Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
LEWIS HENRY MORGAN: CONFESIONES DE AMOR Y ODIO
 

III: ¿HISTORIA O TEORÍA DE LA HISTORIA? > La societas como objeto de la antropología

Es claro que el énfasis de su trabajo se circunscribe a los períodos de salvajismo y barbarie y al paso de este último a la civilización en Grecia y Roma. Aparte de sus premonitorias anotaciones sobre la futura caída del régimen basado en el predominio absoluto de la propiedad privada, régimen que conspira contra la vigencia de la democracia, nada se encuentra en él que dé cuenta en forma amplia sobre el desarrollo posterior de la civilización antigua ni sobre la civilización moderna, ya constituidas en ese momento en focos de interés para la historia y la sociología naciente. Esto se ajusta plenamente a sus propósitos: no se trata de dirigir la mirada sobre el tipo de sociedad en donde ha nacido y vive, no es éste su objetivo; se trata de hacer una indagación inteligente, de introducir un orden histórico en la “prehistoria” humana. De este modo, Morgan sienta las bases para la definición del objeto de la etnología —como la denomina—, disciplina inconcebible para él por fuera de la historia, pero al mismo tiempo diferente de ella. Duvignaud (1977: 78) lo percibe de este modo: “Morgan es el único que intenta constituir el sistema de la diferencia específica [...] la ciencia de las sociedades salvajes y bárbaras”. En tanto, Engels (1966: 239) plantea que “el estudio histórico de las instituciones sociales que se han desarrollado durante la civilización excede los límites de su libro”.
Algunas hipótesis de Morgan han llegado a bambolearse y hasta a caducar. Pero los nuevos datos no han substituido en parte alguna por otras sus muy importantes ideas principales [...] Morgan fue el primero que con conocimiento de causa trató de introducir un orden preciso en la prehistoria de la humanidad, y su clasificación permanecerá sin duda en vigor hasta que una riqueza de datos mucho más considerable no obligue a modificarla. De las 3 épocas principales —salvajismo, barbarie, civilización— sólo se ocupa naturalmente de las dos primeras y del paso a la tercera (Engels 1966: 181-183, subrayados míos).
Tal punto de vista es compartido por otros autores, como Olmeda (1970: 132), aunque la terminología que emplea para referirse al propósito de Morgan es diferente a la de Engels:
La totalidad de la obra de Morgan está consagrada al estudio de las sociedades primitivas, prehistóricas o preclasistas, y el cuadro de las etapas cronológicas antes citado comprende exclusivamente el espacio histórico en que se desarrollan estas.
Morgan ubica la barbarie y el salvajismo como el campo particular en donde se ejerce la disciplina antropológica, y los considera como períodos que son diferentes pero no separados ni aislados de la civilización. En aquellos dos períodos étnicos subyace un elemento básico que les confiere unidad como expresiones diversas, en una escala ascendente, del mismo tipo de régimen social: el de la societas, la organización gentilicia basada en relaciones puramente personales de consanguinidad y afinidad, es decir, en el parentesco. La civilización, en cambio, no se constituye mediante la ruptura de esta clase de relaciones entre los miembros de la sociedad, puesto que no las elimina, sino con su desplazamiento, ya que dejan de ser el núcleo del sistema social para pasar a ser elementos subordinados dentro de este; el territorio se convierte en el nuevo eje que estructura, que integra la sociedad, con lo cual el predominio se desplaza a las relaciones de vecindad entre los miembros del ente social. Este proceso crea la civilización, el estado, la civitas, como la llama Morgan.

Es de capital importancia fijar la atención sobre esta denominación, pues el dominio del principio territorial se materializa, se expresa en la aparición de la ciudad. Morgan conceptualiza el salvajismo y la barbarie como el campo, como la ruralidad, aunque no en forma exclusiva pues existen algunas “ciudades”, caso de Tenochtitlán, sino como predominio, como eje de articulación. La presencia del barrio, la vecindad, la municipalidad indican que algo nuevo existe en la historia del ser humano y que ha quedado atrás una etapa de ella; ahora, la sociedad política tiene en cuenta las relaciones entre las personas y la propiedad —que ha alcanzado su dominio— a través de relaciones de tipo territorial (Morgan 1970a: 11-12).

