Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
Entrevistas

ENTREVISTA REALIZADA POR ELISABETH CUNIN

Entrevista a Luis Guillermo Vasco Uribe


Realizada por Elisabeth Cunin*



Elisabeth Cunin: Quisiera hablar de la antropología en Colombia y…

Luis Guillermo Vasco: Pues yo no me defino. Yo siempre digo que soy un simple licenciado en antropología, que fue lo que estudié y es el título que tengo. En alguna ocasión mis estudiantes decían que lo que yo hacía era anti-antropología.

E.C.: ¿Y eso qué es?

L.G.V.: Por un lado, una crítica, un ataque a la antropología; y por el otro, un planteamiento de alternativas de trabajo con indígenas, no en función de la antropología, sino en función de las luchas de aquellos. Durante casi veinte años, me definí como un solidario con la lucha indígena. Nosotros teníamos en esa época una caracterización de lo que era ser solidario con la lucha indígena, y hablábamos de una solidaridad de doble vía. El objetivo era aportar a las luchas indígenas; sin embargo, esperábamos que de eso salieran unas alternativas que les permitieran a las nuevas generaciones de esa época hacer cosas distintas a las que normalmente hacían los antropólogos.

E.C.: ¿Cómo cuáles?

L.G.V.: Una antropología que no fuera un instrumento de dominación sobre los indígenas; una antropología que participara y constituyera un aporte a la lucha que ellos estaban adelantando.

E.C.: ¿Y cómo se puede hacer esa otra antropología?

L.G.V.: Haciéndola.

E.C.: Pero, ¿cuál es la diferencia entre esa antropología colonial –o de dominación– y la antropología que usted plantea?

L.G.V.: El primer punto es una propuesta, una posición: hacer una antropología al servicio de los indígenas.

E.C.: O sea que no es hacer antropología para tener reconocimiento académico.

L.G.V.: No. Nosotros, inclusive, en esa época no publicábamos nada, pues lo que había que hacer era transformar las cosas. Creo haber podido descubrir y haber mostrado que no se trata de coger toda la antropología tradicional, con sus teorías, sus metodologías y sus técnicas de investigación, y usarla de otra manera, porque el carácter de ese quehacer antropológico está marcado por su propósito colonialista y, por lo tanto, no sirve. Entonces hay que hacer cosas nuevas. Ahora, como uno no puede partir de cero, porque igual para eso ya lo adoctrinaron en la universidad durante cuatro años, uno parte de lo que tiene, pero se supone que hay que crear unas nuevas formas de investigación y de relación.

E.C.: Y, precisamente a nivel de la metodología, de la forma de trabajar, ¿cómo es esa nueva antropología?

L.G.V.: Una de las cosas que a mí no me gusta, y que a los antropólogos les fascina, es poner nombres distintos a las cosas para decir “mire cómo estoy aportando yo” y “mire que creé tal concepto”, pero a veces toca. Para el libro Entre selva y páramo1, usé un concepto que llamé, como metodología de investigación, “recoger los conceptos en la vida”. Se supone que eso es lo que creé en el trabajo conjunto con los indígenas, no yo solo.

E.C.: O sea que se podría decir que la producción, el resultado, no es solamente suyo, sino de un trabajo colectivo con los indígenas.

L.G.V.: De un trabajo colectivo en el que han participado los indígenas, especialmente los del Cauca, en especial los guambianos, y estudiantes que se le midieron a eso con una convicción inicial que, como casi siempre ocurre con ellos, dura mientras se gradúan y tienen que conseguir trabajo, pues las alternativas de trabajo que hay ahora para trabajar en esa forma son muy pocas.

E.C.: ¿Y es decir, que usted nunca ha ido a los seminarios de antropología o seminarios académicos para presentar estos trabajos?

L.G.V.: Después de dos experiencias de participación en el Congreso Nacional de Antropología, una en el 82 en Medellín; otra, también en Medellín, cuando la Organización Indígena de Antioquia organizó un simposio sobre cultura embera, concluí que no eran ni lugares de discusión y confrontación, ni espacios para presentar alternativas.

Para el II Congreso Nacional de Antropología en Medellín, un grupo de solidarios que trabajábamos con el movimiento indígena del Cauca quisimos llevar una propuesta alternativa; para ello, hicimos varias ponencias individuales, concebidas con un orden secuencial y para exponerlas en un mismo simposio. Pero no fue posible que los organizadores del congreso lo aceptaran; las programaron en un orden diferente y en distintos simposios. La última hubo que presentarla cuando ya todos los simposios habían terminado, en un auditorio de la Universidad de Antioquia que era contiguo a donde había un concierto de música andina a la misma hora. Resultó que la mayoría de la gente se fue al concierto y, además, que el ruido de la música no dejaba escuchar la ponencia. No nos quedaron ganas de volver.

Más adelante, la Organización Indígena de Antioquia (OIA) me invitó a participar en un simposio sobre cultura embera que habían organizado como parte de un Congreso Nacional de Antropología en Medellín. Plantearon que el simposio daba autonomía para participar, para discutir, que había una metodología de trabajo diferente, que iban a participar sobre todo indígenas; entonces acepté. La diferencia de ese simposio con los otros fue tan marcada que se hizo en un lugar distinto del resto del congreso. Era el auge del terrorismo de Pablo Escobar, a los antropólogos les dio pánico ir a Medellín y trasladaron el congreso. a Villa de Leiva. La OIA se negó a trasladar el simposio de cultura Embera. Pero el Instituto Colombiano de Antropología, que era el organizador, entregó el Jardín Botánico, que iba a ser la sede, y el simposio de la OIA se quedó en el aire, hubo que trasladarlo al Peñol, un pueblito al oriente de Medellín. La discriminación fue tanta que los organizadores ni siquiera mandaron carpetas para todos los ponentes, y las que llegaron no tenían esfero, mezquindades como esa. Las memorias de ese simposio fueron las únicas que no publicó el Instituto de Antropología, tuvo que publicarlas la OIA rebuscándose la financiación.

Cuando le “reclamé” a uno de mis antiguos profesores por lo que pasaba en esos congresos, me respondió: “Claro, viejito, ¿qué creías que eran?; son lugares para que los amigos nos reunamos, nos tomemos unos tragos juntos y nos contemos qué estamos haciendo”.

E.C.: ¿Y cómo se da el trabajo que usted está haciendo?

L.G.V.: Yo prefiero hablar en pasado. Nosotros teníamos un grupo organizado que nos llamábamos los “solidarios”. Había comités de solidaridad con la lucha indígena en varias universidades: en la de Antioquia, la del Cauca, la Nacional de Bogotá, la del Valle... Había otros grupos que no eran universitarios, pero sí solidarios; había uno en Zipaquirá, también había en Yumbo, en Pereira, en Armenia, en Medellín, en Pasto, y los había en barrios; teníamos una coordinación con ellos y juntos trabajábamos con el movimiento indígena.

E.C.: ¿Y qué significa eso?

L.G.V.: Algunas cosas eran elementales; por ejemplo, cuando había alguna actividad de los indígenas en una ciudad, manejar la infraestructura y el apoyo necesario para que pudieran venir; ir con ellos a las oficinas del gobierno, a los barrios, a las universidades, a presentar sus puntos de vista y sus criterios. También participar en la organización de las actividades que ellos hacían en las regiones. Dar apoyo jurídico. Y producir un conocimiento que sirviera para todo eso. Participar en las discusiones para planear las cosas: las recuperaciones de tierras, las actividades para conseguir los reconocimientos de los cabildos indígenas, etc.; y en ese camino tocaba hacer investigación. Hicimos varias reuniones o encuentros sobre investigación y se crearon nuevas herramientas. Muchas veces los trabajos académicos que algunos teníamos que hacer o los trabajos de grado de los estudiantes se hacían alrededor de eso.

E.C.: ¿Y usted por qué se quedó en la universidad? ¿Por qué no dejó de trabajar en la universidad, en ese medio académico que no le gustaba tanto, para trabajar directamente con los indígenas?

L.G.V.: Pues lo dejé muchas veces. En Guambía, por ejemplo, estuve viviendo durante un año, y luego cada año iba por lo menos dos temporadas de dos meses; la universidad facilitaba eso con recursos o permitía presentar proyectos de investigación. Por otra parte, en esa época creía que uno podía ganarse mucha gente en la universidad para ese trabajo, y que podía ofrecerle a los jóvenes una alternativa a la antropología tradicional. Entonces, sí, se consiguió mucha gente, pero descubrí que apenas se gradúan y vienen las posibilidades de trabajo, las únicas que tienen para sostenerse, reniegan de todo porque tienen que hacer lo que les mandan a hacer y para lo que los contratan. De otro lado, la situación y ese trabajo se han vuelto muy riesgosos por la guerrilla, los paramilitares y porque ya las condiciones del movimiento indígena no son las mismas. La relación que uno tiene con los indígenas ahora está sobre otros parámetros, que son resultado, entre otras cosas, de lo que se ha conseguido con el movimiento indígena. Ahora los antropólogos que trabajan con los indígenas son contratados, ganan sueldo –nosotros jamás ganamos un peso, antes gastábamos de nuestra plata– y tienen que hacer lo que las comunidades les dicen. No es una relación de discusión, ni de colaboración ni tampoco de confrontación cuando hay que tomar decisiones. Ahora, al que no le guste, pues se va y contratan otro. O uno llega y si no lleva un proyecto de investigación aprobado del que le va a quedar plata a la comunidad y para el que se va a contratar gente de la comunidad ganando sueldo, etcétera, no lo reciben.

Hace varios años que no voy a Guambía sino a visitar a los amigos, pero trabajo, posibilidades de hacer algo allá, no las veo. He estado trabajando con otra gente del Cauca, con los Paeces, en proyectos de educación y capacitación. Trabajé en dos, en uno sobre pedagogía comunitaria estuve trabajando cinco años; cuando ya estaba la gente para terminar, como necesitaban un título reconocido, prácticamente se lo regalaron a la Universidad del Cauca; bueno, tampoco fue regalo, el CRIC le pagó a la Universidad del Cauca para que lo recibiera y graduara a los maestros que lo cursaban. El otro era un programa con el cabildo de Jambaló que ellos llamaban de administración y gestión propia; por problemas internos del propio movimiento, lo dejaron botado después de dos años de trabajo.

E.C.: Y ese cambio en la relación con los indígenas es [porque] de pronto ellos ya no necesitan tanto a los antropólogos, ¿no?

L.G.V.: Sí los necesitan, pero ha cambiado la mentalidad acerca de qué es lo que pueden aportar. Es claro que los necesitan porque los contratan como asesores, les pagan sueldo, los llaman, etc.

E.C.: ¿Y ellos no tienen sus propios antropólogos indígenas?

L.G.V.: Sí los hay, pero la mayoría son muy malos, muy tradicionales. Sólo quieren trabajar por un sueldo y no por los intereses de las comunidades; se las dan de doctores para ponerse por encima del resto de la gente. La Universidad Nacional tiene un programa con el cual los estudiantes indígenas tienen derecho a un préstamo-beca de un salario mínimo que se les entrega cada mes; a diferencia de los demás estudiantes que deben pagarlo al finalizar sus estudios, a menos que el trabajo de grado haya recibido alguna mención, los indígenas lo pueden pagar en trabajo con sus comunidades. En varias ocasiones, algunas comunidades han pedido a la universidad que no envíe a los estudiantes indígenas a trabajar en ellas porque hacen más daño que bien.

E.C.: ¿Usted nunca ha tenido problemas con las comunidades indígenas?

