s.f.: 184) muestra tener una clara conciencia de esta situación al declarar:
Pero desde este punto hacia adelante, en el resto de Norte América y en toda Sud América nos hallamos sin informes precisos [sobre la gens], salvo respecto a los [indios] lagunas. Esto demuestra cuán incompleto es el trabajo hecho por la Etnología Americana, hasta tal extremo que el elemento unitario de su sistema social apenas si ha sido parcialmente descubierto y su significación no ha sido comprendida.
Morgan inicia un proceso de análisis de las sociedades americanas que tiende a diferenciar en su interior entre forma, aquella que vieron los cronistas —y que es la misma que aún ven los etnógrafos y aparece recogida en las crónicas y publicaciones monográficas—, y los principios básicos, los contenidos radicales —en el sentido que son la raíz de los fenómenos. Por supuesto, también retoma la información empírica, formal, y compara a este nivel para establecer los rasgos comunes y los diferenciales, pero paulatinamente desarrolla un modo diferente de comparar, el cual se encuentra ya completamente consolidado en Sistemas de consanguinidad y afinidad de la familia humana. Lo denomina abstracción y plantea que su objetivo no es encontrar rasgos formales comunes entre las sociedades, buscar en qué cosas coinciden, sino, al contrario, comparar aquellas cosas en que son disímiles, diferentes.

REDUCCIÓN A LA UNIDAD

Pero, ¿cómo resulta posible comparar entre sí terminologías de parentesco tan diferentes como la de los dakotas, la de los iroqueses y las de otras sociedades indígenas americanas? Esta pregunta se la ha hecho en innumerables ocasiones el empirismo y siempre ha tenido para ella la misma respuesta final: no son comparables o, si se comparan, solamente puede llegarse a la conclusión de que se trata de sociedades, sistemas de parentesco, etc. distintos; de esta forma se multiplican poco a poco las diferencias observadas y las unidades de referencia que tratan de dar cuenta de ellas.

Existen varias maneras de comparar: a) comparar formas para encontrar rasgos formales comunes con los cuales se construyen las categorías, propia del positivismo y de los demás formalismos y que no permite explicar, solo clasificar, b) comparar formas diferentes para encontrar contenidos semejantes, mediante un proceso de reducción que hace abstracción de las apariencias y permite explicar las diferencias formales.

Morgan nos dice que precisamente hay que comparar lo diferente, y que la única manera de realizarlo, de tal manera que se logre establecer una semejanza entre hechos con características disímiles, por ejemplo entre terminologías de parentesco, es hacer abstracción de la diferencias, de las formas visibles, directamente observables, y buscar lo que hay tras ellas, lo que ellas ocultan. La comparación es una forma, una metodología para abstraer. En los estudios sobre los sistemas de consanguinidad y afinidad, la terminología diversa se reduce a la relación común; esto permite encontrar el principio abstracto, la relación de parentesco. Y Morgan (1970b: 29) se pregunta cuál puede ser el resultado. ¿Se encontrarán principios, conceptos diferentes o, por el contrario, semejantes? “Se presentarán y compararán con la romana y entre sí mismas las diferentes formas de consanguinidad que prevalecen entre las demás naciones arias con el propósito de establecer si son idénticas” (1970b: 29).

El instrumento que crea para efectuar la comparación es muy elaborado; su sistematización aparece en las extensas “Tablas de Consanguinidad y Afinidad” que fundamentan su estudio y sus conclusiones sobre los sistemas de parentesco de la humanidad (1970b: 71-127, 279-382 y 515-567). Los resultados que puedan alcanzarse mediante el empleo de este instrumento, ofrecen el único camino para establecer con alguna certeza si hay o no una unidad etnológica entre los aborígenes americanos. En su opinión:
Las tablas son los principales resultados de esta investigación. Por su importancia y valor, su alcance va mucho más allá de cualquier uso presente de su contenido que el autor pueda indicar [...] El plan que se adoptó para la estructuración de estas tablas fue el de presentar en la misma columna cada relación específica existente entre un cierto número de naciones afines, de tal manera que salte a la vista la correspondencia o diferencia con respecto a cualquiera de las relaciones particulares. Esta disposición facilita la comparación [...] Si estas tablas resultan suficientes para demostrar la utilidad de los sistemas de parentesco en la continuación de las investigaciones etnológicas, se cumplirá uno de los principales objetivos de este trabajo [...] Estas tablas, por lo tanto, en la medida en que constituyen solamente el comienzo de la creación de un nuevo instrumento etnológico, invitan a su exámen crítico (1970b: 8-9, subrayados míos).
Con esto da inicio a un trabajo de más de 30 años en la aplicación del método de la abstracción, que comienza con Sistemas de consanguinidad y afinidad de la familia humana, bajo la guía de los conceptos de contenido y forma y sus relaciones, y alcanza su término con Casas y vida doméstica de los aborígenes americanos.