Pero esto es cierto solo desde uno de los posibles aspectos del problema, el del sentido abstracto de las series lógicas. No así en el espacio de las series históricas específicas, pues tanto el salvaje como el bárbaro son hoy contemporáneos del civilizado. Salvajismo, barbarie y civilización “coexisten” y se integran en el mundo actual. Morgan “aprovecha” esta duplicidad del desenvolvimiento como el principio metodológico que le permite “reconstruir” la historia pasada de la civilización, deduciéndola,
sobre todo, de la visible vinculación entre los elementos de sus instituciones e invenciones actuales y aquellos elementos similares que todavía se conservan en las de tribus salvajes y bárbaras, [que representan en su conjunto] la infancia de la humanidad (Morgan 1970a: 12).
Además, para distinguir entre salvajes y bárbaros remotos y modernos, Morgan se refiere a los primeros como primitivos, mientras llama arcaicos a los segundos; así sucede con los australianos, de los cuales no se puede decir “que se hallan hoy al pie de la escala” (Morgan 1970a: 56). Por esto, no considero válido el criterio de Bueno (1971: 73): “La ciudad marca la diferencia entre la Barbarie y la Civilización y por lo tanto es una línea divisoria entre la Etnología y la Historia”. (subrayado mío)

Para Morgan, como mostraré con toda nitidez, la etnología únicamente es concebible como parte diferenciada de la historia o, mejor, como ciencia histórica, aunque enfoque su atención sobre una sola parte de la historia, la anterior a la civilización, aquella que le sirvió de fundamento. Diferenciación no significa entonces división.

Este basar la civilización sobre la ciudad y su distinción epistemológica con la ruralidad bárbara y salvaje, construye por primera vez el lugar específico del ejercicio etnológico de una manera que no es meramente descriptiva ni positiva sino claramente conceptual: “En la sociedad antigua este plan territorial era desconocido. Cuando sobrevino, quedó fijada la línea de demarcación entre la sociedad antigua y la moderna” (Morgan 1970a: 12).

Con esta idea, Morgan se coloca en estrecha afinidad con la manera como en la obra conjunta de Marx y Engels, escrita veinte años antes que la suya, estos habían enfocado la significación de esa diferencia:
La segunda forma [de propiedad] está representada por la antigua propiedad comunal y estatal, que brota como resultado de la fusión de diversas tribus para formar una ciudad, mediante acuerdo voluntario o por conquista” (Marx y Engels 1968: 21, subrayado mío).
Los dos autores marxistas desarrollan aún más el planteamiento al relacionarlo con un acontecimiento básico para el progreso histórico de la humanidad:
La más importante división del trabajo físico y espiritual es la separación de la ciudad y el campo. La contradicción entre el campo y la ciudad comienza con el tránsito de la barbarie a la civilización, del régimen tribual al Estado, de la localidad a la nación (Marx y Engels 1968: 55, subrayado mío).
Con esta visión, dice Bueno (1971: 152-153), la segunda forma de propiedad se construye sobre la oposición ciudad-campo, distinción más bien sociológica que luego se transforma en una distinción histórico-dialéctica, la de barbarie-civilización.

En una obra bastante más tardía, Marx (1964: 286) mantendrá todavía su visión de la importancia diferenciadora, fundadora de un nuevo tipo de sociedad, de la distinción entre la ciudad y el campo:
La base de todo régimen de división del trabajo un poco desarrollado y condicionado por el intercambio de mercancías es la separación entre la ciudad y el campo. Puede decirse que toda la historia económica de la sociedad se resume en la dinámica de este antagonismo.
La transición entre el plan de gobierno basado en la gens y el político, de base territorial, ocurre mediante los procesos de “urbanización” de las tribus, es decir a través de su asentamiento en lugares fijos dentro de núcleos de población. En ellos, la estructura territorial se deriva de y es determinada por la organización social y se ejerce a través de la propiedad colectiva tribal. Cuando se convierte en propiedad privada, la territorialidad se hace dominante; origina un asentamiento propiamente urbano y da paso a un nuevo plan de gobierno.