L.G.V.: Sí, claro que los ha habido, porque las comunidades no son homogéneas y porque allí uno se enfrenta a alguna gente y a distintos intereses que tienen respaldo dentro de ellas. Empecé a trabajar como antropólogo con los embera de Risaralda. En 1967, el Departamento de Antropología de la Universidad Nacional me llevó a un paseo de esos que se suelen llamar “prácticas académicas” y me “quedé” allá. Yo trabajaba con la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), con campesinos de un pueblo de Cundinamarca. La asociación tenía una orientación más política, con posiciones de izquierda más frontales. Yo me quedé con los embera, porque me gustó muchísimo la gente, el relacionarme con ellos, me gustó la región, y allá hice mi trabajo de grado. Pero yo tenía un criterio desde antes de trabajar con la ANUC. Yo soy antioqueño y viví en Medellín hasta los 24 años; allá trabajaba con obreros y era miembro de una organización política de izquierda. Cuando vine a Bogotá, trabajé en barrios y luego me vinculé con la ANUC. Entonces ya tenía un criterio, una posición a favor de los sectores populares.

En la zona embera del Chamí no había nada de organización; estaban completamente controlados por los terratenientes, los politiqueros y los misioneros. Entonces me metí en ese trabajo. Se logró sacar a los terratenientes, no a través de recuperaciones, pero sí se ganó la creación de una reserva indígena y luego de un resguardo, y después se logró que el Incora2 comprara y entregara a los indígenas algunas haciendas y trapiches productores de panela. Hice un trabajo con los chamí y los relacioné con gente de la ANUC para que les ayudaran en la organización del cabildo, etcétera, pero había un gran obstáculo con las monjas misioneras. Aquí en Colombia, en los años 1980, se dio un proceso que yo califico diciendo “los misioneros se volvieron buenos”. Cuando se dieron cuenta de que si seguían oponiéndose –como lo estaban haciendo– a la organización y a las luchas de los indígenas, los iban a sacar a patadas como ya había pasado en varias partes, resolvieron “si no puedes derrotar a tu enemigo, únete a él”. Entonces “se volvieron buenos”, empezaron a retomar el discurso indígena del respeto a la cultura y les ayudaron a organizarse para seguir manteniendo el control. Los misioneros controlaban el cabildo indígena del Chamí y el manejo de las haciendas y de los trapiches que el Incora les había entregado, seguían manejando la educación y controlando a los dirigentes indígenas.

En 1985, después de 18 años de estar yendo, fui con una auxiliar a hacer un trabajo sobre “Recuperación de la cestería y la cerámica”. En esa época tenía una concepción –todavía la tengo, pero no creo que eso sea ya lo principal– sobre el papel de la recuperación y de la consolidación de los elementos de cultura material indígena en los procesos de lucha de la gente. O sea, el proceso no podía ser solamente el económico de recuperar tierras, o el político de tener una nueva organización, sino que había también que trabajar con esos procesos de recuperación cultural.

Yo soy esencialista; como marxista creo que todas las cosas tienen una esencia. El antiesencialismo que ahora se difunde es la nueva arma de ataque del idealismo frente a las posiciones materialistas. Eso no quiere decir que las esencias no se modifiquen, que no se manifiesten en formas que son variables, históricas, pero cuando a una cosa le cambia su esencia, deja de ser lo que es y se convierte en otra, aunque la sigan llamando igual. Yo consideraba que mi proyecto con la cerámica y la cestería era fundamental en el fortalecimiento de la esencia del ser embera, entonces fui a hacer ese trabajo. Encontré que había una división en el seno de la comunidad y que había dos cabildos, el que se había creado al principio de la organización y que estaba bajo el control de las monjas, (sobre esa situación había escrito un artículo, “Cabildo indígena y teocracia en el Chamí”, que nadie quiso publicar, hasta que apareció en el libro Entre selva y páramo, y otro cabildo, al otro lado del río, que estaba azuzado por los politiqueros conservadores de Pereira, pero que no estaba controlado por ellos. Pero casi todo mi trabajo se había hecho con la gente del lado que estaba bajo control de las monjas. Hablé con ese cabildo y autorizaron el trabajo porque entendieron la importancia que tenía; en ese entonces el cabildo metía al cepo a las mujeres que hacían cerámica, porque, por orden de las monjas y del cura, el mismo cabildo había prohibido que se hiciera cerámica porque con ella se hacía chicha y, decían los misioneros, la chicha embrutecía a la gente y era factor de peleas y de problemas; es claro que hablar en ese momento de valorar y recuperar la cerámica, cuando a las ceramistas las estaban castigando, era clave.

Entonces, pasó una cosa muy peculiar, a donde nosotros íbamos, llegaban el cura y las monjas a hacer misa a la misma vereda; íbamos a otra vereda y el cura y las monjas llegaban detrás. Finalmente, las monjas lograron convencer al gobernador del cabildo que nos quitara la autorización. Él dijo que se había reunido el comité de cabildos veredales y que lo habían regañado por haber autorizado el trabajo después de que habían decidido no volver a recibir a ningún antropólogo; agregó que el cabildo se había equivocado, porque yo llevaba tantos años con ellos y les había colaborado y ayudado, pero que los otros habían dicho que no. Después se supo que no había habido ninguna reunión de cabildos veredales, sino una orden de las monjas. El cabildo nos dijo ¡se van!, y yo dije, bueno, y nos fuimos por respetar la autoridad del cabildo, pese a que el otro cabildo nos solicitó que nos quedáramos y siguiéramos con el trabajo.

E.C.: Porque ustedes siempre trabajaban con autorización del cabildo.

L.G.V: Claro, desde que hubo cabildo, porque al principio se trabajó en ayudar a crear el cabildo, porque allá no había organización indígena para buscar sus intereses, había un gobernador indígena nombrado por el cura, y este gobernador, —que fue un gran amigo mío, Clemente Nengarabe—, había sido policía escolar. Era el indígena que los curas tenían para ir por los niños se volaban del internado misionero; iban y los capturaban en las casas donde se habían ido a refugiar y los traían a la fuerza, a encerrarlos otra vez en el internado, y castigaban a la familia por haberlos recibido y no devolverlos, ése era el gobernador indígena, un antiguo Jaibaná, una persona de mucha sabiduría, muy respetado, pero los curas lo trataban como si fuera un niño; cuando nos lo presentaron en el primer viaje en el 67, el cura decía: “Clemente es divino”, y le apretaba los cachetes con los dedos. Así que dije: me voy, porque sigo respetando la autoridad del cabildo. Los del otro cabildo me llamaron y dijeron, no se vayan, vengan y nosotros los recibimos aquí. Les dije que los otros habían dicho que si nos íbamos para el otro lado, allá irían a sacarnos; su respuesta fue: para sacarlos se tienen que enfrentar con nosotros. Cómo íbamos a aceptar eso; ese enfrentamiento significaba que se podían dar machete y resultar heridos y hasta muertos. Así que decidí irme y no regresar hasta que se resolviera el problema del enfrentamientos de los dos cabildos y del dominio de las monjas. Ya hace casi 20 años que no voy. Me he encontrado con ellos en muchas partes; algunas veces me han llamado para que vuelva, pero ya eso quedó atrás. Desde entonces me dediqué al Cauca.

Pero ya en mi libro Jaibanás, los verdaderos hombres3 había planteado por primera vez el principio de “creerle a la gente lo que dice”, porque el antropólogo nunca le cree a la gente; la verdad es lo que dice el antropólogo; la gente da información y da su punto de vista y su criterio, pero el antropólogo es el que los interpreta y esa es la verdad. En esto se funda la existencia misma de la antropología.

E.C.: Pero, de todos modos, cuando usted escribe un libro, lo hace con sus herramientas de antropólogo, ¿no? Es una reinterpretación de la realidad.

L.G.V.: Ese libro fue eso. Yo discutí y hablé muchísimo tiempo con Clemente Nengarabe y con otros jaibaná. Lo que ahí aparece es lo que ellos dicen que es un jaibaná. El título es Jaibanás, los verdaderos hombres y lo publicó el Fondo de Promoción de la Cultura del Banco Popular cuyas publicaciones tienen un perfil de ser serias y científicas; en esa época, sus carátulas tenían sólo letras y unos colores muy moderados; y yo propuse una carátula con la foto de un jaibaná a todo color y con ese título. Y pensaron que eso “les restaba seriedad científica”. Argumenté que el título de un libro, para tener validez, debe reflejar de la mejor manera su contenido; y eso era lo que decía el libro básicamente, que para los embera, los jaibaná son los verdaderos hombres. Entonces se publicó así. Tal afirmación la hacen los embera, pero hay antropólogos que piensan que esa clase de aseveraciones forman parte del etnocentrismo que caracteriza a sociedades como las indígenas en todas partes, que se consideran que son “los verdaderos hombres”, o “los hombres”, o “los únicos hombres”, o “los humanos”, o que son “la gente” y las demás no lo son tanto. El término embera quiere decir eso, la gente; pero “la verdadera gente” son los jaibaná.

En ese libro yo tomo otro criterio, que en esa época era muchísimo más polémico que hoy: al mito hay que creerle, el mito es verdad. Hace un tiempo, el Boletín del Museo del Oro publicó mi artículo “Guambianos, una cultura venida con oro”; y en el mismo número, el 50, aparece el artículo de una mujer guambiana, con título universitario de maestría, que difiere de mi planteamiento, y dice, refiriéndose a las narraciones que cito: “aunque en esta narración aparece el oro, éste sólo está allí simbolizando al relámpago, al rayo, y no al metal en sí. Algunos de estos relatos pueden tener un fundamento histórico, pero muchos de ellos expresan sólo una ilusión, un anhelo, unas ansias de tener lo que quizá no existe en la realidad. Nuestra gente se apropió de algunos de sus relatos, combinándolos y ampliándolos con elementos de su propia imaginación, y contándolos luego como historias verdaderas”. Sólo le falta decir, a lo Lévi-Strauss, que son metáforas. Ese planteamiento de que el mito es verdad, que hay que creerle, rompía con la antropología de ese momento. Yo quise presentar con el libro no sólo la palabra de los embera, sino también sus criterios y sus concepciones de una manera que tuvieran acogida entre nosotros, para que fuera una herramienta en contra del exterminio que estaba viviendo el jaibaná. Los misioneros afirmaban que trabajaba con el demonio, y cada vez que había una epidemia, –y en las zonas indígenas son terribles y matan cantidades de gente, sobre todo niños–, decían que eran los jaibaná quienes la habían lanzado. Entonces, la gente de la comunidad mataba a los jaibaná acusados. Incluso, había un decreto de la Alcaldía Municipal de Mistrató que daba cárcel para prácticas como el jaibanismo y que decía basarse en el Código de Policía. Uno de los méritos que se atribuían los curas españoles era haber acabado con el jaibanismo al convencer a sus practicantes, mediante unos cursillos, de que entregaran sus bastones, para luego quemarlos, pues creían que sin ellos no podían curar. En el museo de las monjas de la Madre Laura en Medellín pude ver algunos de esos bastones “quemados” y me imagino que habrá otros en Europa. El libro debía ser una herramienta para pelear contra todos los enemigos de los jaibaná. Para conseguirlo, había que reivindicarlos con herramientas de los blancos, con palabras y criterios de nuestra sociedad; no era posible hacerlo sólo con lo que decían los indígenas, porque a ellos no se les creía, su palabra no era valorada ni siquiera entre los mismos embera. Así piensa todavía la mayor parte de los antropólogos: de ahí que hagan tan largos discursos y escriban tan grandes libros para interpretar lo que dice el mito, pues lo que dice el propio mito no puede ser creído.

E.C.: Entonces no había que interpretar.

L.G.V.: No, lo que hay que hacer es creerles. Ese es el planteamiento de base que hay en mi libro, aunque también aparecen otros elementos. Para mí fue un buen comienzo, porque mi primer libro Los Chamí. La situación del indígena en Colombia, que fue mi trabajo de grado, no aportó gran cosa, aunque en su época, Nina de Friedemann, que siempre estuvo en contra de mis planteamientos, dijo en su crítica que recordaba los mejores momentos de la antropología clásica de Malinowski. Eso de todos modos constituía un gran elogio para una persona como yo, que estudió solamente cuatro años y que se graduó de licenciado en antropología y no de antropólogo. En la introducción del libro sobre los Chamí afirmo que hay que aplicar a Mao para poder producir un conocimiento que sea útil para ellos, en lugar de basarse en los antropólogos, pero esa idea se queda en la declaración inicial y no tiene un desarrollo importante en el trabajo.