En lo que toca a los sistemas de consanguinidad y afinidad, concluye que en el fondo de las decenas de diferentes terminologías de parentesco que analiza para América se encuentran unos principios, unos criterios de reconocimiento de las relaciones de sangre y de las relaciones sociales, que son los mismos para todas las sociedades concernidas. El hecho de que estos principios sean comunes y aparezcan con muy contadas excepciones en la totalidad de los grupos conocidos, le permite establecer la conclusión de que se trata de un mismo sistema de afinidad y consanguinidad, el llamado ganowaniano, de tipo clasificatorio. Estos principios se manifiestan en forma diferente en cada una de las sociedades, en razón de sus correspondientes condiciones de vida y de su historia.

Tal sistema de consanguinidad es el contenido fundamental de la totalidad de los sistemas de parentesco americanos y presenta más de 77 formas concretas distintas —Morgan tiene en cuenta 77—, las cuales, después de que se las analice en tanto que maneras de existir de ese sistema, pueden ser ligadas entre sí en relaciones de jerarquía y de mayor o menor desarrollo. Es posible establecer cuáles son más complejas que otras, cuáles más desarrolladas, cuáles más puras y perfectas, cuáles aplican los principos del sistema con una mayor economía, en la medida en que realizan de una u otra manera los principios radicales y alcanzan en mayor o menor grado los objetivos del sistema.

Es decir, que la comparación científica de las formas del sistema solo es posible hacerla en relación con el contenido que las subyace, haciendo abstracción de las formas —principalmente las terminologías— en las cuales tal contenido se expresa y existe de modos diferentes, pero, por supuesto, tomándolas siempre como punto de partida de la investigación.

Idéntico camino sigue en el estudio de los sistemas de gobierno de los aborígenes de América, para descubrir que, pese a sus grandes diferencias de organización, unos en bandas u hordas, otros en tribus, otros en aldeas, comparten un mismo principio de gobierno que denomina organización social, frente a otro que llama organización política. Encuentra que comparten el principio de societas como diferente al de civitas, inexistente en América; afirma (s.f.: 189) que “ahora estamos bien seguros de que su sistema de gobierno era social y no político”.

Todas las sociedades aborígenes que estudia tienen una organización gentilicia, es decir, están basadas en grupos exógamos de descendencia unilineal. Sus diferencias se deben a que tal tipo de organización ha alcanzado diversos niveles de desarrollo; en unos casos se dan formas arcaicas de ella, con descendencia por línea femenina, y en otros, formas modernas, en las cuales la descendencia se ha hecho masculina. En las primeras, la herencia del poder, la autoridad y el patrimonio personal —pues no hay propiedad de la tierra— se da a los gentiles, es decir a los miembros de la misma gens, en tanto que en las últimas va a los descendientes directos agnados o a los hijos. Existe, entonces, un ordenamiento, una jerarquización entre esas dos formas, cuya ubicación en relación con el modelo abstracto permite analizarlas históricamente:
La sociedad gentilicia estuvo basada en todas partes sobre la misma organización estructural y en idénticos principios de acción; pero se desarrolló desde formas más bajas hasta otras más altas a causa del progresivo avance del pueblo. Estos cambios constituyen la historia del desarrollo de unas mismas concepciones originales (Morgan 1965: 2).
La investigación muestra la funcionalidad, los objetivos de esa forma que la antropología denomina clanil, pero que en algunos casos apenas está en formación, mientras que en otros, al menos en la época de Morgan, se encuentra ya en decadencia y descomposición como resultado de múltiples fenómenos, entre ellos la conquista, pero también las guerras intertribales, los fenómenos naturales —como las grandes sequías—, la dominación moderna a la que están sometidos los indios y otros que afectan gravemente y en un corto período el funcionamiento de esta clase de sistemas.