El principio territorial de transición está constituido por las relaciones de vecindad y es, por lo tanto, colectivo. Al ser privatizadas las tierras, las constituciones y la ley reemplazan el uso y la costumbre y modifican el contenido de las relaciones entre gens, fratría y tribu con el territorio y con el conjunto de la vida social. Estos grupos sociales dejan de considerarse tales en relación con el territorio, y la relación con él se hace impersonal.

Con este fundamento, el estado naciente tiene en cuenta los derechos de las personas, no por pertenecer a tal o cual grupo social sino por vivir dentro de un mismo territorio. Inicialmente cambia la naturaleza de la sociedad, pero el uso y la costumbre no reconocen los nuevos fenómenos; para conseguir este reconocimiento debe aparecer la ley.

Las peculiaridades de esta legalidad, dada substancialmente por las diferentes constituciones, marcan resultados distintos en las diferentes naciones. En Roma, la base de organización no es el territorio, como sí lo es en Grecia, sino la propiedad, por eso se trata de una sociedad aristocrática y antidemocrática. Grecia, en cambio, es una democracia militar.

En esta última se suprime el basileus —encarnación del principio aristocrático— y se lo reemplaza por los arcontes. Tal principio se consolida en Roma en forma diferente, en el Rex que representa fielmente los intereses de los propietarios. Para Morgan, el principio de representación es visto como una pérdida gradual de la democracia, pues aleja paulatinamente al pueblo del ejercicio del gobierno y de la dirección directa de los asuntos de la sociedad, colocando estas funciones en manos de representantes que no tardan en alejarse de aquel y de la defensa de sus intereses.

La diferenciación de dos principios, fundadores cada uno de una clase de sociedad diferente, no obstaculiza, antes permite que Morgan pueda poner en práctica su propósito de presentar o, más precisamente, de crear un modelo teórico y una metodología que permitan pensar la humanidad al mismo tiempo como histórica, como particular, y como una, como universal, en un intento por conciliar la oposición entre la generalidad y la especificidad. Modelo teórico, conceptual, que por supuesto no es idéntico a la realidad concreta ni se confunde con ella y por lo tanto no puede ser tomado en su reemplazo, pero que permite pensarla y, al hacerlo, explicarla: “Esta especialización de períodos étnicos, hace posible tratar una sociedad en particular, según su condición de relativo adelanto, y hacerla materia de investigación y de dilucidación independiente” (Morgan 1972: 30, subrayado mío).

Y cuando se refiere a la situación relativa de los aborígenes americanos en la serie global de desenvolvimiento, Morgan (1970a: 40) plantea: “Esto nos da la medida del tiempo en que se habían retrasado respecto a la familia aria en la carrera del progreso, a saber: la duración del período superior de la barbarie, a la que habrá que añadir los años de la civilización”.

Recordemos que esta idea sobre la existencia de una historia universal es, para ese entonces, relativamente novedosa y que en la segunda mitad del siglo pasado apenas está dando sus primeros pasos; el papel de Morgan es participar en su conformación, en la ruptura epistemológica que permite pensarla, superando no sólo las visiones particularistas, sino también aquellas que únicamente plantean relaciones de continuidad entre las sociedades civilizadas (Francia con Grecia y Roma, por ejemplo), excluyendo aquellas, especialmente las aborígenes de América y las orientales, que no corresponden al Viejo Continente o a sus herederos.

Ruptura que implica comenzar a reconocer a los indios como seres humanos, como parte de la humanidad. Morgan desarrolla, pues:
[una] epistemología revolucionaria (para la época): entender el habla del salvaje y admitirla como tal (sin atribuirla a un cierto balbuceo pueril o despreciado), encontrar en esta habla una lengua, reconstruir a través de los términos de esta lengua las líneas de fuerza estables de un componente válido para el tipo de sociedad salvaje [...] encontrar elementos de comparación, con más precisión, en establecer una relación entre datos observados y elementos no observados pero comparables [...] armar un cuadro que abarque al ser íntegro del hombre (Duvignaud 1977: 59-60).


 
 
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