E.C.: ¿Cómo se hace ese encuentro entre maoístas y las poblaciones indígenas?

L.G.V.: No he analizado porqué se dio. Un buen número de los solidarios habíamos trabajado con distintas organizaciones maoístas y de pronto resultamos juntos. No nos conocíamos antes; nos conocimos alrededor del movimiento indígena. Hay en el maoísmo algo de la posición frente al pueblo, al trabajo con la gente, que podría dar una explicación. Yo conocía de antes un librito de Mao que se llama Oponerse al culto a los libros, en el que habla acerca de unas reuniones de discusión como método de investigación. Cuando empezamos a trabajar en el Cauca encontramos que los indígenas tenían una forma de trabajo para sus asambleas que daba unos resultados impresionantes, y que llamaban en castellano “comisiones”, aunque no es lo mismo que uno suele llamar así. Hay unas diferencias fundamentales, entre ellas que no hay conclusiones, al menos como nosotros entendemos este término. Se reúnen las comisiones, la gente se agrupa con unos criterios que dependen de las circunstancias, discuten entre ellos y luego vuelven a la plenaria a discutir todos; de esas comisiones no salen conclusiones, ni va alguien a presentar los resultados en la plenaria. Las comisiones se conformaban, a veces, con criterios que pudiéramos llamar étnicos: generalmente había una de guambianos, una de paeces, una de pastos, otra de kamsás... y los blancos aparte: sindicalistas, campesinos, intelectuales, etc., y, en ellas, cada uno hablaba en su lengua. En la plenaria, luego de una amplia discusión, se sacaban conclusiones que, por lo general, se referían a las acciones que el movimiento debía desarrollar para enfrentar cada circunstancia. Con el tiempo me di cuenta que ésas eran las reuniones de discusión de las que hablaba Mao como la forma básica de conocer de los militantes del Partido. Simplemente que en el planteamiento de Mao es el militante quien las organiza, saca las conclusiones y obtiene el conocimiento.

Por otra parte, yo había hecho una crítica a la Investigación Acción Participativa (IAP) de Fals Borda, que se hace obvia cuando uno lee sus libros; los de la IAP declaran que no quieren que el intelectual sea el sujeto que conoce, pero cuando se tienen que plantear el problema de la devolución del conocimiento es porque descubren que, al final de su trabajo, el conocimiento resulta en manos de quien no debería estar, el intelectual investigador, y éste tiene que devolverlo; casi es como si hubiera robado algo. Pero no se trata de un problema de buena o mala fe, de buena o mala voluntad, radica en su forma de trabajo, en las técnicas y la metodología de investigación; éstas son las que llevan a que sea el investigador quien se queda con el conocimiento y luego tenga que buscar la forma para devolverlo. En lo que plantea Mao se da algo semejante: el Partido debe devolver a la gente ese conocimiento en forma de consignas, de directrices. Entre los indios del Cauca no es así; allí queda en manos de la gente. Allí, yo era solidario y no investigador; participaba en esas comisiones, pero ellos eran los que dirigían, coordinaban, orientaban, decían cómo se hacían las cosas y, luego, recogían los resultados y de acuerdo con ellos adelantaban la lucha.

E.C.: Pero usted sí publicaba a nivel académico.

L.G.V.: No en esa época. Habían salido los libros sobre los embera, pero eso ya era historia terminada porque cuando trabajé con ellos no tenía aún ese criterio sobre las publicaciones. El libro sobre los jaibaná salió, como ya le expliqué, como un instrumento y, para utilizarlo, me iba a las reuniones, a las asambleas, a los foros, con el libro, porque era un arma para pelear contra los curas, las monjas, los antropólogos y hasta los mismos indígenas. ¿Qué hubo después? Yo llevaba ya 13 años yendo a Guambía cuando, en 1985 —poco después de mi salida de entre los embera—, los guambianos, que habían creado desde 1982 un comité para recuperar la historia, encontraron que estaban como empantanados y pidieron a los solidarios que alguno fuera a trabajar con el Comité de Historia. Y se acordó que fuera yo. O sea, que sólo después de 13 años de estar yendo a Guambía empecé a hacer allá “investigación como antropólogo”. Eso quiere decir que ya existía una base de conocimiento de la comunidad y una confianza. Allá hay una especie de comité asesor: el Concejo del Cabildo, integrado por todos los ex gobernadores y los líderes. Ellos plantearon las condiciones de la investigación: dónde íbamos a vivir, dónde a trabajar, con quiénes, en qué forma, etc. Mi única condición fue que viviéramos con los guambianos, en sus casas, compartiendo su vida. Ellos tenían una visión de la investigación muy peculiar, por eso nos dieron una oficina para el trabajo en una de las casas de hacienda recuperadas, fijaron un horario de 8 a 5 todos los días, menos el martes, que es el día de mercado, pero incluyendo los domingos; y cumplimos con eso.

E.C.: O sea, ellos definen las reglas.

L.G.V.: Así fue y establecieron que nada de la información que resultara de la investigación iba para fuera. Pero allá también se presentan cambios. Esa investigación tenía como eje metodológico los mapas parlantes. Una metodología que creó, fundamentalmente, Víctor Daniel Bonilla con los paeces, y que se fue desarrollando en la lucha y en la relación.

E.C.: Y todo el conocimiento se queda en la comunidad...

L.G.V.: Pues todo no, porque uno también lo tiene en la cabeza. Los mapas eran un elemento de creación, ampliación y socialización del conocimiento; con ellos se iba a trabajar en Guambía y así trabajamos seis meses; no iba a haber nada escrito. Había unos auxiliares de investigación de parte nuestra. Los guambianos dijeron: “No queremos antropólogos”, entonces los auxiliares de investigación eran solidarios, pero también eran estudiantes, y no sentían como de qué agarrarse porque no había nada escrito, todo era hablado. Como uno no tiene memoria, como la ha perdido memoria desde que aprendió a escribir, ellos no veían de qué agarrarse. Entonces decidimos llevar diario de campo; y los guambianos dijeron: “Nosotros también llevaremos diario de campo”; se comenzó a escribir. También hicimos fichas. Por la noche nos clavábamos con la luz de una vela —porque en la primera vereda a la que nos mandaron no había luz eléctrica— a pasar los diarios a fichas. A los siete meses, a los estudiantes les pareció que el trabajo no iba para ninguna parte, no salía ningún informe, y no trabajaron más.

En medio del trabajo hubo un cambio de cabildo y el nuevo gobernador era un aliado de las monjas. Además, los problemas álgidos que había en ese momento eran precisamente la religión y la guerrilla, porque era la época del M-19 acampado en el resguardo de guambía. Estábamos trabajando los mapas parlantes de la guerra y de la religión, que los compañeros guambianos habían definido como prioritarios. El nuevo gobernador era de la vereda en donde estaba la guerrilla, y al frente estaba el campamento del ejército. En Colombia la guerra es a veces como un sainete; en el colegio de las monjas estaban el único televisor y el único teléfono, entonces unos días bajaba la guerrilla a llamar por teléfono y a ver televisión, y los otros días les tocaba ir a los soldados a ver televisión y a llamar por teléfono; las monjas estaban temerosas de que alguno se equivocara de turno y se agarraran a balazos,.

El nuevo gobernador planteó que no estaba de acuerdo con que se trabajara sobre la guerrilla ni sobre la religión, y que teníamos que escribir. Ni los compañeros del Comité de Historia ni yo estábamos de acuerdo, pero ellos y yo reconocíamos la autoridad del Cabildo. “Donde manda capitán no manda marinero”, e introdujimos la escritura como base del trabajo que siguió. Eso es parte de la anti-antropología. Los profesores de metodología de investigación de la Universidad Nacional, por ejemplo Myriam Jimeno, decían a sus estudiantes: “Cómo se puede ser científico si el cabildo viene y le da una orden y uno la acata aunque no esté de acuerdo”. Pero sucede que el interés que teníamos nosotros no era el de la antropología sino el de los guambianos. El Cabildo nos dijo: necesitamos una cartilla escrita en castellano para poder enfrentar a los blancos del pueblo de Silvia, a los terratenientes y al Incora, que dicen que “los guambianos no tenemos derechos a estas tierras porque no somos de aquí, sino que somos traídos del Perú por los españoles”. Y nos pusimos a hacer ese trabajo…

¿Qué implicó eso? Que nos tocó mirar más a fondo una serie de textos escritos por antropólogos e historiadores. También teníamos toda la concepción guambiana que ya se había recogido en el trabajo, y con ambos elementos se hizo la cartilla Somos raíz y retoño4; la hicimos, se la entregamos al cabildo y el cabildo la usó para sus objetivos. Desde el principio, cuando empezamos el trabajo, los guambianos decían: “Uno de los problemas de los antropólogos es que se van y nosotros no sabemos qué hicieron con los resultados de la investigación”. Y decidimos saber qué habían hecho, nos pusimos a trabajar todos los textos que se consiguieron en castellano sobre Guambía –que no eran muchos—. Y los trabajamos. La conclusión general que los guambianos sacaron de ellos fue: “Lo que dice ahí es carreta”. ¿Por qué? “Porque una de las cosas que nos ha permitido estar vivos todavía es tener las cosas ocultas. Pero aquí viene mucha gente a investigar”. La historia propia guambiana de la Conquista, comienza así: “los españoles llegaron investigando”. Cuando en el Chamí dije por primera vez que iba a investigar, creían que era del DAS5, porque entienden por investigaciones las que hacen los organismos de inteligencia del gobierno. Y tienen toda la razón, eso son los antropólogos, simplemente que no pertenecen al DAS ni al CTI6; ellos trabajan a un nivel más disimulado, pero ése es nuestro trabajo, ésa es la quinta columna. Empezamos a leer y los guambianos dijeron que ellos manejaban el problema de la investigación contándoles historias a los antropólogos. En cada vereda, cada persona que ha trabajado con antropólogos tiene sus historias”. Leíamos un libro y ellos decían: “Ah... ese es el cuento de fulano de tal de tal vereda”. Mirábamos si era así y, efectivo, ese antropólogo había trabajado con esos informantes.

E.C.: O sea que inventaban historias para los antropólogos…

L.G.V.: Y las siguen inventando. Yo tuve un compañero de oficina en la Universidad, Roberto Pineda, que trabajaba con Antonio Guzmán, y me daba cuenta cómo era la cosa, cómo se creaban esas grandes carretas... Cuando Antonio Guzmán no tenía nada que decir, se iba para su casa y al otro día llegaba con un cuento muy elaborado y Roberto Pineda quedaba fascinado porque había hecho el gran descubrimiento, cuando eso se lo había inventado Antonio por la noche.

Una estudiante fue a hacer un trabajo sobre los investigadores en Guambía, que le quedó grande porque estaba apenas en segundo semestre. Pero se enteró de cosas interesantes, como el caso de una antropóloga italiana a quien enloqueció el Pishimisak. Se perdió y los guambianos la tuvieron que ir a rescatar desnuda de unas peñas muy altas en el páramo, para llevarla a Popayán y entregarla de alguna manera a los diplomáticos italianos para que la llevaran a su familia.