La arquitectura es otro campo de investigación que Morgan somete a su escrutinio. Considera que lo que se conoce al respecto y las luces que puede arrojar sobre las sociedades aborígenes en el período precolombino, se han desaprovechado. Su mirada abarca desde las tiendas de cuero de los indios de las grandes llanuras —los tipis—, pasando por las casas de corteza de los iroqueses y los poblados de los indios pueblo, ya mencionados, hasta llegar a los vestigios de las llamadas altas culturas de la América Central y de los incas, y concluye: “Todas las formas de esta arquitectura provienen de una mente común y exhiben, en consecuencia, diferentes etapas de desarrollo de las mismas concepciones, actuando bajo necesidades similares” (Morgan 1965: xxiii).

Esta enorme variedad de formas de vivienda, que cobija hasta los llamados templos o palacios centroamericanos, no es otra cosa que la multiplicidad formal que materializa históricamente un elemento abstracto común, a saber, la adecuación de la arquitectura a las formas de vida de unas sociedades caracterizadas por lo que Morgan denomina comunismo; en esas viviendas cristaliza el “hogar comunista” y se refleja la esencia de la vida india:
El hecho principal que revelan todas estas estructuras, desde las más pequeñas hasta las más grandes, es que la familia, durante estas etapas de progreso, fue muy débil como para ser una organización capaz de hacer frente a la lucha por la vida, viéndose obligada a buscar refugio dentro de grandes casas integradas por varias familias. La casa para una familia simple fue una excepción entre los aborígenes americanos, en tanto que la gran casa, capaz de albergar a varias familias, fue la norma (Morgan 1965: xxiv).

Es evidente que en ellos está contenido el trabajo del pueblo, construidos para su propio disfrute y protección. Nunca fueron creados por trabajos forzados. Por el contrario, el encanto de todas estos edificios, espaciosos, de buen gusto y notables como son, se encuentra en el hecho de que fueron levantados por los indios para su propio uso, con manos voluntarias, y ocupados por ellos en términos de entera igualdad (Morgan 1965: 310).
Mas su interés esencial no es el conocimiento de la vivienda en sí, sino que utiliza éste como un vehículo metodológico para llegar al plan de vida doméstica. “Daremos singular atención al plan de vida doméstica revelado por las viviendas de la época aborigen” (Morgan ibid., subrayado mío).

Todo el análisis subsiguiente en Casas y vida doméstica de los aborígenes americanos se basa en este principio y es un magnífico ejercicio de una arqueología que busca interpretar los vestigios materiales de sociedades desaparecidas en virtud de un cuerpo conceptual construido con base en la información de los cronistas pero, también, con fundamento en el conocimiento etnográfico de los indios de su tiempo. No se trata solamente de deducir interpretaciones en forma directa a partir de las categorías conceptuales; la construcción misma de ellas tiene como uno de sus componentes fundamentales la información proveniente de los restos materiales y de su excavación. Más adelante, las categorías se modifican, refinan y desarrollan a medida que se da su aplicación a la interpretación de la realidad.

El grupo doméstico comunista: célula de la sociedad aborigen americana

Casi desde el comienzo de su obra, Morgan diferencia entre familia y comunidad doméstica y establece una relación entre grupos sociales y arquitectura —relación que incluso se encuentra en los planteamientos de los propios indios, pero que la antropología posterior a Morgan se demoró un largo período en reconocer—, a la vez que muestra que la unidad habitacional en las sociedades aborígenes no corresponde al grupo familiar sino a la comunidad doméstica, unidad que engloba en su interior a varias familias, en una forma de vida comunista.

Esta comunidad doméstica, a los ojos de Morgan, es la unidad de consumo y en muchas ocasiones también la de producción, con una comunidad de los productos que se almacenan comunitariamente en algún lugar dentro del edificio de habitación.

Los trabajos de corte antropológico han rechazado la denominación de comunista para esta forma de vida y prefieren llamarla —cuando la toman en cuenta— “comunal” o “comunitaria”. Así hace Paul Bohannan en su introducción a Casas y vida doméstica de los aborígenes americanos, al proponer designarla con el término comunalismo (Bohannan 1965: xi).