Los escritos iniciales que hicimos sólo se conocían y se usaban en Guambía; unas eran cartillas que se sacaron en screen y mimeógrafo, y circulaban en los cursos de capacitación de maestros. El gobernador nos dijo: “El trabajo de ustedes, después de que hagan la cartilla, debe ser con los maestros”. Eso nos limitaba, porque nosotros ya teníamos programado todo un trabajo con mapas parlantes en las veredas, ya teníamos un plan, ya habíamos hablado con la gente. Uno de los guambianos que trabajaba con nosotros sacó la mano. Los otros dijeron: “No importa, seguimos trabajando; no estamos de acuerdo, pero el cabildo es el que manda”. Se publicaron otras cosas en forma más amplia, por ejemplo, el libro Guambianos, hijos del aroiris y del agua7, que aparece a nombre de tres personas, pero que está escrito conjuntamente con muchos guambianos, como se cuenta en la Introducción. Y está en castellano. Joanna Rappaport tiene una serie de elucubraciones acerca de porqué está en castellano y eso qué implica como recolonización, etc. La razón es más sencilla: ese libro no es principalmente para los guambianos; es para contrarrestar, siquiera un poquito, las mentiras que han dicho los antropólogos sobre los guambianos. Se tenía un proyecto de traducción doble al guambiano, al wam: en el lenguaje guambiano de hoy, para que lo entiendan los jóvenes, y en el lenguaje que hablaban los antiguos, para que lo entiendan los mayores. Pero ahora, un equipo encabezado por el taita Avelino Dagua lo está traduciendo a pinturas, no a letras, porque hay un problema con el idioma guambiano, que no está unificado, y se manejan varios alfabetos.

Antes de este libro escrito conjuntamente había habido una experiencia; el ICANH8 iba a publicar Encrucijadas de Colombia amerindia9, y me llamaron para escribir la parte sobre Guambía. Planteé el criterio de la investigación de no publicar nada para afuera y el mío de no hacer nada solo, y dije que de todos modos iba a consultar. Hablé con los compañeros del Comité de Historia; ellos hablaron entre sí, hablaron con otra gente, hablaron con el cabildo, y dijeron: “Si no lo escribimos nosotros se lo van a dar a un antropólogo para que siga diciendo mentiras. Lo escribimos con una condición: que no le cambien nada, y si piensan que hay que cambiarle algo, no se publica”. Así escribimos “En el segundo día, la gente grande (Numisak) sembró la autoridad y las plantas y, con su jugo, bebió el sentido”. Me da risa porque una vez me encontré con Myriam Jimeno —en ese entonces directora del ICANH— y me dijo: “no entiendo por qué ahora los antropólogos les ponen unos títulos tan raros a los escritos”; y resulta que la única parte de ese artículo en donde yo no intervine fue el título; los guambianos lo trajeron cuando vinieron a discutir una de las versiones del artículo, y lo elaboraron ellos en discusión con el cabildo.

Fue entonces cuando aprendimos a escribir a varias manos y varias cabezas, metodología que empleamos luego para el libro Guambianos. Hijos del aroiris y del agua. Por eso en él se encuentran algunas formas de redacción que no son correctas en castellano, pero que permiten recoger y conservar cosas importantes del pensamiento y de la lengua guambiana. Por eso, también, el texto está lleno de palabras en guambiano, que no se traducen al castellano. Cuando se iba a publicar, los editores propusieron que se hiciera un glosario. Les expliqué a los guambianos qué era un glosario, y ellos decidieron que no querían “esas traducciones porque amarran las palabras, las meten en un corral”. En wam las palabras son de sentido muy abierto y son polisémicas, pero la polisemia es simultánea; nosotros también tenemos palabras polisémicas, pero tenemos que escoger el sentido con que las vamos a usar o encontrar cuál es el sentido que da el contexto; para los guambianos, todos los significados se dan al mismo tiempo. Además, el texto se discutió mucho, hubo partes que se discutieron en un sitio y partes que se discutieron en otro, partes que se trabajaron con los mayores y otras con los maestros, incluso, se incluyen algunas cosas que fueron trabajos hechos por ellos. Pero lo fundamental de ese libro es que está estructurado con base en conceptos que son puramente guambianos, y esos conceptos no son abstractos como los nuestros, sino concretos, son cosas-conceptos. Lévi-Strauss había intuido eso, pero como buen intelectual francés, lo que planteó es que son cosas buenas para pensar, metáforas, metonimias, etc. Pero lo que dicen los guambianos, y en eso también yo les creo, es que esas cosas materiales tienen un contenido que es conceptual, que recoge y expresa conocimientos. Por ejemplo, el concepto de caracol, que uno llama espiral pero que es caracol; a mí me mostraron los caracoles de los que hablan y por qué esos caracoles son la historia. También el concepto de horqueta, que es la desembocadura de un río en otro o un cruce de caminos o la ramificación de un árbol o el telar donde tejen los chumbes, y que tiene un sentido generador. El libro está estructurado con base en conceptos de esa clase y que vienen de la vida guambiana. Son conceptos que se viven en la vida cotidiana. De ahí lo de “recoger los conceptos en la vida”.

E.C.: ¿Por qué ellos no escriben estos libros?

L.G.V: Porque no lo saben, no lo saben.

E.C.: Lo viven pero no tienen una reflexión...

L.G.V.: Exactamente. Con el trabajo encontramos que recobrar la historia implica, —para poderla utilizar como una herramienta de lucha en las condiciones de hoy—, un avance en la forma de conocer, de conceptualizar de los guambianos; era necesario hacer explícitas las cosas que están implícitas en su forma propia, la de las cosas-conceptos y, por lo tanto, en su vida. Por ejemplo, allá hay algo que llaman “consejo”, que tiene lugar principalmente en la cocina. Se dan consejos para distintas clases de personas, para distintas edades y para distintas circunstancias. Los mayores dicen que si salen una papa o un maíz dobles, no puede comérselos una sola persona; si alguien lo hace, sea una mujer o un hombre, más tarde va a tener hijos mellizos. A un niño se le dice que no meta el tizón en la candela por la parte gruesa, porque en la noche se orina en la cama. Si un niño se está calentando en el fogón, no puede pisar una base de colocar la olla; si lo hace, caerá de un puente o se lo llevará el río. Estos consejos se han ido perdiendo por dos razones. La primera, porque ahora la gente cree que son bobadas y supersticiones, porque así les han enseñado en la escuela, porque así les han enseñado las monjas, porque así les han enseñado los blancos, porque van 500 años en que se los vienen diciendo. Segundo, porque qué sentido tiene hablar de un tizón cuando ya la gente tiene cocina eléctrica o de gas, o en donde los puentes son anchos y con barandas, y no simplemente un palo; es decir, que la mayor parte de los consejos ya no corresponden con la vida cotidiana. Se estaban perdiendo, pero los mayores insistían en que había que mantenerlos y recordarlos, que eran elementos claves en su vida y que, si se perdían, ellos iban a dejar de ser guambianos. Al trabajar sobre ellos, ¿qué se encontró? Que detrás de esas recetas puramente concretas y prácticas, utilitarias e inmediatas, hay una acumulación de conocimientos que las explican; no fue que a alguien se le ocurrieron esas “bobadas”, sino que se trata de un conocimiento práctico, en y para la vida cotidiana. Pero la vida cotidiana está cambiando, los consejos ya no son prácticos hoy, no tienen sentido; como ellos decían, se habían vuelto “bobadas” o “supersticiones”. Pero al hurgar detrás de ellos, si se va hasta su propio fondo, se encuentra qué es lo que contienen en términos de conocimiento abstracto, de principios de pensamiento y de vida, de valores, de concepciones del mundo, de relaciones con la naturaleza, de relaciones sociales, y todo eso sí se puede retomar para resolver los problemas de hoy. Entonces se empezaron a trabajar con los consejos. Anteriormente, funcionaban tal cual los conocemos, pero ya no es así, y si no se trabaja para ver qué es lo que contienen, se pierden. Pero, ¿con quién se trabaja eso? Con los mayores, con los moropik —que son los mal llamados “chamanes” de allá— y con la gente común y corriente, en reuniones de discusión, charlando por un camino... Ése era parte del trabajo que hacíamos. Incluso, algunos maestros publicaron en cartillas recopilaciones de consejos.

E.C.: ¿Y por qué dice que eso es anti-antropología, cuando eso podría ser precisamente la antropología? ¿Es anti-antropología a diferencia de los modelos europeos?

L.G.V.: Eso podría ser la antropología, pero precisamente, para mí, una de las características claves que definen la antropología es su carácter de herramienta de colonización, de dominación, y creo que lo sigue siendo, y que ustedes, los antropólogos, lo son también.

E.C.: ¿Y no se puede salir de eso?

L.G.V.: Si se sale, ya no es antropología —aunque uno la pueda seguir llamando así— porque uno de los elementos que la definen, que la caracterizan, una de sus peculiaridades esenciales se transformó en otra cosa, en su contrario. Así como sucede con China: siguen hablando de socialismo, pero China hace ya 20 años que es un país capitalista, lo siguen llamando comunismo, pero eso no cambia en nada la realidad del capitalismo chino de hoy. Este gobierno colombiano se ha caracterizado por eso, por tratar de convencer a la gente de que las cosas no son como son, diciendo que son otra cosa. El ministro de transporte estuvo 15 días en negociaciones con los camioneros, pero todos los días salía en los noticieros diciendo que no estaba en negociaciones, sino en conversaciones; luego, de las conversaciones salió un acuerdo, pero seguía diciendo que no eran negociaciones. Entonces, yo digo: si a lo que hago usted lo quiere seguir llamando antropología, llámelo; no me interesa que digan que es anti-antropología. Lo que hacía era un trabajo con los indígenas, en donde, además de los guambianos, participaba mucha gente que no era antropóloga. Entre los solidarios hubo obreros, campesinos, estudiantes, pobladores barriales, filósofos, sociólogos, abogados, historiadores, ingenieros, agrónomos, etc.

E.C.: Actualmente, ¿la antropología colombiana sigue siendo una antropología de dominación y de colonización?

L.G.V.: La antropología colombiana también “se volvió buena”, lo mismo que los curas. Los antropólogos más recalcitrantes se marginaron, Duque Gómez, Virginia Gutiérrez, Roberto Pineda Giraldo, se fueron a trabajar en instituciones o como asesores de organismos internacionales. La mayor parte de los demás adoptaron otra posición o, mejor, otro discurso: “Esta investigación es para beneficio de la comunidad… Nosotros respetamos las condiciones de la comunidad…”; este discurso dura hasta que la gente pone sus condiciones, y entonces sacan la mano. Por eso en Colombia se está acabando la etnografía, porque ahora los indios son quienes ponen las condiciones. Además de las dificultades que hay para trabajar a causa de la guerrilla, de los paramilitares y del ejército, los indios o los negros ponen condiciones a los antropólogos, y a éstos no les gusta. Arocha se enfureció en el Chocó por eso, porque los negros querían decirle cómo tenía que hacer la investigación. Los antropólogos abundaron en esas declaraciones, que más bien son coartadas; hasta las instituciones oficiales dicen ahora que trabajan para beneficio de las comunidades, que la investigación está al servicio de las comunidades, todo mundo dice eso, pero no es cierto. Fuera de esto, en mi criterio, la lucha indígena, tal como se había dado desde finales de los años 1960, se acabó a raíz de la nueva constitución, y eso cambió de nuevo las condiciones de ejercicio de la antropología. ¿Cuál fue la posición de los indios durante toda la época de la lucha? “¡Fuera los antropólogos!”. ¿Cuál es la de ahora? “Contratemos a los antropólogos y paguémosles nosotros para decirles qué es lo que tienen que hacer”. En consecuencia, los antropólogos están volviendo de nuevo a la antropología tradicional. Nunca la abandonaron del todo, pero hicieron algunos esfuerzos porque les tocaba mantener la fachada de que estaban haciendo otra cosa, que sí era en beneficio de la comunidad. Además, ahora la antropología tiene poder de nuevo. Desde los años 1970 hasta hace dos o tres años, ¿quiénes definían en Colombia quién era un indio? Los indios. Antes del 70 habían sido los antropólogos; ahora son de nuevo los antropólogos, a veces con la participación de los abogados. Por eso están quitando los reconocimientos que dieron cuando el movimiento indígena tenía fuerza, cuando tenían que aceptar que era indio quien decía que era indio, porque éste tenía toda la fuerza de la lucha detrás; como ya no hay esto, entonces ahora los antropólogos están empoderándose —como les gusta decir a los posmodernos, especialmente a las feministas—. Ya no tienen que guardar una fachada, entonces vuelven a todas sus posiciones de antes. Por otro lado, como el ejercicio de la antropología, como no sea a sueldo, se ha vuelto tan jodido, ahora la orientación oficial de la antropología colombiana no es hacia los indios, es hacia los negros quienes, desconociendo toda la historia de la lucha indígena, quieren que los antropólogos los investiguen y que se les abra campito en el ICANH y en todas partes, para que no los ignoren, para que no los “invisibilicen”, como erróneamente decían Nina de Friedemann y Arocha; ignoran de la que se salvaron con que la antropología los hubiera “olvidado” durante tanto tiempo. En la actualidad, la orientación oficial de la “antropología en la modernidad” implica, primero, que los problemas materiales están olvidados, que ya no cuentan: la explotación, la usurpación de tierras, todo eso se dejó de lado; ahora se estudian los “imaginarios”, las “identidades”, etc. Lo que antes era investigación de campo de meses o de años, ahora dura 15 o 20 días; esas son las comisiones que le dan a la gente para que haga su trabajo, es el tiempo que le dan en las entidades oficiales. Hace pocos años, la Dirección de Asuntos Indígenas, que ahora se llama Dirección de Etnias, creó unas comisiones de antropólogos y abogados y las encargó de definir qué es lo indígena; las mandó a “hacer investigación”; tenían 15 días de trabajo en cada comunidad para definir si eran indios o no. Con base en sus resultados quitaron reconocimientos en el Amazonas y purgaron a mucha gente en el Putumayo, o sea, obligaron a sacar gente de los censos porque no eran indios. ¿Quiénes decían que no lo eran? El antropólogo y el abogado; es decir, hubo un retomar del poder por los antropólogos, con todo el apoyo oficial

Hace poco hice una conferencia en conmemoración de los 80 años de José Carlos Mariátegui. Pensé que no iba a ir nadie porque se trataba de una “viejera; para el postmodernismo todo lo que tenga más de 30 años está pasado de moda, la validez de las cosas la define la cronología. Expliqué como, frente a ese cambio de enfoque volcado ahora sobre las identidades consideradas como fluidas, discursivas, basadas supuestamente en la “cosmovisión”, la visión de Mariátegui es muy importante y sigue vigente. Éste afirmaba que el problema del indio es esencialmente el problema de la tierra, luego el problema de la autoridad, y por último el problema del pensamiento y la cultura. Los antropólogos de ahora no aceptan eso, dicen que el problema del indio está en la cosmovisión y la identidad, y declaran respetarlas a través de la multiculturalidad o la interculturalidad, (porque hay grandísimas polémicas entre antropólogos y lingüistas, influidos por los gringos y por los europeos respectivamente, que se hacen matar por si es “multi” o “pluri” o “inter”). Han reducido el problema a que al indio o al negro les digan “sí, les reconocemos su cultura”, aunque en la práctica no se las reconozcan, porque si no lo hacen en los aspectos materiales, en realidad no la están reconociendo. Al definir el problema del indio como un problema de cultura, queda resuelto con la nueva Constitución que dice reconocerla, y los antropólogos entran en escena para ejercer ese reconocimiento o para establecer las condiciones para ello: hay que ser “tolerantes” y “multiculturales”, o “pluriculturales”, o “interculturales”. Ellos viabilizan el ejercicio de la interculturalidad discursiva, porque es sólo discursiva, pues además no puede ser de otra manera.

E.C.: Se queda a ese nivel, a nivel discursivo.

L.G.V.: Los indios también la usan a nivel discursivo. Ya descubrieron que cuando dicen su discurso les comen carreta. Por eso, aquéllos que están acabando con el medio ambiente se presentan como sus protectores, como indios ecológicos, y les llueven la plata y el reconocimiento nacional e internacional. Porque el problema ya no se plantea como de la vida material de la gente, ni se entiende cultura como forma de vivir y como los problemas que se derivan de las bases materiales de existencia, —es decir, de las relaciones de producción en las regiones indígenas—, ni se trata como un problema de recursos naturales, ni como un problema de tierras... Ahora se mira como un problema de cultura y cosmovisión. Y esto marca otro tipo de trabajo, porque para especular sobre el pensamiento de los indios, no tengo siquiera que conocer alguno; así le pasa a algunos: creo que el día que vean un indio se asustan, nunca han tenido relación con un indio real, aunque habrán visto muchas fotos de indios en los libros, sin embargo pontifican sobre los mitos, pontifican sobre el pensamiento de los indios. Es lo que está pasando ahora: usted se va al Chocó 8 ó 15 días y al regreso escribe un libro como algunos que ha sacado el ICANH. Me sorprendo de cómo van 8, 10, 15 días, se quedan en el pueblo, no van ni siquiera a hablar, mucho menos a vivir con la gente que está en el monte, en los ríos, o con los tuqueros que están monte adentro. Ni siquiera hablan con la gente común y corriente del pueblo, sino con los dirigentes de las organizaciones; además, como no tienen tiempo suficiente para hablar, se traen una pila de fotocopias de todos los documentos y discursos escritos que han sacado las organizaciones, y leen aquí, y escriben un libro como ése sobre los movimientos sociales en el Chocó. Eso es otra clase de trabajo.

Yo pensaba que no saldría de la Universidad Nacional hasta que llegara a la edad de retiro forzoso a los 75 años y, sin embargo, me retiré. ¿Por qué? Porque descubrí que, erróneamente, contra mi pensamiento, contra lo que yo pienso como marxista, creía que si bien uno no podía cambiar la antropología, sí podía hacerlo con el ejercicio de la misma por un buen número de gente, y no fue posible —a no ser que uno les dé trabajo para que hagan las cosas como uno plantea. Antes había un movimiento indígena que posibilitaba que la gente se fuera a trabajar con ellos, en sus luchas, a pasar trabajos —porque se pasaban pues ellos no pagaban—, pero la gente daba el alojamiento, la comida, la movilización. Ahora no hay el tipo de movimiento indígena que permita eso, y nadie va si no le pagan, y bien.

E.C.: O sea que ahora no hay espacio para hacer el trabajo....

L.G.V.: No hay la misma facilidad de espacio, pero tampoco una serie de condiciones ideológicas y de otro tipo. Si la gente quisiera ir a trabajar con una comunidad, se puede ir, pero no con cualquiera. Mucha gente se va creyendo que es un problema de buena voluntad, y dice: “Vengo a trabajar en lo que ustedes digan, yo soy antropólogo”, y lo pueden poner a pasar cartas y a contestar el teléfono. O le dicen: “Tenemos un puesto de asesor, pero no le podemos pagar sino un millón”. Hay sitios donde la gente podría ir, pero entonces está el miedo a la guerrilla o a los paras. No había paras en la época nuestra, pero sí pájaros, aunque en todas partes ni con el poder que tienen hoy; también había guerrilla, y el movimiento indígena del Cauca siempre ha tenido una posición radical frente a la guerrilla. A uno lo amenazaba el ejército y lo amenazaba la guerrilla. Algunos de nosotros, no yo, estuvieron en listas de gente que la guerrilla iba a matar. A mí me tocó perderme del Chamí una ve durante año y medio, porque alguien oyó decir en un carro que los terratenientes habían dado orden de que me mataran, cuando empezó el proceso de organización de la gente y el INCORA a sacarlos de las fincas, aunque se las pagaba. Después volví. Pero los egresados de hoy no quieren eso. Los antropólogos de ahora, con muy contadas excepciones, quieren un trabajo urbano, mínimo con un millón de pesos de sueldo para empezar; de preferencia en escritorio, aunque están dispuestos a salir a algún barrio de vez en cuando y sin mucho trabajo. Entonces me dije: yo no estoy en la universidad para preparar gente para eso. Mucha gente que trabajó conmigo es muy buena antropóloga. Y me dicen ahora: “¡Pero de qué se queja, si usted preparó muchos de los mejores antropólogos del país!”. Y yo digo: sí, pero eso no era lo que yo quería, no quería preparar buenos antropólogos”. Y claro que algunos son buenos, François Correa, Astrid Ulloa, Mauricio Pardo y otros, pero ese no era mi objetivo. Me di cuenta que, en contra de lo que yo hacía, uno no puede cambiar la educación mientras el sistema siga siendo el mismo.

E.C.: ¿Y le parece que la antropología de hoy, la que se llama antropología posmoderna, reproduce ese esquema de la dominación, cuando ellos mismos dicen que esa antropología es diferente, que precisamente luchan contra el eurocentrismo de la antropología?

L.G.V.: Los gringos luchan contra el eurocentrismo de la antropología; ellos quieren un norteamericacentrismo de la antropología. Yo reconozco la validez de las críticas iniciales que hizo el postmodernismo en la antropología; aquí estábamos haciéndolas 12 años antes que ellos, pero como no se llevaron a congresos internacionales ni nada semejante —pues ese no era el objetivo— no se conocieron. Y veo varios problemas. Primero, el énfasis del postmodernismo en el discurso o en la etnografía como texto, —aunque no son todos, porque uno no puede generalizar: hay tantos postmodernismos como postmodernistas—, lleva a un replanteamiento del mero discurso, que es, en ese sentido, inocuo para el propósito de cambiar el papel político de la antropología. Ésta hay que replantearla es en el terreno, en el trabajo de campo. Esa es la idea fundamental del artículo final de mi libro Entre selva y páramo. Hablando en términos académicos, el trabajo de campo tiene que dejar de ser una técnica para recoger la información y convertirse en la metodología de investigación; esto fue lo que se hizo en Guambía. Pero eso implica un cambio en la relación con la gente, y los antropólogos gringos o europeos no lo han hecho, ni siquiera aquellos que han ido a vivir con la gente, porque la actitud que tienen frente a ella y la manera como viven con ella no son las que se necesitan. El antropólogo se siente antropólogo. La ventaja que tuvimos los solidarios es que siempre nos planteamos como tales, que por añadidura teníamos, unos conocimientos de derecho, de antropología, de agronomía, de veterinaria, y los pudimos usar en esa lucha. Nuestro principio era otro.

E.C.: Y el antropólogo está en la comunidad para sacar el conocimiento.

L.G.V.: Claro. Además, toda la metodología y las técnicas de la antropología son para “sacar”. Eso fue lo que le pasó a la Investigación-Acción: ellos no querían sacar el conocimiento y finalmente lo hacían; pero se sentían como ladrones, entonces se plantearon cómo devolverlo, para lo cual hicieron muchísimos ensayos poco exitosos. La “obra maestra” de la devolución, La historia doble de la Costa de Fals Borda, en cuatro tomos, es todo lo contrario de devolución. Uno abre un tomo y al lado derecho está la línea con el discurso teórico, la metodología y la interpretación, que es para los intelectuales y los dirigentes, y al izquierdo están la descripción y la anécdota sin análisis, llena de fotos, para la gente común y corriente. No lograron que la gente de las comunidades pudiera interpretar y tener un conocimiento conceptual. Al contrario, lo que hacen las reuniones de discusión y los mapas parlantes a través de la discusión oral es hacer confluir todos los conocimientos acerca de un tema o de una situación: los del etnógrafo, los del etnohistoriador, los del lingüista, los del sociólogo, los del agrónomo, etc., y los de cada uno de los indígenas que participan. En esa discusión se confrontan esos conocimientos y los fundamentos que cada uno tiene para sustentarlos. Por lo tanto, por un lado, se socializa el conocimiento, que al principio es de cada uno y luego se vuelve de un conjunto que a veces es muy amplio; en segundo lugar, lo hace avanzar, lo profundiza, lo hace llegar a otros niveles que permiten, sobre esa base, que la gente tome decisiones de qué es lo que tiene que hacer para afrontar los problemas. Además, se amplía, porque las sociedades indígenas tienen niveles de trabajo y hay reuniones de toda la comunidad. Todo eso funciona oralmente; los mapas parlantes dan un sustento gráfico, visual, a la discusión, pero no tienen nada escrito. Lo que se escribe se saca, porque la gente en las sociedades indígenas no maneja la escritura y por eso no puede retenerlo, —quién sabe si algún día la van a manejar y quién sabe si cuando la manejen todavía son indios. Escribir no es solo el problema de escribir; hay que pensar para escribir, y pensar para escribir es muy distinto de pensar para hablar y de pensar para vivir. La dificultad del trabajo está en que hay que hacer cambios en lo que ha sido tradicional, pero hay que hacerlos con base en los fundamentos para que esos cambios no impliquen que la gente deje de ser y se vuelva otra cosa, aunque siga usando su disfraz y su autodenominación. Por eso Lorenzo Muelas, cuando se enoja en las reuniones, dice que los guambianos son blancos disfrazados.