Hasta aquí, el comunismo de que habla Morgan se refiere al grupo que habita la vivienda colectiva, pero hay otra institución que amplía este comunismo doméstico al conjunto de la sociedad: la ley de la hospitalidad —a la cual me referiré con amplitud más adelante—, que consiste en que cualquier persona que entre en una de estas casas comunitarias es acogida por ella en la satisfacción de sus necesidades básicas fundamentales de tipo alimenticio, cosa que permite una distribución igualitaria de la producción en el conjunto de la comunidad y posibilita resolver los problemas de las unidades que por alguna razón no obtuvieron lo necesario para la satisfacción de sus necesidades; se consigue así una redistribución de los excedentes de producción generados por algunos grupos y su evita su acumulación y, por consiguiente, la diferenciación económica y social entre sus miembros:
Se ha llamado la atención sobre la ley de la hospitalidad y sobre su universalidad [en América] por dos razones: primera, porque implica la existencia de almacenes comunales que suministran los medios para practicarla y, segunda, porque en todas partes en donde se la encuentre implica la vida comunista en la gran casa colectiva (Morgan 1965: 61).
La unicidad de la arquitectura de vivienda, entonces, está constituida por el principio de que se adecúa a las necesidades de los grupos domésticos de carácter comunista y a las relaciones que estos mantienen en el seno de la comunidad. Morgan (1965: 105) quiere mostrar:
Primero, que la conocida vida comunista de las tribus antes mencionadas [las del Norte] produce y determina el carácter de sus casas, que son comunales; y, segundo, que dondequiera que la estructura de las casas mencionadas después [las de los indios pueblo] sea obviamente comunal, la práctica de la vida comunista en el período del descubrimiento puede inferirse de tales estructuras, aunque muchas de ellas se encuentren en ruinas y la gente que las construyó haya desaparecido.
Con fundamento en tales planteamientos, se cuestiona algunas interpretaciones histórico-etnológicas sobre otros aspectos de esas sociedades, especialmente de aquellas denominadas “altas culturas”. Así, considera que por tratarse de sociedades de tipo comunista no había lugar para reyes ni emperadores, como los que mencionan cronistas e historiadores cuando se refieren a los mayas y los aztecas, y, por lo tanto, tampoco había quienes pudieran ser dueños de los llamados palacios encontrados en esas regiones. Nos dice: “Lo poco que nos han dado los escritores españoles respecto a los jefes indios y a la tenencia de las tierras por las tribus, está viciado por el empleo de un lenguaje adaptado a las instituciones feudales que no tenían existencia entre ellos (Morgan s.f.: 207). A lo cual añade: “[Por ejemplo], “el ‘Reino de México’, que figura en las primeras historias, y el ‘Imperio de México’, que aparece en las posteriores, son ficciones de la imaginación” (s.f.: 193).

Dadas las circunstancias de la conquista y las características de los conquistadores españoles, especialmente su visión del mundo, fuertemente teñida por prejuicios ideológicos feudales, Morgan (s.f.: 208) juzga: “es una concepción errónea llamar señor, en el sentido europeo, a un jefe indio, porque esto implica una condición de sociedad que no existía”.

Aunque tampoco es un problema subjetivo de responsabilidad individual por el cual pueda acusarse a los colonizadores europeos. Morgan (1965: 269) capta las condiciones objetivas que los conducen a elaborar tales interpretaciones:
No era de esperar que ellos pudieran entender a los aztecas. Habituados a la monarquía y a las clases privilegiadas, el principal jefe de guerra azteca les parecía, casi naturalmente, un rey, y los sachems y los jefes fueron, en su visión, príncipes y señores. Pero que esta visión se haya mantenido en la historia durante más de trescientos años, constituye un divertido comentario sobre el valor de los escritos históricos en general.
Más extrañeza le causa la situación de la época en que le corresponde vivir; en ella, en su concepto, las interpretaciones no han cambiado mucho desde la conquista y la colonización:
Los aventureros españoles que conquistaron el pueblo de México vieron en Montezuma a un rey, señores en los jefes aztecas y un palacio en la gran casa comunal que Montezuma y los miembros de su grupo doméstico ocupaban al modo indio [...] Desafortunadamente, la historia aborigen de América se inició con base en estas erradas concepciones acerca de la vida india, las cuales se mantienen substancialmente incuestionadas hasta el presente (Morgan 1965: 252, subrayado mío).