Hay sitios donde la gente sigue trabajando sobre su propia base. En el Cauca hay gente que sigue trabajando sobre la base del pensamiento propio, del conocimiento propio, gente que lleva esa reflexión y de pronto descubre que puede manejar lo que tiene en sus manos, algo que ha sido marginado incluso por los propios dirigentes. En uno de esos talleres de metodología que yo dictaba para los paeces de Jambaló se paró un indígena, el más “atrasado” de todos porque era el único que no tenía escuela y a penas sabía medio garrapatear unas cuantas letras, y que era agricultor, y dijo: yo he descubierto que nosotros los paeces toda la vida hemos tenido nuestros propios mapas parlantes y no lo sabíamos. Y es cierto, porque cuando digo que el mito es verdad, que al mito hay que creerle, es con la idea de que es la gente la que conoce y no uno. Pero en las condiciones de hoy, el papel que uno puede jugar está en que ese conocimiento se modifique de alguna manera que lo haga utilizable para enfrentar las dificultades de hoy, en lugar de quedarse en silencio, que es de lo que ellos se quejan. Los guambianos dicen: “El conocimiento propio se quedó silencio. Hay que hacerlo que hable otra vez para dar vida”. Ésa era la tarea: cómo hacer que hable para dar vida, sin que deje de ser lo que es. Hoy, gran parte de la cosmovisión indígena, de sus historias propias, de los “mitos indígenas” —como los siguen llamando—, tienen mucho reconocimiento, pero fosilizados, porque se han escrito y se han vuelto cartillas. Los maestros y los niños se los aprenden y los recitan, pero viven de otra manera, ya no viven de acuerdo con esa cosmovisión, ya no viven de acuerdo con esos “mitos”. Es posible convertir esas historias en literatura, pero ésta no juega un papel en la vida de la gente. Permite aparentar que se está respetando la cultura, que se está consolidando, que se está impulsando, cuando en la práctica se está colaborando para que se pierda, porque se fosiliza; y si una cultura, una concepción, unas normas, unos valores no son fuente de la manera de vivir y de resolver los problemas, se vuelven un discurso vano.

En Guambía hay experiencias disímiles en ese campo. El equipo de trabajo editó una cartilla con una de las variedades de consejos que se dan allá. En lugar de gastar la plata pagando para que la publicaran en una editorial de afuera, aprendimos screen, aprendimos a manejar un mimeógrafo y la sacamos de allá; con el dinero montamos un taller de screen, que fue la base para la casa editorial guambiana, y en él la publicamos. Sabíamos que había un problema con la escritura de esos consejos, que eran unas historias de animales: ardillas, chuchas, armadillos. Pero un maestro de primaria de nuestro equipo y que había trabajado con los mayores para que contaran esas historias, utilizaba la cartilla para recordarlas, luego las contaba a los niños, sin obligar a que las aprendieran de memoria: después les pedía que preguntaran a sus mayores sobre esas historias y les pidieran que se las narraran; los mayores las contaban en distintas formas, —lo oral nunca se narra en forma idéntica en todas las ocasiones—; en la clase siguiente, uno a uno, los niños contaban las historias; al terminar, las dibujaban, y ese era el trabajo. En cambio, en otra escuela, que aunque queda en Guambía trabaja con el CRIC, una de las estudiantes de práctica de campo recopiló una serie de estas historias con los niños, recogiendo sus correspondientes dibujos; luego las llevó diagramadas como cartilla con la propuesta de publicarla como material para la escuela; los maestros se negaron argumentando que esas historias no estaban bien, que algunas no estaban completas, que otras tenían cosas cambiadas; había que esperar hasta que los maestros las corrigieran. Esta es otra visión, que mira los textos escritos como si fueran historia sagrada y que no sirve. Este es un resultado absolutamente nocivo de la etnoeducación, que es el equivalente en el campo educativo de lo que representa la Constitución de 1991 para las sociedades indígenas en general: un Caballo de Troya, un caramelo en el que se envolvió la política de integración para hacerla más aceptable, para facilitar su implementación. Entonces, el trabajo que uno hace comienza a chocar con los intereses y las concepciones de los nuevos dirigentes, de los jóvenes que han accedido al poder, no solamente porque los viejos luchadores se han muerto sino porque los han arrinconado, porque el estado crea sus interlocutores y lo hace reconociendo a aquellos que se mueven en su misma lógica, aunque tengan discursos distintos. Esos nuevos dirigentes son los jóvenes educados por los curas, por las instituciones en las que han trabajado, o en las escuelas, en los pueblos, en las Universidades y con postgrados.

E.C.: Y que no trabajan por la comunidad.

L.G.V.: Muchos, la mayoría, sí trabajan por ella, esa es su intención, pero lo hacen con unos criterios que a la larga van en contra. Otros, definitivamente no trabajaban por la comunidad sino por ellos mismos; son los que se han enriquecido y siguen enriqueciéndose con las platas de las transferencias, con la complicidad de las ONGs y las instituciones oficiales. Le doy un ejemplo: en una ocasión vinieron unos indígenas del Vaupés con un proyecto de desarrollo artesanal para que se les ayudara a conseguir financiación; les sugerimos que lo financiaran con plata de las transferencias; su respuesta fue: eso de las transferencias es de ellos, los del cabildo, pero este es un proyecto de la comunidad. Eso marca muy bien lo que está pasando en grandes regiones del país. En el Cauca, hay un tire y afloje entre distintas tendencias y en general no se da una situación como esta, pero en otros lugares de la selva y de los llanos, está pasando eso, siguen campeando la politiquería, el gamonalismo, el amiguismo, el compadrazgo, sólo que antes era algo solamente de los no indígenas y ahora también hay indígenas que participan. Estas circunstancias dificultan aún más las posibilidades de hacer un trabajo como el que hicimos los solidarios, a lo que se agrega la actitud que tienen ahora los antropólogos, que ven la antropología como una profesión de la cual hay de vivir bien, aunque tal vez no logren enriquecerse.

E.C.: ¿Para usted la antropología no es una profesión?

L.G.V.: Como yo la entiendo y la he vivido es un compromiso de vida. Quizás eso sea anti-antropología. Yo les decía a los estudiantes: eso tiene que ser parte de uno; ustedes son otra cosa, cuando vienen a la universidad se ponen su vestido de antropólogos y cuando salen se lo vuelven a quitar. Cuando entran a trabajar a una empresa, una oficina, una ONG, a cualquier parte, se lo ponen otra vez mientras están en el trabajo y al salir se lo quitan. Sucede como narra Kaj Arhem para el Vaupés; allí los animales son gente cuando están en sus casas, pero cuando van a salir se ponen sus vestidos de animales, de danta, de chigüiro, etc.; cuando llegan a sus casas se quitan esos vestidos y los cuelgan, y otra vez son gente. Eso tiene que ser parte de uno, de la vida de uno, y si no lo es, ¿para qué sirve?, ¿sólo para ganarse la vida? Uno tiene que ser una persona integral, con muchas facetas, pero todas integradas y por lo tanto relacionadas las unas con las otras. Capacidades como la observación deben ser aptitudes personales que uno desarrolla y las usa todo el tiempo; no son solamente para cuando a uno lo contratan para hacer un trabajo. Uno todo el tiempo está observando, está reflexionando en función de lo que ve y de sus propósitos; pero me parece que ahora no es así. No sé si es que la actitud del dinero y la vida fácil que creó el narcotráfico ha permeado toda la sociedad, o si se trata de una característica que se surgió en la sociedad colombiana por otras razones. Ahora, muchos profesores de antropología lo son porque no consiguieron otro empleo mejor remunerado, aunque algunos lo son porque les gusta serlo. La mentalidad que uno percibe ahora en la mayoría de los estudiantes es la de sacar el título lo más rápido que puedan y no complicarse la vida. El no complicarse la vida implica, entre otras cosas, una actitud de complicidad con el profesor: yo no le exijo calidad ni trabajo al profesor, pero el profesor que no me exija a mí sino que me pase la materia, y ahí vamos bien los dos. Entonces, el profesor no va a clase, el estudiante no se queja; el estudiante no hace el trabajo, pero el profesor no lo raja…

E.C.: ¿Y le parece que antes no era así?

L.G.V.: No solamente en mi generación sino en varias de las que vinieron después, la gente tenía interés en conocer, en aprender. Ahora solamente quieren graduarse, tener un título. Es una actitud muy generalizada en la sociedad colombiana y tiene que ver con el papel que a nosotros nos toca en el concierto mundial, el de segundones, el papel que el imperialismo nos asigna. Marco Palacios, el anterior rector de la Universidad Nacional, hizo un plan de desarrollo a cinco años que se basa en un diagnóstico lapidario: “Los egresados de la Universidad Nacional están sobre-educados”, lo que les dificulta insertarse en el contexto internacional”. La conclusión es obvia: hay que bajar el nivel de la Universidad. Se refiere a los pregrados, porque la Universidad Nacional es básicamente una universidad de pregrados y se quiere que ahora sea una universidad de doctorados. En una entrevista para El Tiempo, Palacios propuso que los pregrados sean para aprender destrezas básicas: lectura, escritura, manejo de Internet, manejo de biblioteca, algunas técnicas de investigación y una cierta información sobre el área correspondiente, porque la función de los pregrados no es formar sino informar, la formación corresponde a los postgrados. Palacios considera que un “defecto” de la universidad es que enseña mucho en los pregrados; otro consiste en pretender formar al estudiante como investigador. Por eso, los trabajos de grado en pregrado dejan de ser investigaciones y se convierten en una asignatura como las demás; incluso, actualmente, la gente se puede graduar con un artículo en una revista indexada o que tenga comité editorial, o inscribiéndose en postgrado y ganando las materias del primer semestre, o con una pasantía en una institución. La idea es que el estudiante acabe el pregrado y pase a una especialización para escoger allí a los más capaces. Es claro que además de ser capaces de pensamiento deben serlo también del bolsillo, porque aunque la especialización va a tener los mismos precios del pregrado, las maestrías y doctorados sí van a ser caros. A los que no pasan los capacitan para trabajar, como mano de obra para los doctores y las empresas, porque, dice, cuando se gradúan y van a trabajar, no saben hacer nada. Quizás eso pueda ser válido en Europa y en Estados Unidos, no lo sé, pero aquí el 90% de los estudiantes no puede ir más allá del pregrado por razones económicas; por eso se justifica que se formen en el pregrado y que sean buenos investigadores. Palacios agrega que aquí se hacen tesis de pregrado que son superiores a las de los doctorados en otras partes, y eso lo ve como un defecto que hay que eliminar. Es cierto, aquí ha habido tesis muy buenas, de estudiantes que se van a Europa y tienen la capacidad para hacerlo de tú a tú con los doctores, pero estos consideran: “No, usted vino a estudiar; cuando acabe de pronto podremos hablar, pero mientras tanto limítese a escuchar y aprender”. Los graduados van al exterior a que les laven el cerebro, para venir después a ser agentes de esos países. Luego del postgrado vienen y se reclutan en las ONG que, con contadas excepciones, son los nuevos instrumentos de dominación y de saqueo imperialista.

E.C.: ¿Pero no hay posibilidad de que ellos tengan esa doble visión, la de aquí y la de allá?

L.G.V.: No, porque tan pronto llegan allá lo primero que les dicen es: “Ustedes son unos bobos que no saben nada, es aquí en donde sabemos”. A algunos de mis alumnos que se han ido y quieren presentar sus puntos de vista o los resultados de los magníficos trabajos que han hecho aquí, y los doctores les dicen: “¿Antropología colombiana? ¿Eso qué es? La antropología se hace aquí”, “¿usted que acaba de venir con cuatro años de estudio dice que ha desarrollado métodos de investigación? No...”. Ni los dejan hablar y ellos se tragan el cuento. Debe ser que las universidades de ustedes son maravillosas.

E.C.: No son maravillosas.

L.G.V.: Los autores de una de las mejores tesis de grado que ha habido en antropología y que fue laureada, se fueron a hacer sus postgrados a Europa. Antes de un año de estar allá, uno de ellos vino y escribió un artículo para una revista; en él contradice los principales aspectos de su tesis, seguramente porque allá le enseñaron cuáles son los conceptos que hay que usar, cuáles son los válidos para interpretar lo que está pasando. Ya me imagino lo que irá a ser su tesis de doctorado.

E.C.: ¿Por eso usted no quiere ir allá tampoco?

L.G.V.: No, a mí no me interesa, nunca me interesó hacer ningún estudio institucional, fuera de ese licenciado. Yo ni siquiera soy profesional, pero sé mucho más, he hecho y desarrollado más cosas, y he leído más que la mayoría de ellos. Todos esos libros que usted ve por aquí, los he leído y los he pensado, y sigo creyendo que aquí hemos hecho cosas que no ha hecho nadie en la antropología del mundo. Hay cosas que nosotros empezamos a plantear mucho antes que en el exterior. Pero los gringos y los europeos son la moda que se sigue aquí. Y ustedes van por el último que escribió, ese es el que tiene la verdad porque ser el último; lo que pasó o se dijo hace treinta, cuarenta, cincuenta años, no vale porque está viejo. Ese es el criterio. Hace un tiempo tuve una discusión pública sobre la revolución rusa del 17 con un profesor de historia, y criterio de este profesor era que mi visión no servía porque era la ortodoxa y tradicional, en cambio, la que valía la pena era la suya porque era nueva. La gente se va al exterior y viene con unos discursos que no tienen nada que ver con lo que pasa aquí, pero con ellos van a manejar toda su vida profesional —no su vida personal sino su vida profesional. Y eso no sirve. Pero no solamente no sirve, sino que oculta cuál es la verdadera realidad, y por lo tanto se convierte en un obstáculo para la solución de los problemas que el pueblo tiene en esa realidad. No es solamente que sea inocuo, sino que juega un papel negativo, y con eso manipulan a la gente, y ese discurso se lo meten en la cabeza a los indígenas. Eso de los postgrados es otra forma de control y dominación.

Pero, no se trata solo de los postgrados; también los congresos internacionales y los nacionales, las publicaciones en las revistas indexadas e internacionales, son formas orientadas en una dirección que apunta a beneficiar unos intereses que no son los del pueblo. Y como ahora muchos indios participan en todo eso, entonces ya ellos empiezan a compartir esos criterios, esos valores y esos discursos. Y están felices cuando a los chamanes los llaman de los laboratorios escoceses a sacarles toda la información sobre el manejo de las plantas curativas de la Amazonía, y regresan diciendo: “Allá nos reconocieron”. Claro que lo reconocieron porque descubrieron el valor que tienen esos conocimientos que antes calificaban de “supersticiones” o “pendejadas de indios zarrapastrosos y atrasados” o sucios —como les dicen todavía en el Ecuador. Claro que los reconocieron, les reconocieron lo que tienen para podérselos quitar; para nada más. El día de mañana, cuando vayan a realizar su trabajo con esas plantas, les tocará pagar regalías a esos laboratorios para poder hacer lo mismo que habían hecho toda la vida; los reconocieron, pero ahora a esos chamanes les toca reconocerlos a ellos como dueños.

Hay toda una nueva ofensiva con eso de los postgrados. Y yo entiendo a la gente porque son sus condiciones de vida, su posibilidad de trabajo. Por ejemplo, mi hija estudió biología, pero desde que tenía seis meses ha estado yendo conmigo a las comunidades indígenas. Ella quería trabajar hongos con el criterio academicista de que casi no hay investigaciones sobre hongos, no se tiene conocimientos sobre ellos; tal vez no tengan conocimiento los biólogos, pero los indios sí tienen. Ella lo reconoce y fue a trabajar con los huitotos y los andoque, en Araracuara; y los compañeros de ella trabajando con las fundaciones holandesas, que ahora les están peleando el conocimiento de la Amazonía a los gringos. Le financié la investigación para que no tuviera que trabajar con Tropenbos. Ella quería vivir con la gente, pero los compañeros y Tropenbos le decían que aunque no fuera a trabajar con ellos, le ponían a disposición la casa de la fundación para que viviera, que hay computador, que hay de todo; pero ella se fue a vivir con la gente.

E.C.: Eso es muy difícil de hacer hoy, no te dan las condiciones.

L.G.V.: Bueno, yo financié ese trabajo, pero muchos estudiantes, sobre todo de la Nacional, no tienen modo. Entonces sí quieren hacer eso, les toca buscar quién les financié. Además, en el tire y afloje todo el tiempo sobre la orientación; la directora del trabajo decía una cosa y yo otra, cómo un descuartizamiento. Finalmente, una de los jurados, una bióloga tradicional, le dijo claramente que esa monografía era sesgada, porque sólo presenta el criterio de los indios; y yo me dije: según el criterio de esta profesora, toda la biología que ella ha hecho durante su vida es sesgada, porque sólo presenta el criterio de los occidentales. Aunque era la monografía que más trabajo de campo había tenido, 10 meses, la que más laboratorio había hecho, descubrió especies nuevas, y otras elementos, no logró la mención de meritoria que propuso el otro jurado, —un joven—, por la negativa de esa profesora. Después: “que ahora quiero hacer un postgrado”; le dije: “los postgrados son una estafa y un lavado de cerebro”. “Yo no me voy a ir para afuera como mis compañeros que ya se fueron para Holanda, yo lo quiero hacer aquí”. Y le dije, “bueno, un lavado de cerebro intermediado, porque la profesora que maneja el postgrado en la Universidad de Antioquia trabaja con los holandeses. Cómo vas a pagar ese montón de plata para, simplemente, que un profesor te ponga a leer los libros que él leyó, de preferencia en idiomas extranjeros, o que él no leyó, pero que alguien le dijo que eran buenos? Si es para conocer, recoge los programas y la bibliografías de los que están cursando el postgrado y se compran todos los libros”. Nunca se acaba la discusión: que el título se necesita para conseguir trabajo, etc., etc. Y se va a Medellín para hacer el postgrado. ¿Qué otra cosa puede hacer la gente?.

Además, en el fondo está el problema de la internacionalización de la Amazonía, y ¿quién está detrás de eso?, los gringos; Bush la tiene en su programa presidencial. No, qué es la ONU; pero la ONU es el patio trasero de los Estados Unidos, lo que maneje la ONU lo van a manejar los Estados Unidos. Todo ese trabajo va para allá; están buscando crear, cuando mínimo, la neutralidad de los biólogos, de los antropólogos, para que cuando la ONU o los gringos lleguen, los científicos de aquí acepten que la tomen ellos, porque los colombianos y los brasileños no la podemos manejar, al contrario, la estamos destruyendo. Se dicen que la van a conservar para la humanidad; mentiras, lo que plantea el ministro de Brasil es muy claro: “cuando internacionalicen Nueva York, que es la sede de las Naciones Unidas, yo estoy de acuerdo en que internacionalicen la Amazonía, pero mientras yo vaya a Nueva York y me traten como brasileño, la Amazonía es brasileña”. Más adelante, resulta un curso en la Amazonía peruana sobre manejo de la selva tropical húmeda ¿Quién lo organiza? Una universidad del Perú, otra de Costa Rica y norteamericana. Está claro que lo organiza la universidad norteamericana; el papel de la universidad peruana y de la de Costa Rica es servir de intermediarias para que los gringos se metan. Apenas llegó el contrato, ella y yo teníamos que firmar una cláusula renunciando a todos los derechos que da la ley colombiana: a pedir una indemnización si hay un accidente, a pedir los gastos si sufre una enfermedad grave; era un claro contrato imperialista. Y si no se firma, no la aceptan en el curso. Esa es la vida cotidiana de cada estudiante; y entonces acaban por irse a hacer los postgrados al exterior; es un tentáculo, es una red impresionante.

E.C.: Pero no cree que hay una posibilidad de conocer bien lo que se tiene aquí, pero también de conocer mejor lo que hay, por ejemplo, en los Estados Unidos, y de saber hacer un compromiso entre las dos cosas.

L.G.V.: Una posibilidad sí hay, una posibilidad ocasional y para una persona también ocasional. En estos días le decía a una antropóloga joven que fue mi alumna: de todos mis estudiantes, con todo el discurso que tienen, con todo lo vasquistas que dicen ser, la única que está trabajando con indígenas es usted, y eso porque le pagan sueldo; pero al menos trabaja con los indígenas, no con el gobierno, no con el Plan Mundial de Alimentos, no con la Cruz Roja Internacional, no con la OEA, no con la UNESCO, no con las ONGs; los demás trabajan contra los indígenas, porque están a favor, del PMA, de la Defensoría del Pueblo, de Asuntos Indígenas, de Bienestar Familiar, de la Procuraduría, de las ONGs. Uno mismo acaba cogido en esa maraña. Yo nunca quise publicar, sino en revistas de estudiantes, casi todos mis artículos están en revistas de estudiantes. El ICANH me propuso editar una recopilación de mis artículos porque todos estaban dispersos y nadie los podía retomar en su conjunto; a pesar de que lo que he escrito está en Internet. Creo que soy el único antropólogo que ha puesto todos sus artículos, sus libros, todo lo que ha escrito, en Internet; y cualquiera los puede bajar e imprimir. El ICANH plateaba que recopilándolos podían cumplir un papel, y yo me comí ese cuento, hasta que leí la introducción que hizo Franz Flores. Y me arrepentí después de haberlo sacado. El ICANH lo distribuyó pero ¿cuántos ejemplares sacaron? Quinientos. Me chocó que después de todos los elogios que me hicieron cuando plantearon la propuesta de publicación creyeran que no iban a vender sino quinientos ejemplares; esa cantidad están publicando de las tesis de grado que ganan el concurso de mejores tesis. Claro que sé que aquí se venden pocos y libros y, con mayor razón, de antropología, pero como el ICANH distribuye por canje más de la mitad, pues es posible que se esté agotando. Poca gente se ve en el ICANH comprando, los clientes son las entidades, la biblioteca de la Javeriana, la de los Andes. Es curioso que muchos estudiantes universitarios ya no hablan de libros; fui profesor en la Universidad del Magdalena durante un año, y los estudiantes siempre preguntaban para cuando había que leer las fotocopias, así algunas de las cosas que había que leer fueran libros; ya va desapareciendo hasta el concepto de libro. Entonces sí, para volver a su pregunta, hay alguna remota posibilidad, pero que eso cambie en su conjunto, no es posible mientras no cambie el conjunto de las relaciones sociales del país. Puede haber casos particulares, con muchos problemas, con muchas dificultades, con muchas reversas; pero reconozco que en la academia le llevé el agua al molino del sistema, formando los antropólogos que necesitaban, y mientras mejores, peor, porque si no sirven es mejor porque fracasan, pero si son buenos pueden cumplir su cometido. Por eso me retiré de la academia, y ahora no quiero saber nada de ella.

E.C: ¿Y ahora a qué se quiere dedicar?