La historia subsiguiente ha corrido por los mismos derroteros durante más de tres siglos, al hacer lo imposible por tratar de confirmar aquello cuya confirmación no era posible (Morgan 1965: 257).
Morgan reinterpreta aquellas construcciones que los españoles llamaron palacios, como las siguen llamando los historiadores y arqueólogos de hoy, como grandes habitaciones colectivas, similares en sus principios, aunque no en su forma, a la casa larga de los iroqueses y a otros tipos de vivienda colectiva de diferentes lugares de América, —tales, por ejemplo, en mi criterio, las malocas de la amazonía suramericana. El llamado palacio de Montezuma no es tal, según piensa Adolf F. Bandelier (Bandelier 1878: 385, citado por Morgan 1965: 263):
La casa en donde fueron alojados los españoles era el tecpan o casa oficial de la tribu, desocupada por sus ocupantes oficiales con el fin de que sirviera para aquel propósito [...] El irritable jefe (Montezuma) simplemente actuó como el representante de la hospitalidad tribal, brindando cortesías poco corrientes a inusuales, misteriosos y hasta temibles forasteros. Después de dejar a estos en posesión del tecpan, se retiró a otra de las grandes edificaciones comunales que rodeaban la plaza central, lugar en donde probablemente eran resueltos los asuntos oficiales.
Morgan (1965: 263), que comparte este criterio, sugiere entonces una hipótesis para interpretar esta gran construcción, que causa asombro entre los españoles: “Razonablemente puede suponerse que los españoles encontraron a Montezuma con sus parientes gentilicios en una gran casa colectiva, en la cual habitaban quizás entre cincuenta y cien familias, unidas en un grupo doméstico comunal”.

Otro tanto sucede, de acuerdo con su criterio (Morgan 1965: 300-304), con los llamados palacios de Uxmal, Palenque y otros lugares mayas de Yucatán, los cuales no constituyen palacios de grandes jefes, sino casas habitadas por el pueblo. Se trata de “malocas de piedra” —el término es mío—, que materializan los principios de la vida comunista de tales sociedades.

Este estudio de muchos de los más conocidos y diversos tipos de arquitectura doméstica en América, hecho a partir de la información de cronistas, viajeros, exploradores y la suya propia, lleva a Morgan (1965: 233) a concluir:
Todas estas formas [de vivienda] son partes de un sistema de arquitectura indígena; y estas varias partes son susceptibles de articulación en una serie que representa el desarrollo progresivo de una idea común, la de una residencia conjunta, con la práctica de una vida comunista en grandes grupos dentro de una misma casa o en una sóla unidad conformada por la totalidad del grupo doméstico.
UNIDAD DE LA FAMILIA GANOWANIANA

Como conclusión general, nuestro autor plantea que los aborígenes habitantes de América conforman una sóla familia humana, con un tipo único de sociedad, y que ésta se encuentra en muy diversos estadios o etapas de desarrollo, es decir, que existe a través de formas de características muy distintas, aunque en todas ellas se hacen realidad los principios y elementos de contenido comunes:
La vida intelectual de una gran familia imprime un sello común a todas sus obras. Las huellas del funcionamiento uniforme de las mentes, que actúan con una misma matriz y dotadas de los mismos impulsos y aspiraciones heredados de sus comunes ancestros, pueden seguirse con éxito a través del paso de los tiempos y de áreas ampliamente separadas. En su arquitectura, en su organización tribal, en sus danzas, en sus costumbres funerarias, en sus sistemas de parentesco se revelan constantemente características mentales idénticas (Morgan 1970b: 257).
Las diferencias entre los dos grandes tipos de sociedades americanas: las nomádicas, que viven de la caza y la pesca, y las sedentarias, organizadas en aldeas agrícolas, con cultivos de maíz y algodón y que viven en casas de más de un piso fabricadas con material durable —casi siempre ladrillo quemado—, y entre estas últimas y aquellas intermedias, que son mezcla de los dos tipos anteriores y a las cuales pertenecen los iroqueses, no son cualitativas sino cuantitativas, ya que poseen el mismo conjunto de instituciones, especialmente aquellas domésticas —comunismo primitivo a partir del hogar comunista—, que presentan distintos niveles de avance.