L.G.V: A recibir socio-antropólogas francesas, para entrevistas… Voy a cine todos los días, a veces dos películas, a veces tres, porque los ojos todavía me dan. Estoy leyendo novelas otra vez. Se me había olvidado cómo era leer una novela; leía muchísimo, pero para la academia. Cuándo leí la primera novela, era rarísimo, porque como que no tenía por dónde cogerla, pues estaba buscando algo como su contenido conceptual. También me entretengo con el computador haciendo trabajos inútiles.

E.C: Pero nada de antropología.

L.G.V.: Leo algunas cosas de antropología de vez en cuando, y voy a foros, discusiones o conferencias organizados por estudiantes.

E.C.: ¿Y con los indígenas?

L.G.V: Con los indígenas voy cuando me llaman. Pero es muy aleatorio, porque allá también hay problema. Yo trabajé con el Movimiento de Autoridades Indígenas, que estuvo en confrontación muy delicada y muy fuerte con el CRIC en el Cauca, hasta el año 92, durante dieciocho años. Pero en los últimos tiempos mi trabajo ha sido con gente que trabaja con el CRIC, porque en los años que siguieron a la constitución se cambiaron los papeles: en mi criterio y en rasgos generales, en varios sectores del CRIC hay una posición semejante a la que tenía el Movimiento de Autoridades Indígenas al comienzo, y el Movimiento de Autoridades Indígenas tiene ahora una posición como la que tenía en CRIC en esa época. Me llaman y, según la propuesta, yo les digo si sirvo o no. Pero desde la última vez que fui a unos talleres en Caldono, no me han llamado, ni me han llegado documentos para mirar. Hubo un proyecto de capacitación en derecho propio, y yo dije que estaba dispuesto a trabajar con un equipo que organizara el área de metodología de investigación, les recomendé a quienes creía yo, todos indígenas, que podían hacer parte de ese equipo, pero no me volvieron a llamar. En Guambía no hay caso. Cuando voy de visita a conversar con los antiguos luchadores, los jóvenes se antojan y dicen que me van a invitar, y luego no salen con nada.

E.C.: De todos modos, si lo invitan es en condiciones diferentes, ¿no? Sería para hacer una charla o algo de eso, no tanto para quedarse allá…

L.G.V.: Pues para quedarme mientras dure la charla, tres días, ocho días; fuera de eso, las condiciones son distintas ahora. Por eso les digo que siempre he viajado en bus, pero ahora no hay ninguna razón para que lo haga cuando todos los dirigentes indígenas viajan en avión; entonces, que me manden el pasaje en avión. Preguntan cuánto cobro y les pregunto cuánto pagan. Si no tienen plata para pagarme, yo no cobro, pero si pagan, yo recibo lo que paguen. Pero, incluso, si me toca pagar a mí el pasaje, también voy, pero si ellos tienen con qué pagar y si viajan en avión, pues mis condiciones son las mismas. Me deben que dar el alojamiento y aceptan; pero una vez llegué a un sitio y me llevaban para alojarme en la casa cural; me tocó decirles: “¡con curas!, olvídense, olvídense, ¿no hay en la casa de ninguno de ustedes un sitio donde yo me pueda acostar? Me dijeron que había una pieza, con una colchoneta en el suelo, y allí me fui a quedar; ellos también han cambiado, la gente ha cambiado. En resumen, que tengo una posición sumamente negativa frente a lo que pueda hacer como profesor. Y sobre el camino que ha seguido el movimiento indígena desde el año 91, también soy muy crítico y pesimista.

E.C.: Pero esos cambios al mismo tiempo son de la sociedad colombiana y de la antropología, ¿no?

L.G.V: Claro, claro, obvio. Pero uno tiene dificultades, después de toda una vida, para acomodarse a muchas nuevas situaciones. Yo no iba a seguir trabajando en la Universidad Nacional de Marco Palacios, olvídese, esa no es la universidad que yo creo que debe ser; aunque sí pienso que debe haber una universidad de otro tipo, diferente de aquella que conocí; pero en las condiciones colombianas, la Nacional era el ideal para la gente popular. Yo no voy a trabajar para construir una universidad gringa de segunda categoría en Colombia, que es lo que Palacios quiere; él dice que busca que la universidad se inserte en el sistema educativo mundial, y el sistema educativo mundial es el gringo, porque ni siquiera es el de ustedes, también les ha tocado hacer cambios para que ajustarse a los Estados Unidos. ¿Cómo voy a trabajar en una universidad así?

E.C.: Cuando usted estaba allá, ¿sí se podía trabajar de otra manera?

L.G.V.: Se podía si la gente quería, pero llegó un momento en que la gente ya no quería, la gente quiere su título facilito y eso no es conmigo.

E.C.: ¿Y sus estudiantes que dicen? Sus estudiantes son precisamente esos que ya tienen puestos importantes en la antropología, ¿critican mucho el sistema o ya están adentro?

L.G.V.: No, no critican al sistema; hacen algunas críticas a cosas concretas, por ejemplo, Astrid Ulloa tiene una posición que a mí me parece correcta sobre el manejo ambiental de la Sierra Nevada de Santa Marta, pero ella no es crítica del sistema, cree que las cosas se pueden cambiar desde un cargo directivo o con un trabajo personal en otra dirección. François Correa es un antropólogo muy bueno, ha desarrollado metodologías propias, formas propias de relacionar o de reinterpretar la organización social y la vida social con base en el mito y en el parentesco, pero no va más allá. Aquí se acabaron la crítica y la confrontación con el sistema, y sobre todo con éste gobierno y con lo que va a venir, porque las cosas apenas están empezando. Mire lo que pasó en Barranquilla con el profesor Correa, ese es apenas un pequeño campanazo. Ya ayer decía en el periódico que a todos sus auxiliares de investigación y a toda la familia Correa les tocó irse del país. Entonces, ya la gente no quiere protestar, ni levantar cabeza, ni decir nada.

Eso es lo que pienso. Cuando llega cualquier antropólogo que hace una cosa que tenga peso aquí en Colombia, todo mundo se voltea para ese lado, como girasoles, y sí es gringo, con mayor razón. Y entonces empiezan a reinterpretar de nuevo toda la realidad. La realidad se ha vuelto un discurso que hay que cambiar cada que llega una moda, y ustedes son los que traen la moda en forma rápida, porque los libros se demoran mucho en llegar. También con los que vienen con el cerebro lavado pasa lo mismo porque vienen con nuevos conceptos, y entonces comienza otra vez la reinterpretación de la realidad; y todos tienen que empezar a verla de esa manera; por eso acaban creyendo que la realidad son solamente las miradas sobre la realidad, y que pueden cambiarse de un día para otro sin ningún problema.

E.C.: Bueno, pero creo que esa modalidad no es solamente de Colombia, es a nivel mundial, o sea nosotros también...

L.G.V.: Yo no puedo hablar a nivel mundial.

E.C.: ...somos víctimas de estas cosas.

L.G.V.: Uno lee su libro, —aunque ahora tengo problemas para leer un libro tan gordo, porque se me van perdiendo muchas cosas y se me van olvidando—, pero me parece que hay una cosa sobredimensionada, que es lo de la champeta, uno lee ese capítulo y se dice, Hijuemadre, que fenómeno tan importante; pero cuando toma un poquito de distancia, ve que lo que realmente usted trabajó sobre eso fue casi nada, lo que hay es su capacidad de interpretación y de ligar con otras cosas; usted fue a uno o dos conciertos, habló con algunas personas, se metió en ese mercado y vio los puestos de venta de la música, y con eso arma todo un cuento. No digo que esté mal, pero, en comparación con otros temas, como el reinado de belleza y lo de Palenque, que me pareció buenísimo, lo de la champeta me parece que está sobredimensionado, que “armó una tempestad en un vaso de agua”. No sé si la champeta es tan importante en Cartagena, ni si usted se relacionó tanto con eso como para echar todo ese cuento, pero uno lo lee y se descresta, si no toma distancia se lo come. Aquí uno echa un cuento bien fundamentado y nadie le come carreta, pero la gente está abierta a todo lo que digan los de afuera. Da una dificultad enorme para que a alguien le publiquen un libro en el ICANH. ¿El suyo, por qué se lo publicaron tan fácil? A la gente corriente, el ICANH si acaso le publica cuando es una tesis de doctorado; tesis de pregrado no, excepto las de etnohistoria que ganan un concurso. ¿Con que criterio?, ¿por qué? En la Universidad Nacional había un centro de documentación en la Facultad de Ciencias Humanas, que ahora convirtieron en centro de documentación de postgrados y lo primero que hicieron fue todas las tesis de pregrado, argumentando que de qué le puede servir a un estudiante de maestría o doctorado, una tesis de pregrado. Esos son los criterios. Eso es parte de la nueva antropología del ICANH, publicarle preferentemente a los europeos y a los gringos, en especial si se llaman Arturo Escobar, y a todos aquellos que digan que Arturo Escobar es la última palabra.

E.C: ¿Y a los colombianos no los publican?

L.G.V.: No con la misma facilidad. Con mi libro hubo dos años y medio de guerreo para sacarlo, porque ellos querían estrictamente la recopilación de artículos, y yo quería escribir otra cosa; finalmente acordamos lo que salió, que son unos artículos con comentarios que los enlazan unos con otros, que muestran como van avanzando la conceptualización y el análisis de la realidad, y cómo van adecuándose a la solución de una serie de problemas. Lo único que escribí exclusivamente para ese libro es el último capítulo. El nuevo libro de François Correa, El sol del poder10, le da un vuelco total a todo lo que se ha dicho en Colombia sobre los muiscas; él lo ofreció al ICANH para su publicación y después de mucho carameleo no lo sacaron; yo le recordé el reglamento de la Universidad Nacional, que dice que si a usted lo promueven a profesor titular con un libro, se lo tienen que publicar; habló allá y se lo publicaron.

E.C.: Pero creo que el hecho de que el ICANH publique muchos libros de antropólogos del exterior, también es responsabilidad del ICANH, de la política editorial del ICANH. No es, como muchas veces se interpreta eso, un deseo de los extranjeros por imponerse y por imponer sus producciones; es también decisión del ICANH hacerlo, porque de pronto significa entrar a un mercado.

L.G.V.: Para que la colonización se mantenga, se necesita una mentalidad de colonizado como contrapartida del colonizador; ya lo dijo Hegel hace mucho tiempo.


(Una versión editada de esta entrevista se publicó en: Antípoda. Revista de antropología y arqueología, Universidad de los Andes, Departamento de Antropología, No. 2, enero-junio de 2006, Bogotá, pp. 17-42.)

Notas

1 Vasco Uribe, Luis Guillermo, Entre selva y páramo. Viviendo y pensando la lucha india, Bogotá, ICANH, 2002, pp. 441-445.
2 Instituto Colombiano para la Reforma Agraria.
3 Vasco Uribe, Luis Guillermo, Jaibanás, los verdaderos hombres, Bogotá, Fondo de Promoción de la Cultura del Banco Popular, 1985.
4 Dagua, Abelino, Misael Aranda y Luis Guillermo Vasco Uribe, Somos raíz y retoño, Bogotá, Ediciones Colombia Nuestra, 1989.
5 Departamento Administrativo de Seguridad.
6 Cuerpo Técnico de Investigación.
7 Dagua Hurtado, Abelino, Misael Aranda y Luis Guillermo Vasco Uribe, Guambianos. Hijos del aroiris y del agua, Bogotá, Cerec, Los Cuatro Elementos, Fondo de Promoción de la Cultura del Banco Popular, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 1998.
8 Instituto Colombiano de Antropología e Historia.
9 Correa, François (ed.), Encrucijadas de Colombia Amerindia, Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología, Colcultura, 1993.
10 Correa, François, El sol del poder. Simbología y política entre los muiscas del norte de los Andes, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2004.

* Elisabeth Cunin es Doctora en Sociología e investigadora del Instituto de Investigaciones para el Desarrollo –Institut de Recherche pour le Developpement, IRD.
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