El acceso del alguna de ellas a la civilización habría significado una diferencia esencial, imposible según Morgan por la vigencia del espíritu del cazador, la ausencia de pastoreo y la carencia de propiedad (privada, pues para Morgan la propiedad es privada; su opuesto es la no existencia de propiedad).

La idea de esta unidad substancial de los aborígenes americanos solo ha comenzado a plantearse de nuevo en épocas recientes, y no por parte de la antropología, sino por una corriente de la historia que retoma del marxismo el concepto de modo de producción. Así, en Colombia, por Hermes Tovar, quien considera que la totalidad de las sociedades de la América precolombina corresponden a un solo modo de producción, llamado por él precolombino, cuya célula básica es la comunidad tribal:
Las relaciones existentes en América antes de la llegada de los europeos tienen características específicas que no son las de la Europa feudal, Africa colonial o España del siglo XV [...] Aunque cada pueblo tiene características específicas, hay hechos comunes que se hallan tras esa especificidad (Tovar 1974: 9).

El primer tipo de comunidad que encontramos en Colombia y América indígena es el de la comunidad tribal. Esta constituye, para nosotros, el primer momento de desarrollo de un modo de producción específico, y es a la vez la célula básica de todo el progreso comunitario posterior (Tovar 1974: 17).
Morgan, por supuesto, reconoce la multiplicidad cultural americana, pero, para él, la cultura es sólo un fenómeno en el campo de la forma y por lo tanto no es válido caracterizar las sociedades, relacionarlas, analizarlas, teniendo la cultura como fundamento; hay que buscar detrás de ella esos contenidos radicales que pueden expresarse en formas tan distintas.

Por ejemplo, analiza el fenómeno de las danzas en América y presenta los muy variados tipos que tienen lugar, incluso en las circunstancias divergentes que denomina condiciones o estadios de cultura. Al mismo tiempo, encuentra en tales danzas unos principios, unas concepciones, una funcionalidad y una estructura comunes, que hacen de ellas elementos fundamentales en la reproducción del carácter nacional de las sociedades aborígenes americanas, los iroqueses especialmente.

Sabemos que hoy, en las diversas corrientes de la etnología americana, se dan planteamientos que ubican la cultura como el eje de estudio de las sociedades indígenas, y que se las caracteriza y distingue por ella. Morgan dice que ese no puede ser sino el comienzo del análisis porque la cultura es una forma, un modo de existir, en la realidad y en la vida diaria, de los principios básicos de una sociedad. Tras esa multiplicidad cultural de las sociedades americanas hay una unidad etnológica, unidad que podemos remontar en el tiempo y encontrarla también con relación a algunas sociedades asiáticas. De ahí puede concluirse que las sociedades americanas, a más de tener un origen común, provienen del Asia, desprendidas en un momento dado, no desde el punto de vista cronológico sino de progreso, de la vida y el desenvolvimiento de aquellas sociedades.

La crítica a las interpretaciones de la etnología tradicional permite a Morgan (1970b: 308) postular todo un programa de desarrollo futuro para la ciencia antropológica americana:
Antes de que logre existir una etnología científica aplicada a los aborígenes americanos, es preciso eliminar los equivocados preconceptos y las erróneas interpretaciones que ocultan actualmente la memoria de nuestros aborígenes; a menos que esto pueda conseguirse efectivamente y de algún modo, esta ciencia no podrá establecerse jamás entre nosotros. Nuestra etnología fue iniciada para nosotros por investigadores europeos y corrompida en sus bases por una errónea concepción de nuestra realidad. Los pocos americanos que se han dedicado a ella han seguido generalmente el mismo camino, ya que, mientras fingen estar despejando el terreno, por el contrario, amplían y agrandan los primitivos errores de interpretación. No pretendo saber si es posible empezar de nuevo y recuperar lo que se ha perdido para desarrollar nuestra propia etnología, pero es válido intentarlo.


 
 
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